Saturday, December 20, 2008

TESTIMONIO DE AMOR

TESTIMONIO DE AMOR

Por José Dávila A.



Había rebasado los sesenta años de edad, cuando murió mi madre tras una larga y penosa agonía. De ella heredé una pequeña caja de madera.

Al observarla, caí en cuenta que la había hecho en el taller de carpintería de la escuela secundaria; la tapa seguía chueca del lado derecho. El reencuentro, me sorprendió; me había olvidado de ella desde el mismo día en que la llevé a casa, es decir, 50 años atrás. Mi madre le había guardado toda la vida.

Con timidez la abrí y en el interior encontré un increíble bagaje de recuerdos. Descubrí retratos de familia que no conocía: la imagen de mi padre cuando soltero; un joven apuesto, elegante, seguro de sí. Siempre de sombrero, sentado en la mecedora preferida, parado en la puerta de la casa, y sonriente, recargado en la portezuela de un flamante "forcito"; en el reverso, la declaración de amor a la mujer amada.

Ella, apenas una jovencita, con el pelo ensortijado y una radiante sonrisa, posando alegre en un jardín, en una calle. Luego, la estampa color sepia de la boda. Tiempos de guerra cristera, tiempos de asedio y muerte, tiempos de matrimonios clandestinos. La novia, solemne, sentada con vestido blanco y gladiolos en las manos; el novio, parado, recto, de sobrio traje negro y corbata de moño. Al fondo pesados cortinajes.

Después, fotografías del orgulloso padre con el primogénito recién nacido; meciéndolo en la cuna, cargándolo y vistiéndolo amorosamente. Otras más; el hijo con pantalón corto o blanco traje de marinero. También yo -¿seis años de edad?–, en un balneario público. Entreverada, una carta fechada en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, el seis de febrero de l913; el color amarillento denunciaba la vejez. De la relatoría apenas legible, descifré el párrafo final: “Tengo el honor mi Teniente Coronel de hacer a usted presentes mi subordinación y respeto. Libertad y Constitución. El Mayor Juez Instructor: Eliseo Arellano.”

Entonces lo adiviné: la firma correspondía al hombre que fue pasado por las armas zapatistas. Cuando niño, así lo escuché de boca de las tías. Eliseo Arellano era mi abuelo. ¡Por fin sabía el nombre! Un soldado orgulloso de su militancia que combatió en la revolución. ¿Y la abuela, cómo se llamaba? No hallé posterior relación. ¿Por qué nunca habló mi madre de ellos? Jamás lo sabría...

A estas alturas, sentimientos diversos empezaron a sacudirme el alma. Otro paquete. Retratos míos de escolar y de adolescente; de estudiante y de conscripto con casco de guerra y fusil en bandolera. También de mi primer trabajo en el aeropuerto y la primera novia; de mi casamiento y luego mis hijos. Además, un atado con listón rojo con cartas y postales que, cuando viajero, siempre le escribía.

En la cajita, la primera pipa con la que jugué de mozalbete a ser hombre. La cazoleta guardaba un papelito bien doblado; lo extraje, lo desdoble y me encontré un diente de leche con un mensaje escrito: “Segundo diente de mi hijo; el primero se lo tragó”. Junto a la pipa, un puro reseco: “Este me lo regalaste al nacer tu segundo hijo”. A un lado, en una bolsita de franela, mi primer encendedor “Ronson” de gas con las iníciales grabadas.

¡Demonios! ¿Cómo es posible todo esto?, me preguntaba admirado al revivir aquellos vanos desplantes en donde, rápido, era el primero en sacar el encendedor para presumir y prender los cigarrillos de los amigos. Recriminándome me regalé una pequeña sonrisa de justificación.

Después siguió un mechón de pelo: “De tu segunda visita a la peluquería”. Mi primer reloj, el de carátula negra. Dos sobres del sueldo quincenal que siempre entregaba a mi madre sin abrir. ¡No puedo creerlo!, exclamé al encontrar una bolsita con canicas “que debes de repartir entre tus hijos y sobrinos.” ¡Eran mis tiritos preferidos! “Agüitas” y “ponches” multicolores con los que jugué y aposté muchas veces. ¡Dios mío! No es verdad, no puede serlo, me repetía aturdido.

Igualmente, con emoción, tropecé con el escudo de la Secundaria, la "U" de la Universidad, y la “M” de Medicina que llevaba en el suéter azul y oro; adjunto otro recado: “Las canijas y ociosas polillas se comieron los estambres. ¿Los recuerdas? De todos modos conserva estas chacharitas que me hacían tan feliz”. Ahí también se empalmaban las boletas de calificaciones de primaria, de secundaria; las credenciales de la preparatoria, la escarapela que llevaba en la cuartelera de conscripto; un peso de plata “el cual te dejo porque cada día subirá de valor; ya no circulará. Deseo que lo guardes y a su tiempo lo heredes a tus hijos, como un recuerdo mío”.

Mi confusión creció al toparme con los primeros regalitos que le obsequiaba en el Día de las Madres. Olían a tiempo ido. Un corazón pirograbado en madera, una minúscula talega de percal con flores bordadas, las tarjetas dedicadas el 10 de Mayo, y algunas cartas que les escribí a los Reyes Magos.

Los recuerdos me golpeaban; desordenadas imágenes se arremolinaban y lastimaban mi alma de niño. ¡Qué años aquellos!

En la caja mágica, delicadamente envuelto, se agregaba el misal de la primera comunión y las estampitas conmemorativas que se acostumbraban regalar. Seguía un paquetito del que se escaparon unas migajas: “Aquí dejo un pan bendito que conservó tu papá, como símbolo del pan diario que da el trabajo honrado; yo sé que nunca faltará en tu hogar”.

Con manos temblorosas, pasé lista a dos boletos de autobús de la línea “Estrella de Oro” con destino al puerto de Acapulco: Noviembre de 1955; sobre una ajada tarjeta–Amueblados Silva: cuartos ventilados, ambiente familiar y precios módicos –un apunte: “Recuerdo de los siete días más maravillosos de mi triste vida y que nunca agradeceré lo bastante a mi hijo por la enorme felicidad que me proporcionó”.

Al seguir hurgando, el corazón me dio un brinco al ver un pequeño y mutilado soldado de pasta, heroico sobreviviente de las batallas infantiles. Un aviso atado a la única pierna sana, rezaba:

“Hijo mío: este no es un sólo recuerdo de tu niñez, de tu padre y una época tan bella como es la Navidad. Es también un símbolo. Observarlo: le falta un brazo, una pierna. En el rostro parece haber un gesto de dolor, y, sin embargo, sigue adelante en la lucha con valentía y determinación. No olvides que son los defectos del alma y los del carácter, los que hacen amarga y difícil la existencia. Espero que tú tengas igual entereza para la dura batalla de la vida. Conserva este soldadito y cuando estén tus hijos en edad de comprender, explícales lo que representa. Tu madre que te adora”.

En ese momento, se me trompicaron las dudas. Por vez primera me cuestioné: “¿Acaso tuve la capacidad de transmitir a mis hijos tan vital enseñanza?”

Enseguida liberé otra saquito, ahora de terciopelo negro; contenía los fistoles, prendedores y camafeos que le había regalado en el transcurrir del tiempo. El asombro aumentó al encontrar en un sobre de papel celofán, los restos de unos pétalos de flores que todavía conservaban delicado aroma: “En mi cincuenta aniversario, ¡fueron las flores más bellas que jamás me diste!”

Las evocaciones que experimentaba empezaron a minar mi ánimo; estaba flaqueando y, terco, contenía el llanto. Cuando vacié todos los objetos, en el fondo se escondía el mensaje póstumo, la despedida final que ella había escrito diez años atrás, cuando ya le pedía a Dios morirse.

