Tuesday, November 27, 2007

LOS RECUERDOS ESCONDIDOS

LOS RECUERDOS ESCONDIDOS
Por José Dávila A.

Amanecí agotado, con una sensación de miedo, de duelo, de espíritu lastimado…
Las noches se presume que son para descansar después del tráfago del día. Sin embargo, la de ayer se transformó en un tornado plagado de recuerdos que me mantuvo inmerso en un marasmo que jamás alcanzó el sueño ni tampoco conciencia propia. Sencillamente me mantuvo en un somnífero letargo: como centinela de guardia a las puertas del cuartel.
Fueron largas, demasiadas horas por las que marchó un interminable desfile de evocaciones de toda índole: desde las gratificantes hasta las que muerden la conciencia; desde las jubilosas, sorpresivas, extrañas e increíblemente eslabonadas con las tristes, dramáticas y depresivas. Todas concatenadas en un endemoniado revoltijo.
Sí, esta mañana me levanté cansado, como si hubiera cargado sobre mi espalda una pesada losa por horas y horas. Una sensación extraña oprimía mi pecho. Un duchazo de agua fría y un reconfortante té de tila de nada sirvieron para despojar las reminiscencias que se habían exiliado en mi conciencia.
Como un zombi salí hacia mi trabajo. Ignoro cómo llegué y me comporté en la oficina. La cabeza la sentía pesada, invadida por nubarrones negros Era un autómata de cuerpo presente, pero sin alma; un difunto en vida. El pasado me había robado mi presente.
Una cadena de fogonazos se sucedía en maratónica sucesión. Una avalancha de imágenes se repetía sin concierto una y otra vez como un disco rayado. Parecía levitar en el espacio de un eclipse de sol. El misterio se refugiaba en la oscuridad de mi capacidad de comprensión.
Pesadilla de noche, pesadilla de día.
Vanos fueron los esfuerzos por concentrarme en mi diario quehacer, ante la tenaz insistencia de eventos que yo creía olvidados y otros inciertos, inexplicables. He de confesar que muchos de ellos eran de suyo desconcertantes, inexplicables. ¡Vaya que si el cerebro es una incógnita! Su capacidad de almacenamiento es infinita…
Ruinosas viviendas, juguetes mochos, días de guardar, calles desconocidas, retratos antiguos, una cuna vacía, el cañón de una pistola, descalichadas fachadas de escuelas, campanarios mudos, lamento de un chiquillo sin respuesta, patios de baldosas añejas lavadas a punta de cepillo, juegos infantiles en un hermoso jardín. Un capullo de velitas en el pastel de cumpleaños.
Una mujer descabezada… Caras angelicales, tenderetes de dulces y frutas, la bicicleta ajena que siempre envidie, un sobrecogedor coro de iglesia. Los ojos amorosos de la primera novia, maestras regañonas, la mano amiga en mi hombro, gente que jamás volví a ver, cohetones en el año nuevo, la mirada adusta del sacerdote. El limosnero harapiento con la sed en el cogote. El primer coche usado que compré. Niños sin rostros ni esperanzas. El locuaz vocerío en una plaza de toros. El amigo de verdad. Un cielo límpido. Caminos entrecruzados.
Y todo se sucedía, una y otra vez, como en un carrusel descompuesto.
Cargadores con los riñones molidos. Una casa solitaria con las ventanas abiertas. Entusiasta desfile de hombres y mujeres en las aceras; ropa al viento en las azoteas de edificios. Un autobús despeñado. Un apretón de manos. Las enmohecidas escaleras de un museo. Olor a incienso. Gritos, saludos, risas: ¿de quiénes?
El saludo adusto del presidente De Gaulle, amarillentos recortes de periódico, el escritorio de trabajo esperando por nadie. Un sapo viudo. Pañuelos blancos que se agitan en lo alto como una alegre bandada de palomas. El huérfano repiqueteo de un teléfono.
Manifestaciones multitudinarias, caras de ancianos sin esperanza; muertos, muchos muertos en torno mío; noche de matanza en Tlatelolco, placer a los pies de los volcanes nevados, alegría a los premios obtenidos en el quehacer periodístico, pánico a las bayonetas; el recién nacido rociado con agua de la pila bautismal, el hedor nauseabundo del manicomio.
Las ruinas chamuscadas de un cine de barrio, la boda en la iglesia, los viajes a regiones desconocidas, los hijos fingiendo dormir porque no hicieron la tarea escolar, imágenes de amigos que fueron desapareciendo lentamente, el mar calmo, velatorios silenciosos, el arribo del primer nieto, la presencia cautivadora de Marilyn Monroe, cirios apagados, el sutil ronroneo de mi gato favorito, la paz de un ocaso, por los aires el silencioso vuelo del cuervo y luego…luego la muerte de mi padre, mi hermano y por último, mi madre.
Estoy despierto, sí, pero deambulando por una calle buscando sin encontrar. Todos se han ido, hasta el gato…
Qué desconcertante vivir. Qué devastadora desolación. Qué día tan cruel. Qué anochecer tan infame.
Me sentía como un viejo árbol con las ramas vencidas y sin raíces.
En tal estado de ánimo, el discurso permanente de que hay que vivir con intensidad el presente sin mirar hacia atrás para forjar un mejor futuro, lo consideré una monumental mentira.
En estos momentos estaba convencido que el pasado te atrapa hasta la muerte…hasta convertirte en un efímero recuerdo.

