Thursday, March 22, 2007

LAVOZ DEL SILENCIO

LA VOZ DEL SILENCIO


Por José Dávila A.


Es desconcertante sentir como el silencio ensordece...
El no percibirse un solo ruido mundano, provoca que el silencio encuentre su propio lenguaje y se haga escuchar. Entonces atrapa. En ocasiones tranquiliza o inmoviliza; en otras desespera, perturba, paraliza, intimida o aterroriza.
El ser humano está acostumbrado a coexistir con un universo de murmullos, ecos, chirridos, traqueteos, explosiones, voces, rumores, pero no para ir de la mano con la profunda insonoridad.
Se puede estar en un páramo desierto, en la cima de una montaña sin viento, en un oscuro sótano, en una imponente bóveda, y la voz del silencio se hinca en los oídos.
Tener el silencio como acompañante, trasciende. Puede ser bueno o malo, pero habla mucho de la soledad. De esa soledad de espíritu, de calma, resignación o cólera.
A lo largo de mi vida he tenido muchos momentos de silencio. ¿Cuántos? No lo sé y creo que nadie lo sabe si en una ocasión detiene su andar y repara en ellos. Sería estúpido tratar de contabilizarlos y más estúpido estar atento con pluma y papel en mano para marcar una raya más cuando éste se produce.
Y de ser así, ¿a qué catálogo de estadística se le registraría? ¿Alguna vez se ha pensado cuántos géneros de silencios existen? Hay muchos; todos y cada uno de ellos, opuestos. Para encasillarlos, habría que apelar a una buena dosis de nuestra honestidad y confesar el por qué se está sumergido en uno de ellos. ¿Al respecto existe un tratado o método para poder identificarlos sin equívoco? Lo dudo.
El silencio tiene su propia majestad y lo mismo fugazmente se interpone entre el ruido urbano, que irrumpe en un confidente diálogo o surge en el momento menos inesperado de nuestro devenir. Y cuando ello acontece, puede pasar inadvertido o dejar marcada nuestra existencia para siempre.
Al respecto, es posible que haya experimentado casi todas las clases de silencio posibles, incluso cuando la sirena de una ambulancia aborta intempestivamente dejando en el ambiente un presagio de tragedia.
Sin embargo, hay un silencio que nunca he superado; ese silencio que golpea, que emociona, que asombra, que estremece, que demanda respeto y finalmente, enorgullece tu origen de nacimiento. Es esa inolvidable sensación que todavía entorpece mi sueño y me hace despertar con los nervios anudados. Me refiero, vaya la redundancia, al asombroso silencio de la gran Marcha del Silencio correspondiente al ensangrentado capítulo histórico del Movimiento Estudiantil del año de 1968 que se suscitó en México.
Fue el día 27 de agosto. Miles y miles de estudiantes se congregaban y se organizaban a un lado del Museo de Antropología de Chapultepec. Se agrupaban en relación al centro de estudios al que representaban. Respetuosos y conscientes de la trascendencia de su causa, entre ellos no existía ni diferencias ni rivalidad social. Sólo un pensamiento les dominaba: protestar ordenada y calladamente en contra de la despiadada represión de que eran objeto por parte de las autoridades de gobierno. Días antes, al concluir otra marcha de protesta, el propio Presidente de la República, justificaba la violenta represión oficial por el soez lenguaje que a voz en cuello agredían su investidura de Estado.
La respuesta no se hizo esperar. La lección de civismo estaba en marcha. La consigna era desfilar a lo largo de la avenida Reforma hasta el Zócalo, el corazón mismo del país, sin pronunciar palabra. La gran mayoría se puso un gran parche en la boca y los que no, apretaban los labios o se mordían la lengua. Lemas de protesta, demanda y denuncia se mostraban en grandes pancartas, carteles y volantes.
Pasadas de las cinco de la tarde se inició la admirable manifestación con paso firme. Entrelazados por sus brazos, desfilaban cientos, miles de filas de jóvenes, hombres y mujeres, con el gesto firme, el pecho henchido y la ilusión palpitando en el corazón. Unos dicen que eran más 200 mil, otros que rebasaban los 400 mil, los más que se acercaban a un millón.
Yo no sé cuántos eran. Lo que sí sé es que cuando la vanguardia alcanzaba el centro histórico del país, apenas salían del Museo de Antropología los últimos contingentes. Eran kilómetros y kilómetros de una juventud que avanzaba lento y despertaba la admiración de padres de familia, de trabajadores, de niños y ancianos que a lo largo de toda la avenida habían formado un gran valla humana. Inmortal muestra de fervor enmarcado en un espeso ambiente de camposanto.
El ejemplo cívico de esta cabal generación provocaba que, por instantes se quebrara el silencio. En ocasiones por las voces de aliento del pueblo, en otras por los aplausos con que eran premiados cuando la garganta se hacía un nudo y las lágrimas nublaban los ojos.
Contagiados por la determinación y el valor de esta juventud, la gente empezó a sumarse a su causa y caminar solidariamente hasta el Zócalo. El imponente silencio en ocasiones sólo admitía el sordo pisar de los zapatos.
En aquella época me desempeñaba como fotógrafo de prensa y a pesar de las gráficas logradas, decidí correr, adelantarme a la manifestación para subir al mirador de la Torre Latinoamericana, en aquella época el edifico más alto del país.
Mirar hacia abajo y presenciar la gigantesca columna humana me sobrecogió, pero lo que más me sacudió el aliento fue eso: el silencio que imperaba en el centro de la metrópoli. No se escuchaba nada. Ni el grito de un niño o el ladrido de un perro. El cotidiano tráfago citadino había enmudecido; ni el ronronear de un motor, ni los siseos de las hojas de los árboles, ni un claxonazo ni un reproche. Ese gigantesco silencio a medida que aumentaba la procesión se levantaba al cielo en inmensas oleadas, una tras otra, cual más impresionantes que me golpeaban el alma.
Pocas veces una cámara fotográfica me había temblado en mis manos. Ante la Marcha del Silencio, mis nervios me traicionaban y hacían que por instantes la emoción me poseyera sin control. Sentía como los potentes latidos del corazón rebotaban en mis sienes, secaba mi boca y agitaba la respiración.
En aquella atalaya, nunca fui testigo de tanto silencio multitudinario. Apenas tenía noción del espectáculo que estaba presenciando y que marcó un hito en la historia de nuestro país. Ignoro cuánto tiempo estuve allá, en la alturas. Sólo las brumas de la noche y el alegre y sonoro repiquetear las campanas de la Catedral que saludaban el arribo de la avanzada estudiantil me hizo reaccionar y dar rienda suelta a mis emociones. Entonces empecé a llorar. Mis lágrimas eran una mezcla de conmoción, tristeza y miedo.
En aquellos instantes triunfales de un ejemplar comportamiento cívico, sabía que la victoria sería pasajera. Tarde o temprano se iba a teñir de sangre.
En altas horas de la madrugada, las fuerzas del ejército se lanzaron inmisericordes contra las quijotescas brigadas de jóvenes voluntarios que decidieron hacer guardia en la gran explanada hasta no obtener una razonada contestación del gobierno. ¡Ay, cuánto inocente idealismo! El temible empuje de la tanquetas y la punta de la bayoneta fue la respuesta final..
En la Plaza Mayor otra vez se hizo el silencio...

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