“Hijo: nunca te repetiré bastante que estoy orgullosa de ti y que me hiciste muy feliz. Que no me diste penas y sí muchas satisfacciones por tu conducta derecha, por tu cariño y respeto hacia mí y que, desde lo más profundo de mí ser rezo porque tengas la felicidad que mereces. Debes saber que hasta el último momento te cubro de bendiciones. Un beso final en el que va para ti todo mi corazón y todo el amor que desde que naciste te entregué. Adiós amado hijo, mi siempre amado hijo”.

A lo largo de hallazgos tan imprevistos, la imagen de mi madre había crecido y crecido. Ahora cobraba una dimensión infinita; emociones encontradas me oprimían el aliento. Un nudo en la garganta ahogó un sollozo; me sentía aplastado, doblado bajo el peso de tan abrumador testimonio de amor.

De la profundidad de tantos desgarramientos y añoranzas, me rescató la voz de mi nieta María Elisa, quien al verle con semblante tan triste, me preguntó:

– ¿Abuelo, por qué de pronto te hiciste viejito?

No supe que contestar.

Sin embargo, ella dio pronta respuesta:

–Por la vida, ¿verdad abuelo?

–Si hija, por la vida…

Después la abracé acunándola en mi pecho y empecé a llorar.

Tuesday, December 16, 2008

EL SUICIDIO

EL SUICIDIO
Por José Dávila A.

En vísperas de Navidad del año pasado, lo conocí cuando era un joven de 16 años de edad; sano, estudioso, inteligente y prometedor. Se llamaba David, y digo que se llamaba, porque ayer se suicidó.
Su habitación, como siempre, lucía inmaculadamente arreglada. Se había vestido con su mejor ropa. La que usaba exclusivamente para ocasiones especiales: el único traje que tenía, su camisa blanca, corbata roja, calcetines azules y zapatos nuevos.
Se ahorcó en su recámara. Su madre, extrañada de que no se presentaba a desayunar, intuyó que algo andaba mal. Su corazón se lo decía y le latía cada vez más fuerte en la medida que se acercaba a la puerta del cuarto de su hijo. Cuando la abrió, se encontró a David colgando de una viga; le había anudado una sábana que después la enrolló en su cuello.
No existía mensaje de despedida. Sólo privaba el silencio…
Uno de sus inseparables amigos, al conocer la fatal noticia, comentó: “A David la vida lo arrolló sin piedad”.
La noticia de su fallecimiento me causó gran conmoción. Sus familiares y más cercanos allegados, no podían entender las causas que le llevaron a tan fatal decisión, porque estaban muy ajenos a su devenir. Era indudable que su muerte se derivó de una acción desesperada.
La actual sociedad, cada vez más individualista, exigente y selectiva, demanda de la juventud en ciernes responsabilidades tempranas difíciles de resolver, y se muestra indiferente al hecho de que las oportunidades de desarrollo humano en un ambiente descarnadamente competitivo, sean en extremo limitadas.
David se encontró en una difícil coyuntura: para poder aspirar a una carrera profesional, también tenía que trabajar. En ocasiones doblar turno. Su padre así se lo demandó. “O estudias o trabajas; en esta casa cada quien consigue su propio pan”. Sumiso, aceptó. Con tropezones, prosiguió sus estudios, pero le fue muy difícil encontrar un trabajo relacionado con su aprendizaje y por ende remunerativo.
Y se inició el vía crucis…
Las instancias académicas no le apoyaron para otorgarle una beca. Las fuentes de empleo que se identificaban con sus conocimientos, estaban saturadas. El día se le agotaba en largas horas de espera a las puertas de la gerencia de contratación de una empresa, una fábrica, una tienda o en el consabido “vuelva mañana”. El único resquicio de escape eran tareas de suplente de mozo, barrendero de ocasión y con un poco de suerte, lavaplatos nocturno. Por supuesto, las condiciones económicas eran paupérrimas.
Resignado, aceptó el papel que la vida le asignó: aceptó actividades relacionadas con la prostitución y se inició en el consumo de alcohol y drogas. El siguiente paso fue convertirse en un “chico banda”. El clan de “Los Inmortales” lo reclutó, y como novicio le obligaron a cometer bajezas que atentaban contra su dignidad. Consciente de ello, al encontrarse sin futuro, fue presa de una profunda depresión.
En su hogar, la familia estaba muy ocupada en sus menesteres para preocuparse por él. Así lo imponían los tiempos modernos. Ganarse la vida no era fácil.
David, no soportó más. Con sentimientos encontrados de impotencia y frustración, decidió abandonar este mundo. Y lo hizo con sangre fría; se negó a ser soldado de lo desconocido.
Cuando su madre lo descubrió como un péndulo de reloj viejo, no comprendió los motivos por las cuales David se había fugado por “la puerta falsa”. Entonces le lloró por vez primera en su vida, lamentando que su hijo era un muchacho exitoso con un gran futuro por delante.
Desconocía que el suicidio es la tercera causa de muerte entre la juventud mexicana.

Wednesday, December 10, 2008

FIN DE AÑO

FIN DE AÑO

Por Josè Dàvila A


-Apenas nacía diciembre, mi padre iba a comprar el árbol de Navidad. A su lado, mi hermano Raúl y yo. Íbamos felices. Era el anuncio previo a la época de los sueños y fantasías infantiles; se acercaban los días de escribir cartas a Santa Clos y a los Reyes Magos; sus imágenes cobraban nueva dimensión. Se acercaban, pues, las posadas y las piñatas; las velas, los cánticos y los rezos; se empezaba a oler a ponche, a tejocote, a lima y mandarina. Sí, se acercaban los días en que nuestros padres se iban a hablar otra vez, tras un año más de impactante silencio”.

Así recordaba mis ayeres.

-¿Cómo no íbamos a estar contentos si en la cena de Nochebuena ellos iniciaban el titubeante diálogo que concluía al amanecer del año nuevo? Cierto; se avecinaban días de perdonar. Qué irónico ¿no? Sí, se perdonaban. Él creía perdonar más. Si la hubiese dejado, mi madre le hubiera hablado todos los días de su existencia. No obstante, el guión tenía por mandato sólo una semana de parlamento al año. Una semana en donde se acababa el “dile a tu madre esto o el dile a tu padre esto otro”. ¿Saben? ¡Cuánto trabajo le costaba a mi papá romper el mutismo! Y nosotros pensábamos: “¡Ay, si todo el año fuera Navidad!”

‘Todo empezaba con la compra del árbol. Con la emoción contenida, siempre al anochecer, mi hermano y yo, acompañábamos sus pasos al mercado de la Lagunilla. En un solar de las calles de Allende, se apretujaban los arbolitos, qué digo, ¡los pinos! Así eran de grandes. Enormes, con su tupido y enorme follaje elevándose al cielo. ¿Cómo olvidar su olor que invadía todos los rincones de la casa, tornándola cálida y promisoria? ¿Cómo olvidar aquellos momentos en que por nuestras mentes ya soplaban vientos de vacilación sobre los juguetes a pedir en nuestras cartas?”

-Los dos contábamos el paso de los días aferrados a la esperanza de la reconciliación de mamá y papá antes de lo establecido. ¿Será hoy? ¿Acaso mañana? ¿La próxima semana? Era inútil anticipar lo ya programado. Por las noches, cuando mi padre regresaba del trabajo, no descubríamos en su cara señal alguna: siempre adusto, al igual que a lo largo de todo el año.

-Tiempo después sabría que no hay grandes razones para que reine el silencio. La de mi familia tampoco fue una gran razón- Al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio > paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la > indiferencia acompañada del silencio

¿La razón del distanciamiento? Tiempo después lo sabría: al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la indiferencia acompañada del silencio.