Wednesday, November 14, 2007

CRÒNICA DE UNA DERROTA ANUNCIADA

CRÒNICA DE UNA DERROTA ANTICIPADA.

Por José Dávila Arellano.

Estaba cierto que iba librar una batalla a muerte con el enemigo. Un desigual combate intimidante por naturaleza.
Apenas amaneció y sentí el despertar de las mariposas en mi estómago, síntoma inequívoco de que iba a empezar a caminar por una zona minada y pantanosa. Tenía que desafiar la desesperante tramitologia burocrática. Sinceramente, para tan audaz decisión se requería de una singular y admirable dosis de valor.
Para ello, paciente, metódico, por largo tiempo fue ideando mi estrategia: la concepción de un escudo a prueba de engorrosas diligencias con base en una sublime paciencia. Tras de concluir un curso especial de “Aplicación del Estoicismo”, y leer el manual “¡No a la Violencia!”, me entregué a recopilar todos los documentos personales que consideré pertinente tomar en cuenta.
Cuando me convencí de estar listo para saltar de mi trinchera, desde temprana hora, con el pecho henchido de certeza, penetré en las oficinas del Instituto de Seguridad Social y Prevención de Salud y de Posibles Infecciones no Previstas en la Población, para integrarme al nuevo Programa de Actualización de la Administración de Derechohabientes y de Prestaciones Relacionadas con Pensiones y Jubilaciones.
En pocas palabras, iba a gestionar mi nueva credencial de pensionado y dar fe personal de ser quien soy a fin de conservar mi derecho a recibir el raquítico cheque mensual y fortalecer mi derecho de presumir que aún me encontraba vivo.
En primera instancia tenía que sacar una ficha que otorgaba la oportunidad de ostentarme ante el módulo de computación que expediría mi nueva credencial en cuestión de minutos, lo cual me haría sentir muy orgulloso de que la institución contaba con tecnología de punta.
El número que me correspondió fue el 28. En mi interior se fortaleció la esperanza de que en breve tiempo saliera muy orondo por la puerta principal, con la nueva mica en mi bolsillo. Sin embargo, transcurrieron cuatro largas horas para que me mostrara cara a cara con el temible burócrata: un símil de orangután de pocas pulgas.
Sin tomarse la molestia de saludar y menos aún de verme a la cara, abstraído en la pantalla del ordenador, habló seco, golpeado: “Documento de identificación, credencial de elector, pasaporte vigente, cartilla del Servicio Nacional Militar o cédula profesional”.
Tímido, sin poder ocultar mi nerviosismo y con un ligero temblor de manos, le mostré mi pasaporte. Rápido lo vio, después me echó un vistazo y concluyó cortante: “¡No me sirve!”
-¿Por qué? –pregunté incierto tras recalcar que era vigente-. Su rostro se endureció y advirtió con voz cavernosa: “La foto no corresponde; aquí está en color y la requiero en blanco y negro”.
-Pero si en las oficinas de Relaciones Exteriores toman la fotografía vía electrónica y a todo color. Ya viene impresa –respondí con razonable educación.
Sonriendo con malévolo desprecio, me indicó: “Allá es allá; aquí es aquí. Quiero la foto en blanco y negro porque no se decolora: ¿Me hago entender?”
En esos instantes todo cambió. La confianza me abandonó y el ambiente se tornó electrizante.
-¿Entonces..?
-¡Entonces qué! –retó intolerante y exigió a bocajarro: “¡Su credencial de elector!”
-Está…está…en trámite porque…porque me la robaron junto con mi cartera –confesé medroso.