-Recuerdo que el día 24, todo era movimiento y nerviosidad Mi mamá se pasaba el día en la cocina preparando una sabrosa cena y nosotros corriendo al mercado a comprar los olvidos. Felices íbamos y veníamos; la emoción nos aceleraba el corazón.

Sabíamos que papá ahora llegaría con semblante sereno y cargando una botella de vino tinto y dos de sidra, mientras por la casa ya corrían los olores de la sopa de coles, de los romeritos, el pollo asado, las papas fritas, y la ensalada de Nochebuena. Que luego se bañaría y vestiría el traje dominguero, en tanto mi madre se daría tiempo de arreglarse con discreción.

Que iríamos a la iglesia a dar gracias y regresaríamos sin pronunciar palabra. Que, con la incertidumbre golpeándonos el pecho, nos sentaríamos a la mesa ya dispuesta. Raúl y yo en cada una de las cabeceras y ellos en medio, frente a frente. ¿Sería ahora? Turbados empezaban a pronunciar monosílabos: “Buenas noches”, decía mi papá. “Buenas noches”, decía mi mamá. “Felicidades a todos”, deseaba mi papá. “Sí, felicidades a todos...”, deseaba mi mamá, siempre con la mirada fija en el mantel”.

-En silencio, mi hermano buscaba mis ojos y yo los suyos. Eran optimistas mensajes cifrados. Así compartíamos el goce que nos invadía. Por ello, mucho nos cuidábamos de llamar la atención. No decíamos nada, no hacíamos ruido, sólo los mirábamos.

“¿Brindamos?” –proponía mi papá. “Si...”, aceptaba mi mamá. “¿Un vaso de sidra?”, ofrecía mi papá. “Sí, como tú quieras...”, asentía mi mamá. Con mano firme mi padre aflojaba el corcho de la botella hasta dejarlo listo para salir disparado. Cuando el estallido se producía, todos reíamos y él servía. Pronto se levantaba; miraba a mi madre y luego a nosotros. Alzaba su vaso y nos deseaba felicidad. “¡Feliz Navidad!”, le respondíamos en coro. Entonces, por fin... ¡por fin sonreían los dos!”.

En el transcurso de la semana la conversación no progresaba demasiado, pero tan poco decaía. En ocasiones todos acudíamos al cine, a pasear al Zócalo o a la Alameda. Eran alborozados días en los cuales el enojo se exiliaba del vínculo conyugal. En las caminatas disfrutaban de los algodones de azúcar, de las castañas asadas, de los buñuelos y el atole de fresa.
La cena de año nuevo, era calca de la anterior. No variaba el protocolo y no variaban los platillos. Pese a los abrazos emocionados y amorosos acompañando las doce campanadas, sabíamos que el ensueño agonizaba. Al concluir la velada, así como se apagaba la última vela del árbol, así se apagaba la voz de nuestros padres…

Friday, November 28, 2008

!YO SOY YO!

¡YO SOY YO!
Por José Dávila Arellano.

Soy el centro de la tierra. Soy el sol que la ilumina y la galaxia que la cobija. ¿Por qué...? ¡Porque yo soy yo!
Así pensó Pablo desde el mismo instante en que fortuitamente admiró su cuerpo desnudo frente un espejo. En aquel momento, pese a su naciente juventud, se percató que era bello, sensual, inteligente y carismático. Entonces se enamoró de sí mismo y se dedicó a cultivar su físico y alimentar el ego.
Su narcisismo crecía día a día y llegó a una conclusión: conocedor de la idiosincrasia enfermiza del pueblo que suele rendir pleitesía a quien ostenta nombre de nobleza y no de la plebe, decidió cambiar su nombre de Pablo Hernández por el de Paolo Varese Ascoli de Calabria.
Su inesperada presentación ante los círculos de la alta sociedad, la envolvió en un halo de misterio, (jamás reveló su país de origen), aunque se asumía que sería italiano de buena sepa. La incógnita que suscitaba su presencia en el país, hacía suponer que deseaba realizar grandes inversiones en desconocidos proyectos a nivel internacional.
Así pues se le tendió la alfombra roja de acceso al círculo financiero.
Con el diario trabajo en el gimnasio para impactar con su físico a damas prominentes que le facilitaran sus propósitos y una buena dosis de audacia para cautivar a sus semejantes, Ascoli de Calabria pronto se doctoró en un estafador de la amistad, en un defraudador de la confianza y en un oportunista de la buena voluntad de su prójimo. Pronto conquistó a lo más granado de la gente de negocios, amasando una buena fortuna con base en inversiones para la instauración de empresas fantasmas.
Sus maquinaciones eran perfectamente analizadas y puestas en marcha con la seguridad de que en los negocios que había elucubrado, quedaría libre de culpa en caso de bancarrota. Los inversionistas se quedaban bolsillos al revés. Nunca hallaron una argumentación válida para demandarlo. Tan sólo encontraban resignación ante los desfalcos sufridos.
Sin embargo, se dice que “el que la hace…la paga”. Paolo, en una cena conoció a una deslumbrante mujer. Sin duda era la diosa de sus sueños. Hermosa, esbelta, curvilínea, provocativamente erótica, alegre y pícara, quizá demasiado pícara. Bastaron unos segundos para enamorarse de ella e iniciar un pertinaz acoso a fin de conquistarla. Ella, de nombre Elena, se resistía. Sin embargo, finalmente sucumbió a la tentación: accedió casarse, previa firma de un contrato prenupcial en el cual Paolo le legaba toda su fortuna.
Sin miramientos ambos firmaron y dos días después se matrimoniaron. Tras un fastuoso banquete para más de 300 invitados, al fin se consumó la anhelada noche nupcial.
A la mañana siguiente Varese se despertó más que satisfecho. Convencido de que era un conquistador, un adonis sin remedio, giró para abrazar a la mujer amada y sólo encontró un montón de sábanas coronado con una carta que a la letra decía:
“Querido Pedro:
Los tiempos cambian y me he tornado en toda una mujer. Agradezco tu generosa donación económica. No me llamo Elena, sino Petronila Sánchez Gutiérrez, la “mocosita” del barrio del “Tecolote” en donde vivíamos cuando éramos pobres y que desfloraste con violencia una noche en el oscuro callejón de los “Suspiros”. Con rencor, siempre tuya. Petris”.
P: D: “Yo soy yo…”

Friday, November 14, 2008

lLA CRISIS

LA CRISIS
Por José Dávila A.
Esther, mujer bien casada con cinco hijos. Discreta, sencilla, atenta. Madre ejemplar, recatada y servicial.
Eduardo esposo, responsable, hombre de negocios cuyas inversiones siempre se columpiaban en la cuerda floja de la Bolsa de Valores. Sin embargo poseedor de una visión envidiable, gustaba de correr riesgos y terminaba ganando lo necesario para disfrutar de una vida sin sobresaltos.
Paseos dominicales, fiestas de cumpleaños, aniversarios de bodas, escapadas a la playa y festivas celebraciones de navidad y fin de año. Todo era paz y concordia.
Tiempos estables, tranquilos. Sin nubarrones en el horizonte. Eran días que se vivían sin miedo. Sin embargo, de pronto Eduardo desapareció de la faz de la tierra. Se diría que se lo tragó la nada, porque a nada se concluyó su búsqueda. Simplemente, se evaporó.
A la par, empezó a despertar la carestía, el desempleo, la inseguridad, la especulación. Los ricos se volvían más ricos y los pobres más pobres. La clase media quedó aplastada entre ambos. Difícil se tornó la existencia de Esther. Ella era ama de casa y consciente de la responsabilidad que tenía de mantener a sus hijos, no se amilanó. Desnudó ese temple de acero que poseen las mujeres para encarar la adversidad y que en ocasiones se extravía en la capacidad de los hombres.
Sin dudar se lanzó a buscar trabajo. Había concluido sus estudios en Economía y no le fue fácil encontrar una ocupación que marchara a la par de sus conocimientos. Las puertas a las que tocó jamás se abrieron. Las empresas desocupaban trabajadores eventuales y escasos consorcios que llegaban a ofertar algunas plazas de medio pelo. Por supuesto. los aspirantes se disputaban la oportunidad doblegando su orgullo y dignidad: abogados, arquitectos, licenciados, médicos, ingenieros, maestros o burócratas, se convirtieron en choferes particulares, veladores, policías, ayudantes de oficina, taxistas, empleados de oficina, mensajeros o vendedores de puerta en puerta.
Ante este panorama, para Esther se convirtió en un desafío encontrar una ocupación. Estaba desesperada y los escasos ahorros que había logrado reunir, se esfumaban en el mantenimiento de sus críos. La falta de dinero la obligó a abandonar el confortable departamento en que vivía, para alquilar una vivienda de barrio bravo. Las avenidas pavimentadas y arboladas, se transformaron en callejuelas de tierra en donde la pestilencia era el común denominador: abandono, inmundicia, basura, excremento, cacharros viejos, perros famélicos y sarnosos, vagabundos sin rumbo y temibles pandillas de rufianes.
Sin embargo, ella podría soportarlo todo, menos que agredieran a sus hijos y los hombres la trataran como a una prostituta. Entonces aprendió a defenderse sacando las uñas. Sin rubor alguno se enfrentó al vecindario adoptando el mismo lenguaje soez y amenazó con apalear a quien se atreviera a tocar su familia.
Larga fue la lista de trabajos temporales que se vio obligada a aceptar: desde sirvienta hasta tareas de limpieza de baños, pisos y caños. Concluidas las tareas regresaba con la angustia a flor de boca para encontrar a sus hijos sanos y salvos encerrados en la casa. Para los chiquillos era como vivir en una cárcel. Pronto ella lo comprendió; no podía aceptar arrebatarles su libertad. Para cuidar de ellos decidió que tenía que encontrar una labor a realizar en su hogar. Pronto lo solventó: lavar ropa ajena.
Así, mañana, tarde y noche se la pasaba fregando en el lavadero sábanas, camisas, calzones, calcetines, pantalones, camisetas, fundas, playeras y faldas. Día tras día, mes tras mes, año tras año. Manos desolladas, pies ampollados… y cada vez ganaba menos dinero. Aguantando el dolor de espalda y riñones redobló el esfuerzo. A través del tiempo sus fuerzas fueron menguando, hasta que un día se cimbró, se aferró al lavadero, se negaba a caer. Tenía que entregar la ropa encargada, para llevar el magro alimento a sus hijos Sin embargo, se desplomó.
Cuando los vecinos conocieron de su muerte, concluyeron que era culpa de la crisis…

Monday, November 03, 2008

LA MUJER IDEAL

LA MUJER IDEAL
Por José Dávila A.

Conoció a muchas mujeres, pero ninguna como ella…
A lo largo de su vida amorosa, cuando creía haber encontrado la mujer anhelada, al final se quedaba con el corazón desolado.
La historia ya la conocía: la atracción mutua, las sonrisas provocativas, los primeros paseos, las primeras cenas, los primeros besos, el apasionamiento tempranero que hacía de la relación sexual un estallido de emociones encontradas. Después, el tiempo hacia su labor: lentamente desnudaba la realidad y las máscaras se iban desvaneciendo y con ella los sentimientos mutuos.
Entonces se abría la puerta de las exigencias, de los disgustos, de los rechazos y sobre todo la negativa al matrimonio.
Tal era la prueba de fuego que rehuían ambos, ellas que buscaban la seguridad de un techo y la dependencia moral y material de la pareja; él, la comodidad de una compañía que complaciera sus expectativas sin mayores complicaciones.
La historia se repetía una y otra vez. A medida que se conocían, el fuego ardiente que los había unido se convertía en cenizas y afloraban más los defectos que los aciertos. Se terminaba con el consabido adiós.
De nueva cuenta no había futuro. Y no era precisamente que temiera la determinación de unir su vida con la novia en turno. El fracaso de su primer y único matrimonio en donde se entregó incondicionalmente en cuerpo y alma, culminó en un inesperado divorcio por parte de la mujer que amaba cuando ella le confesó haberse enamorado de otro hombre.
Este golpe decapitó su confianza y ahora se manejaba con tiento en la búsqueda de la mujer ideal, sincera y honesta.
Cuando decidió que era inútil insistir en encontrar su alma gemela y se acostumbraba a poseer y ser desposeído, se encontró con una mujercita frágil y sencilla de origen japonés. Ella no era bella ni tampoco tenía un cuerpo sensual. Sin embargo, se conducía con admirable sencillez y honestidad. Se entregó a él incondicionalmente. Su franqueza le hizo bajar la guardia y empezó a amarla día a día, hasta enamorarse totalmente de ella.
Por su parte, la mujercita se mostraba feliz. No estaba acostumbrada a recibir las atenciones de un caballero. En su tierra natal el hombre era en verdad un macho por naturaleza propia. Así nacía, así lo educaban y así se conducía; mandón, déspota, egoísta, caprichoso, burlón y para rematar violento.
De esta manera, con la delicadeza con que él la amaba y la pasión que encendía en ella, se forjó una pareja indisoluble. Se unieron sin condiciones ni temores. Simplemente se amaban. Él se sentía el hombre más feliz del mundo y ella creí a habitar en un mundo que no le correspondía. Quienes les conocían sentían envidia de una relación tan real y honesta. Los amigos de él no se cansaban de decirle lo afortunado que era ,y ella no requería de que le convencieran de haber encontrado al hombre ideal.
Sin embargo, se dice que la felicidad es inquilino de paso. Y así fue. Ella empezó a languidecer, pese a los esfuerzos que hacía por complacer al hombre amado. Se había enterado que tenía cáncer y que empezaba a invadirle todo el cuerpo. Sin embargo, no se inmutó. Sin mostrar asomo de dolor ,cada hora, cada minuto, cada segundo, lo vivía con gran intensidad en compañía a del hombre que jamás soñó tener.
Él jamás se enteró de que la vida de la mujer amada se escapaba.
Ni una palabra, ni una queja por parte de ella. No deseaba ensombrecer los últimos días de su vida. Así se mantuvo leal y amorosa, alegre y comprensiva, sin olvidar esa cautivadora sonrisa que no desapareció jamás de su rostro hasta el último respiro de su vida.

Thursday, October 30, 2008

EL CERRO PELÓN

EL CERRO PELÓN

Poe José Dávila A.