-¡Excusas! ¡Siempre tienen excusas! –parloteó para sí mismo, regresando su atención a la pantalla de la computadora. Tras cinco segundos de eterno silencio, preguntó riguroso: “¡La cartilla del Servicio Militar!”
-¿La cartilla mili…? ¿Acaso está bromeando? -manifesté en un intento por reconquistar mi dignidad: “¿Tengo ochenta años de edad? –le informé- No soy un mozalbete de 18 años”.
-A mi no me grita… –observó con modulación de ultratumba.
Su amenazante advertencia me dejó mudo y huérfano de un vano instante de heroísmo.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió sin intercambiar palabra, hasta que con evidente desgano, sugirió: “A ver, su acta de nacimiento”
Se la proporcioné con un amargo sabor de boca.
-Esta es una copia. Necesito la original –agregó con sobrado fastidio, haciéndome sentir un estúpido. Sin embargo, sorprendido me escuché decir: “No tengo el original. Al calce de la hoja dice “copia fiel del original”.
Haciendo oídos sordos, viéndome de soslayo, enfatizó con un claro dejo revanchista: “¡Ne-ce-si-to el ori-gi-nal!”
-¡Para ello tendría que volar la ciudad de México! –protesté impotente.
-¡Pues vuele! Ese no es mí problema- reviró con descarado cinismo y dando el asunto por concluido, solicitó grosero: “Su comprobante de domicilio con antigüedad no mayor a tres meses”.
Le mostré el recibo telefónico de la casa de mi hijo Rafael, en donde vivo.
-Aquí dice que es de la señora Marcela Torres de Miranda.
-Si señor, es mi nuera.
-No sirve. Necesito uno comprobante con su nombre.
Entonces estallé. Sentí en mi interior un volcán a punto de hacer erupción, lo que significaría que cancelaría toda oportunidad de negociación. Así que me tragué la lava hirviendo y repliqué con la calma digna de un santo,
-En internet se informa claramente que no es requisito que el comprobante esté a nombre del solicitante, ni coincida con un recibo de agua, luz, predial, televisión de paga, estado de cuenta bancario, tarjeta de crédito o constancia expedida por el Gobernador, Presidente Municipal o Comisario Ejidal, así como telefónico ya sea de A&T, Avantel, Telmex, Maxtel o Maxcom.
-Usted lo ha dicho. Eso es en internet –comentó mordaz y con ojos de gorila hambriento-. Aquí no es internet. ¡Estoy yo! Todavía no lo ha entendido, ¿verdad?
En ese instante en mi mente surgiò como un relámpago, un sólo deseo: “¡Trágame tierra!”
-A ver, por último, dónde está su clave única de registro de población aún con vida –requirió con urgencia.
-Eso no está previsto en internet.
Imperó otro mutismo nada prometedor. Obviamente era de naturaleza mortal.
-Creo que usted no ha entendido nada, de nada –recalcó autoritario- Acabemos de una buena vez: ¿Acaso trae su cartilla de salud y citas médicas, con las hojas blancas, -no las negras ni las violetas ni la rosas-, con su número de seguridad actualizada y autorizada por el director de la clínica, su doctor familiar, el supervisor, la enfermera y forrada en plástico para que se mantenga en buen estado?
-Si…-dije titubeante, al tiempo que la depositaba en sus manos.
Su mirada asesina de toda una vida en el manejo de papeles me fulminó y virulento, comentó irónico: “¡Vaya hombre, por fin trae un comprobante válido! Sinceramente le felicito. ¡Ahora váyase a conseguir todo lo que le falta!”
Cortante, sin medir otra palabra, retornó su atención al ordenador al tiempo que ordenó: “¡El siguiente!”
Quien guardaba turno atrás mío, ya se había orinado en los pantalones.