El abuelo Matías, patriarca del pueblo “Los Encinos”, sentenció: “Fue un diluvio despiadado como el del año del señor San Francisco en 1897. Igual de endiablado el maldito, Parecía enfermo de corajina que deseaba acabar con todo…y así lo hizo”.
Antes del desastre, en las boscosas faldas del “Cerro Pelón” había florecido una industriosa comunidad que dependía de tres aserraderos para su subsistencia. A lo largo de cada nuevo día no se paraba de talar árboles y los retoños, como por obra de magia, volvían a renacer y en pocos tiempo alcanzaban otra su vez su enorme estatura.
Los primeros leñadores que se asentaron en sus bosques, pronto descubrieron tan increíble prodigio Lo consideraban un don que el cielo les regalaba y todos los domingos le daban gracias al Altísimo
Era un fenómeno inusual para el cual no existía respuesta. Sin embargo, si el monte era tan pródigo ¿por qué fue bautizado como el “Cerro Pelón? La razón era muy sencilla. Su cima estaba tan rasurada como la cabeza de un monje. Era el páramo en donde no crecía asomo de vida. Contradicciones de la madre natura.
El milagro pronto se difundió y los caseríos desperdigados en la región quedaron abandonados, convirtiéndose en pueblos fantasmas. Quienes moraban en ellos emigraron a la montaña en busca de fortuna, convirtiéndose en una plaga que tiraba árboles por doquier.
Ante la diaria peregrinación de hombres hambrientos de abandonar la pobreza, quienes fueron los primeros en arraigarse llegaron a la conclusión que debían evitar que la muchedumbre terminara por colmar hasta la más pequeña brecha. Por lo tanto se formó un consejo de leñadores que organizaron brigadas armadas para impedir el arribo de nuevos colonizadores que amenazaban con acabar con la abundancia que brindaban los generosos bosques.
Dueños de un tesoro sin igual, no deseaban compartir la fortuna con la que habían topado. De esta manera, se aserraba por secciones seleccionadas y diariamente salían al mercado carretadas de grandes tablones.
La tala se procedía hacerla en redondo de la montaña. Al concluir el círculo, ya crecían los nuevos arbustos que pronto se convertirían en adultos aptos para el filo de las hachas. Así pues, la madera nunca se acababa, convirtiéndose en una infinita fuente de riqueza.

Sin embargo, la naturaleza no estaba de acuerdo; su presencia era para que todo mundo la disfrutara y no se convirtiera en rehén de un puñado de colonizadores. De esta manera, empezó a regatear sus dones. Los árboles que eran talados indiscriminadamente ya no volvían a renacer. La desaparición de lo que se consideraba un milagro, no fue obstáculo por el afán de enriquecimiento que nublaba la razón e impulsaba al hombre para proseguir devastando los bosques.
Pronto recibiría un inesperado castigo.
Fue una noche tormentosa de las que ya no se tenían recuerdo…Llovió sin conceder descanso. .El cielo estaba furioso y liberaba su cólera. Un chaparrón azotaba al Cerro Pelón La población, con el miedo en el alma, aguantaba en sus casas. Entonces no valía plegaria que existiera.
-La verdad no tuvo misericordia de Dios -advirtió el viejo Matías, al tiempo que con los dedos de su mano derecha hacía la señal de la cruz y se santiguaba empezando por la frente y proseguía en orden descendente por la nariz, ambos lados de la boca, la barbilla y finalmente el pecho.
-.Implacable el temporal, sí señor, como el diluvio universal. Llueve que llueve que no se veía para arriba. Entonces empezó todo: se hizo un silencio mortal y la montaña empezó a temblar. Después, despacio, sin asomo de prisa, lentamente se fue hundiendo como si se la tragara un pantano, arrastrando consigo casas y colonos. No existía salvación para nadie. No había por dónde escapar.
El anciano hizo una pausa y después con el temblor en la boca, expresó: “Fue horrible, señor. La montaña se hundía despacio como si no tuviera prisa y alargara la agonía de quienes no supieron compartir su patrimonio. Por dondequiera se escuchan lamentos de terror y suplica, En tanto, el Cerró Pelón prosiguió hundiéndose hasta desaparecer de la faz de la tierra, dejando tras de sí un tenebroso aullido de agonía. Entonces dejó de llover…
Al siguiente amanecer no se encontró ni huella de él. Sólo una desolada llanura en donde no crecía una sola planta.
-¿Qué cómo me salvé de morir sepultado? Ay, señor; acaso no me ve: soy tan viejo que ya no puedo levantar ni pico ni hacha. ¿Entonces para qué subirme al Cerro Pelón?

Wednesday, October 29, 2008

VIEJOS AMIGOS

VIEJOS AMIGOS

Por José Dávila A.

En la vida es difícil hacer nuevos amigos, pero es más difícil hacer viejos amigos…
Tal razonaba con cierta nostalgia Nicandro Pompeyo Abad, hombre entrado en años y por años emparentado con las quejumbres. La soledad que diariamente se había convertido en su amiga íntima, se lamentaba de que su “señor” se sintiera inútil y desamparado.
Como testigo mudo de su aislamiento era el teléfono que padecía de mutismo crónico. Rara era la ocasión en que despertaba su timbre y el repicar hacia pegar un salto de alegría a Nicandro con la esperanza encendida de escuchar la voz familiar o de un amigo, sea nuevo o viejo.
Sin embargo, la llamada no era para platicar o saber de él, para indagar su salud o conocer de su diario devenir. Se trataba de una voz impersonal que preguntaba por un tal Nicandro Pompeyo Abad. Al asentir el aludido, se disparó un aluvión de índole comercial advirtiéndole que era uno de los cinco agraciados a suscribirse a un extraordinario fondo de inversión del Banco “La Buena Fortuna”.
Por supuesto que, desilusionado, Nicandro respondió con un rotundo “¡no!” y colgó enérgico el auricular.
“Vaya descaro. ¿Con qué derecho se permiten invadir mi privacidad?”, infería para sus adentros, cuando el teléfono de marras despertó de nueva cuenta. “¿El señor Nicandro Pompeyo? ¿Sï? ¡Buenos días, señor, le hablamos de los almacenes “Rancho Viejo” para comunicarle que estamos ofertando a nuestros clientes leche de vaca y una increíble batidora de cocina que…”
-¡Yo no sé cocinar! –respondió violento.
Sin embargo, lejos estaba de imaginar que se desataría un torrente publicitario que no le concedería punto de reposo.
“Señor Pompeyo le hablamos de Seguros La Vida Garantizada y…”
-¡Ya tengo seguro! –advirtió con furia.
“Disculpe la molestia, soy representante del Hospital La Vida Eterna y estamos lanzando un nuevo programa de membrecías que incluye desde el tratamiento de un simple juanete hasta un trasplante de corazón y…”
-¡Váyase por un cuerno!
“Queremos hacer de su conocimiento que ya contamos con servicio funerario con vigilancia de 24 horas a domicilio y con cobertura en el extranjero”.
-¡Que se muera su abuela!
“Le hablamos para notificarle que usted resultó ser uno de los agraciados de nuestra tienda “Arca de Noé”, que le obsequia sin costo alguno una tarjeta de crédito sin limite de…”
-¡No me interesa!
Sin embargo, pese a sus reiterados rechazos a lo largo del día, por la noche se volvían a repetir los “promos” y se prolongaban a la mañana siguiente, incluyendo otras opciones para comprar, suscribirse, contratar servicios, o en su defecto para despertar su codicia, al hacerle participe de ser candidato a ganar un millón de pesos o ser el feliz afortunado en la rifa de un automóvil último modelo, de la cual ni siquiera había comprado un boleto.
Sin embargo, Don Nicandro, curtido lobo de mar no picaba el anzuelo y ante la riada de promocionales se defendía a capa y espada: “¡Ya dije que no! ¡Bórreme de su lista! ¡No quiero! ¡No, no estoy inválido! ¡Basta ya! Otra vez los del mismo banco ¡váyanse al carajo! ¡¿Qué demonios le importa si soy viudo!? ¡Con mil demonios que no! ¿Acaso no entienden el español? ¡No, no, no, y mil veces no!
Mas, indiferentes, con insultante terquedad se repetían los mensajes de los mismos empresas o se sumaban nuevas propuestas: ofertas de hoteles, campos de golf, liquidaciones de supermercados, ventas de computadoras, promociones de automóviles nuevos a cuatro años sin intereses, opciones de inversión para un futuro promisorio, damas de compañía, agencias de viajes, ventas de casas, líneas aéreas y, para variar, más y más bancos. La cruel insistencia se tornaba, desalmada, enloquecedora.
Y Nicandro seguía descolgando el teléfono con la esperanza de escuchar el saludo de una voz conocida. La frustración le carcomía. No le hablaban ni sus hijos. Tras una prolongada cólera, terminó por suplicar que se olvidaran de él, pero fue tan inútil como querer que del cielo lloviera dinero. Lo que llovió fue otra novedad:
“Le distraemos un instante de su valioso tiempo para poner a su disposición un base de datos para que haga nuevos amigos…”
-Por mi santa madre, suspiraba Nicandro.
Alucinado, decidió poner un “¡hasta aquí!”: de un tirón destripo el cable telefónico. Tras la brutal muerte súbita, impero un profundo silencio. Por fin, la calma retornaba al hogar de Pompeyo Abad, quien convencido se dijo asimismo: “Me basta con mis viejos amigos, difícil convivir con ellos, pero han sido fieles.”
Y empezó a hacer un repaso de ellos: “A ver: la artritis hace más de 30 años que me acompaña día y noche. ¿La diabetes? Humm, ¿cuándo se inició? Ya; creo que hace 15 años. ¿Y qué hay de la hipertensión? Definitivamente la conocí primero que a la artritis, en mis años mozos de juventud y se tornó inseparable. ¿La migraña? Caray, no recuerdo bien, pero quizá hace un par de decenios. ¿Y qué de la disfunción renal? De ella si recuerdo bien, me nació hace un lustro y amenaza con ser un inquilino perpetuo. ¿La anemia?; bueno esa vino de la mano con la anterior. ¿Y la mala circulación en mis pies que luego amanecen como tamales de doña Poncha? ¡Uy!, la verdad que ya ni me acuerdo cuando tocó a mi puerta. Y de remate hace poco que se asiló la ciática ¡y esa sí que duele!
Tras unos breves momentos de reflexión, concluyó: ¿Una base de datos para nuevos amigos? Sería cosa de locos. Me basta y sobra con los viejos amigos.
LOS VAMPIROS TAMBIEN LLORAN
Por José Dávila Arellano.

NOTA:
Vampiro: espectro o cadáver que, según creencia del vulgo de ciertos países, vaga por las noches para chupar sangre de seres vivos hasta matarlos o en su defecto convertirlos en patrimonio familiar a fin de colonizar nuevas tierras.
HISTORIA:
Cuando por vez primera Vampirito se sinrió frente a un espejo de cuerpo entero y no encontró su reflejo, dedujo con infantil lógica que se trataba de un prototipo desechable, por lo cual había que adquirir un nuevo modelo. Sus padres, cuyo quehacer curricular se remontaba a la dinastía de la condesa Erzsébet Bárthory, (1560-1614) reconocida en Transilvania como una gran bebedora de sangre y que al mismo tiempo se daba baños de tina con la consabida hemoglobina a fin de conservar el tesoro de su juventud, le explicaron a su hijo que el espejo no tenía culpa ya que él era un vampirito en ciernes.
-¿Qué es un vampiro? –preguntó con dulce candidez.
El representante legal del bisnieto del Conde Drácula, (versión siglo XXI) sin inmutarse, le respondió: “Un vampiro es como un murciélago capaz de volar y ver en la oscuridad de la noche”.
-¿Y qué es un murciélago?
-Bueno, “Vampi”, (así le decían de cariño), es un animalito de la familia de los quirópteros, con alas y que se alimentan de pequeños insectos. Sin embargo, hay otros que atacan a los humanos y se les conoce como vampiros.
-¿Entonces yo soy un vampiro?
-¡Y tú también lo serás! –advirtió el leguleyo con sobrada suficiencia, para luego advertir que él fue el autor intelectual para que su mamá lo alimentara con mamilas de sangre de la más alta calidad que, con la colaboración del tu señor padre, el senador Drácula (versión siglo XXI) recolectaban n en arduas jornadas nocturnas.
-¿Senador?
- Sí, senador, debe comprender que debemos actualizarnos a los tiempos modernos: hoy vivimos en una democracia con base en el voto popular. Los títulos reales están en vías de extinción y debemos ser discretos. –argumentó “Vampi”
-¿Y cuándo podré salir por las noches para cazar? –volvió a la carga,
-Cuando tus colmillos sean lo suficiente filosos para que puedas morder a placer y después lamer toda la sangre que desees- advirtió con maternal comprensión el leguleyo cuyo árbol genealógico provenía de la época de oro de Erzsébet Bárthory.
“Vampi”, no volvió a preocuparse por los canijos espejos y con admirable paciencia, a medida que crecía, mostraba claras inclinaciones por convivir en la penumbra, remodelando su habitación como un gran salón de castillo medioeval y grandes ventanales por donde penetrara la niebla que nacía de las montañas, se arrastrara por colinas y bosques, hasta penetrar en sus aposentos.
Al tiempo que crecía, se ejercitaba en el gimnasio para fortalecer sus alas, practicaba su estrategia con la nueva generación de XBOX para murciélagos y vampiros y afilaba con esmeril sus juveniles colmillos. Después los hincaba en un jugoso filete de vaca y le succionaba toda la sangre hasta dejarlo en estado cadavérico.
En una fría noche de diciembre, sus comprensivos padres, plenos de orgullo, le invitaron a realizar su primer vuelo nocturno por la ciudad como un regalo navideño. Vampirito saltó de felicidad, apercibido de que no intentaría morder a Santa Clos, en caso de que topara con él. Sólo se trataba de un simulacro. Sin embargo, luego de largas horas de vuelo silencioso, descubrió tras la iluminada ventana de una casona a una bella jovencita de embriagante belleza: ondulada cabellera de color castaño, cautivadores ojos verdes, nariz pequeña y respingada, labios seductores, cuerpo sensualmente curvilíneo y poseedora de un cuello tan delicado como el terciopelo.
El joven vampiro sintió que su corazón se aceleraba y su cabeza retumbaba como las campanas de catedral. Sin duda alguna, el amor tocaba a sus puertas y decidió que aquella beldad sería su primera y única víctima.
Papá y mamá Drácula adivinaron sus sentimientos y acordaron que había llegado la hora de su bautizo de sangre y lo dejaron en libertad. Ya era todo un vampiro: fuerte, ágil, hermoso, hechicero. Sin duda alguna, no padecería de sed sanguínea a lo largo de su vida.
Así pues, “Vampi” abandonó su casa minutos antes de la medianoche y como misil teledirigido se dirigió a la casa de su enamorada. Para su buena suerte, ella había dejado la ventana abierta y sin obstáculo al frente, como un piloto de combate enloquecido, se lanzó a pescarle por el cuello. Entonces mordió… Cuando cerró la pinza de su colmillos, éstos saltaron en pedazos, quedándose chimuelo y temblando de dolor..
Sin saberlo, había roído el cuello ortopédico que le habían colocado a la mujer de sus sueños cuando ella, por la mañana, había sufrido un inesperado accidente.
Contrito, avergonzado de su derrota, Vampirito retornó a casa. Al adivinar en sus padres la expectativa que les carcomía para enterarse del resultado de su primera incursión sanguínea, con sus alas se cubrió la boca y cayó en llanto.
“Vampi” estaba inconsolable y don y doña Drácula, se tronaban las alas impacientes por saber que le había acontecido al hijo amado. Muchas horas después de sollozos y lamentaciones, por fin su hijo, avergonzado, musitó:
-¿Conocen a un buen odontólogo en Transilvania?

LOS VECINOS

LOS VECINOS
Por José Dávila A.

Ambos eran vecinos de toda la vida y se hablaban de usted. Se conducían con pulcritud y sus amistades decían que ya estaban viviendo le edad de “Los Años de Oro”. En pocas palabras, ya estaban viejos y en un descuido podrían irse al cielo.
Mientras, día con día, ajenos a los malos augurios, los dos abrían las puertas de sus casas e intercambiaban el consabido saludo matinal. Caballeroso, él, de pelo cano y sonrisa pronta, cedía la palabra a ella, de cabello entintado color ocre y con la sinceridad navegando en sus ojos
-¿Cómo amaneció hoy? –interrogaba ella con la misma curiosidad de todos los días.
-Igual que ayer, aguantando mis pesares –reiteraba él como todas las mañanas- ¿Y usted?
-Ya sabe- advertía ella con resignación-Este dolor en la cadera no me deja. Hay días que siento cómo me sube la dolencia el hasta cuello, y otros como que se me hinca en el cerebelo.
-¿Ya fue a ver al médico?
-No, ¿para qué? Siempre dice lo mismo: que haga mis ejercicios y que camine una hora al día, como si tuviera treinta años. A veces los hago y apenas me siento mejor, me olvido de todo y quiero resolver de un golpe los pendientes de la casa y a poquito que regresa otra vez el malestar hasta convertirse como si tuviera un tambor en la cabeza. ¿Y usted?
-Lo mismo vecina. Ya sabe, la artritis llegó para quedarse y hay noches de pesadilla en que no adivino que hueso duele más. Además me dan punzadas en el hígado y retortijones en la boca del estómago.
-¿No me diga…? ¡Igual que yo! Me atacan todos los malestares apenas llueve; entonces se quejan los riñones hasta las plantas de los pies.
-Con la humedad, todo rechina, vecina, hasta la conciencia.
-Es cierto. Cuando se sienta así de mal, tómese un té de tila, con flores de azahar, canela y menta. Ya verá que le sienta muy bien hasta para la digestión y los gases.
-Perdón…
-Ay, por favor, vecino, no me diga que se echa sus buenos gases. Hay veces que los escucho hasta dentro de mi casa.
-Vecina, por favor…
-¡Vamos no se apene! ¿Qué tiene de malo? Yo también me echo los míos poquito a poquito, para que no se suenen tanto y huelan menos. Imagínese cuando estoy en misa o en el cine. Por eso me tomo mi pócima antes de salir a la calle. Mañana le voy a hacer la suya y verá cómo descansará de la panza. Seguro que hasta se le desinflama.
-Le agradezco vecina. ¿Ahora, me disculpa, por favor? Ya es hora de mi medicina para la presión arterial
-Cierto, a mí me toca para la diabetes.
-Luego tengo que tomar mis tabletas para la colitis.
-Y yo para la migraña.
-¿Tiene migraña? Debería ponerse una bolsa de hielo en la cabeza.
-Lo hago, pero entonces tengo incontinencia todo el día hasta que me pega la taquicardia de la purita desesperación.
-No se irrite, ya ve que no sé qué hacer con mi soplo en el corazón…
-¿El que se les escucha como silbato desafinado?
-El mismo que me provoca náuseas.
-Y a mí el asma me provoca vómito y dolor de oídos.
-Ya se pondrá mejor, vecina; mañana es un nuevo día.
-Tiene razón, sólo nos resta ponernos en las manos del Señor.
Al amanecer siguiente, concluidos sus desayunos, ambos abren sus puertas y reanudan la consabida conversación: -¿Cómo amaneció hoy? –interroga ella.
-Igual que ayer, aguantando mis pesares –reitera él como todas las mañanas- ¿Y usted?
-Ya sabe- advierte ella con resignación-Este dolor en la cadera no me deja. Hay días que siento cómo me sube la dolencia el hasta cuello, y otros como que se me hinca en el cerebelo.
-¿Ya fue a ver al médico?
-No, ¿para qué? Siempre dice lo mismo: que haga mis ejercicios y que camine una hora al día, como si tuviera treinta años. A veces los hago y apenas me siento mejor, me olvido de todo y quiero resolver de un golpe los pendientes de la casa y a poquito que regresa otra vez el malestar hasta convertirse como si tuviera un tambor en la cabeza. ¿Y usted?
-Lo mismo vecina. Ya sabe, la artritis llegó para quedarse y hay noches de pesadilla en que no adivino que hueso duele más. Además me dan punzadas en el hígado y retortijones en la boca del estómago.
-¿No me diga…? ¡Igual que yo! Me atacan todos los malestares apenas llueve; entonces se quejan los riñones hasta las plantas de los pies.
-Con la humedad, todo rechina, vecina, hasta la conciencia.
-Es cierto. Cuando se sienta así de mal, tómese un té de tila, con flores de azahar, canela y menta. Ya verá que le sienta muy bien hasta para la digestión y los gases.
-Perdón……
Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes. El mismo diálogo, las mismas palabras, como un guión teatral. No, no se cansan de repetir sus males, que les sirve de consuelo y motivo de vida. De otra forma, sólo hablarían de los ayeres que lastiman y no abrirían más sus puertas.





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AGUAS ASESINAS

AGUAS ASESINAS
Por José Dávila A.


Eran aguas misteriosas.
A veces tranquilas, demasiado tranquilas. Luego, sin previo aviso, se mostraban turbulentas, traicioneras y asesinas.
En el cielo no existía sol; sólo un fuerte resplandor lo iluminaba todo. En la noche la oscuridad era total. Ni luna ni estrella polar ni luceros ni nada.
Cuando reinaba la serenidad, el oleaje despertaba amenazante apenas surcaba sus linderos una nueva embarcación.
Los vientos arreciaban a barlovento y la nave empezaba a cabecear con violencia. Las aguas encrespadas hacían que la proa se hundiera por largos segundos, sólo para surgir a la superficie como un náufrago aspirando una bocanada de aire. A medida que avanzaba más difícil era encarar el golpe de la naturaleza ya convertida en huracán provocando unos gigantescos remolinos que concluían por succionar a la embarcación hasta hacerla desaparecer.
Tras el naufragio, como por obra de encanto, retornaba la calma con una velocidad sorprendente. No soplaba ni la más suave brisa.
A lo largo del tiempo, quien habían tenido la fortuna de sobrevivir, entretejía diversas historias que se habían convertido en leyenda : “Que en esas aguas profundas desde la travesía de Cristóbal Colón, lo habitaba un monstruo de diez cabezas y sin ojos que devoraba cuanta nave se aventuraba en sus dominios; que sólo un demonio infernal podía provocar torbellinos abismales de tal magnitud que hacía de un trasatlántico un barquito de papel que irremediablemente se perdía en sus gigantescas espirales; que no se sabía de un navío, carabela, velero o galeón, que hubiera alcanzado puerto seguro después de vencer las devastadoras tormentas.
Todos yacían en las profundidades de un cementerio marino.
Sin embargo, sin importar el tamaño de su eslora y manga, siempre existía un osado capitán que decidiera desafiar la furia de las embravecidas aguas de la muerte.
Ahora se aventuraba un catamarán de doble casco, el cual se columpiaba de babor a estribor, negándose a sucumbir. Su vela se mantenía firme pese a las intensas ráfagas de viento. Cuando la batalla se advertía inútil, de pronto el temporal aminoró y la endeble embarcación se mantuvo a flote…
El monstruo de diez cabezas y sin ojos, era un niño sonriente y juguetón. A sus pies, en desorden, yacían los nuevos barcos que en breve desafiarían las aguas asesinas, réplicas del “Titanic”, el “Queen Mary”, el “Andrea Doria”, el “Queen Elizabeth”, el “SS United States”y una escuadra de cruceros turísticos que encabezaba el famoso “Royal Caribbean”. Autor de todos los desastres, cerró el libro de Julio Verne y apagó el potente ventilador que había puesto en la cabecera de la bañera de la casa.”

Tuesday, September 30, 2008

EL SECUESTRO

EL SECUESTRO
Por José Dávila A.

-Era un engendro del mal. Un monstruo de la naturaleza.
“Yo soy quien quito o perdono la vida…” -me siseaba con regodeo al oído con voz cavernosa que me estrujaba el corazón: era demoniaca, mil veces malévola y amenazante, mientras la boca del cañón de su pistola oprimía mi frente. Entonces empecé a rezar…
Su cuerpo era deforme, un aborto del demonio. Jorobado, escaso de estatura, regordete, con una pierna más corta que la otra, manos con nudillos amoratados y la cabeza rapada y cuadrada soldada al torso. Su rostro era el vivo retrato de Satanás: frente amplia, tuerto del ojo izquierdo, nariz aplastada, labios carnosos y babeantes. Sus orejas deformes, aplastadas, semejaban dos pozos sin fondo. Una profunda cicatriz se hundía en su mejilla derecha, resaltando la cuenca de su ojo derecho que centelleaba como fuego vivo, su sonrisa, era una sonrisa grotesca, plena de sadismo.
-Yo mato o no mato… –insistió para subrayar con perversión- Soy el verdugo; soy el que tortura, decapita o te deja ver otra la calle. Tú decides…”. Ahora su cara se había transformado; era de una hiena hambrienta y la mirada de buitre al acecho...
Estaba secuestrado. Me había capturado una banda de maleantes cuando me dirigía a mi trabajo, y jamás me percaté adónde me llevaron. La acción fue tan fulminante que no me alcanzó voz para protestar. Cuatro brazos me inmovilizaron y me aventaron al interior de un automóvil como un fardo. En segundos había desaparecido; en segundos había extraviado mi vida, mi familia, mi profesión. Con violencia me tiraron al suelo, vendaron mi ojos y amarraron brazos y pies. Nadie pronunciaba una palabra para no delatarse, mientras el vehículo daba vueltas y vueltas a fin de desorientarme. No tenía la menor duda que se trataba de profesionales.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió cuando llegamos a la casa de “seguridad”. De igual forma, con sorprendente facilidad me sacaron y me encerraron en espacio amplio y vacío. El eco de las pisadas así lo indicaba. Después me dieron un celular para que hablara a mi familia y pidiera un rescate de tres millones de pesos. ¿De dónde demonios los iban a juntar?
Ante mi negativa, sin que se alteraran en lo mínimo, acordaron llevarme con el “verdugo”. Ahí me quitaron vendas y ligaduras para quedar frente a ese enviado del diablo.
Cuando por vez primera pegó su rostro al mío, se me revolvió el estómago, me dieron ganas de vomitar y me oriné en los pantalones. Con un dejo de ultimátum, pronunció despacio:”Tu pagas, te dejo libre; no pagas, sufrirás, gritarás, llorarás y quizá morirás. Tómalo o déjalo…”
Ante mi silencio, me agarró por la corbata y me arrastró a un sucio y maloliente cuartucho con las paredes descalichadas, alumbrado apenas por una pálida luz amarillenta de una lámpara de pie. Una mesa de ocote, un camastro y en una silla estaba un hombre atado y con un trapo metido en la boca. Era un individuo alto, corpulento, bien vestido y sin poder contener el pánico que le invadía. Transpiraba con dificultad y su mirada plena de horror suplicaba perdón. Hilillos de sudor corrían por todo su cuerpo: rostro, cuello, espalda, pecho y entrepierna. Su ropa estaba empapada de miedo. Temblaba, ¡vaya que sí temblaba!
-¿Entiendes ahora? ¡¿Dije que si entendiste, carajo?!
Con grandes esfuerzos asentí. Entonces, para convencerme, advirtió: “Jamás has visto la muerte, ¿verdad? Yo te la voy a enseñar; nunca me ando con rodeos”.
A continuación, con un fuete, empezó a lacerar el cuerpo de su prisionero que se encogía de dolor tras cada nuevo golpe. Al mismo ritmo de la paliza, le gritaba: “Te mandé muchos recados de que le pararas; te mandé dinero para que lo gozaras. ¡Jamás habías visto tanto billete junto! Mira nomás, que honradito me saliste. ¡Mírate! ¿Qué eres sin placa y pistola? ¿De veras te creíste lo que te dijeron en la academia? ¿Te creíste que ibas a luchar contra el mal por que tenías la ley en la mano? ¡Pobre pendejo, servirás de ejemplo para los demás!”.
Y sin más, retumbó un balazo. Con una sonrisa lasciva, el criminal le había perforado la pierna derecha.
-¿Qué piensas ahora? ¿En la escuelita? ¿En la justicia? ¿En qué te van a rescatar tus compañeros? Vaya iluso. ¡Mira, cabrón, mira este papel! El policía alcanzó al leer algunos nombres, algunos conocidos, otros no, pero sobre todo, leyó el de su capitán.
-Contra el narcotráfico nadie puede. ¡Está es la nómina de tus compañeros! Ellos si entendieron: no veo, no oigo, no hablo; como los monos sabios. Y mes a mes estiran la mano para recibir su paga. Menos tú: el hombre recto, ejemplar, honrado, limpio, el que iba a cambiar el mundo. ¡Pues mira tú mundo!
Otro estallido más, retumbó en lúgubre recinto. Otro aullido apagado del cautivo. Ahora su otra pierna también estaba perforada. Sentía como si el fuego estuviera consumiendo sus entrañas, mientras se desangraba ante la indiferencia de su brutal juez.
En la silla temblaba de dolor y espanto. Estaba aterrado. Se agitaba como si fuera un animal salvaje. En tanto, el frío cañón de la pistola del verdugo recorría sus partes nobles. Mudo, suplicaba con gruñidos que imploraban misericordia…
-¿Ahora quién es la ley…? –Dime policía de mierda, dime. ¿Quién manda en este barrio?
El tercer balazo ensordeció todos los sentidos del torturado: sus testículos eran una informe masa sanguinolenta. La agonía desapareció: se había desmayado.
-¡Ah qué la chingada! Ahora resulta que el cabroncito ya no siente. Ni aguanta nada. ¡Pues qué ya no despierte el pendejo!
Un cuarto balazo, tan sonoro como los demás con mensaje de muerte: una pared se cubrió de manchones de sangre y restos de la cabeza del inocente novicio.
Entonces desperté en un sillón de la sala de espera de mi dentista con el sudor corriendo por todo mi cuerpo. Temblaba, ¡vaya que sí temblaba!

Wednesday, September 24, 2008

LA LLUVIA

LA LLUVIA
Por José Dávila

Cuando veo llover siento ganas de llorar…
Cuando el cielo se nubla y empieza al lloviznar, me invade un profundo sentimiento de tristeza. Aquel recuerdo reverdece y alimenta la añoranza.
Cuando las gotas que se precipitan de las alturas y se estrellan en el pavimento encharcado dibujando silenciosos anillos, veo en cada uno de ellos un año más de mi vida.
Y después, cuando el nubarrón prosigue su viaje y lentamente empiezan a surgir los primeros bosquejos azules del cielo, siento en mi corazón que se renueva una nueva existencia, un misterio sin resolver. ¿Al fin surgirá la esperanza que cicatrice las herida del aquel prometedor y fugaz recuerdo?
Fue hace mucho tiempo y la vivencia permanece intacta, inconclusa.
Sobre la ciudad se abatía una lluvia feroz, una cortina de agua tan cerrada que dificultaba la visión. A pleno mediodía, los automóviles circulaban con sus faros encendidos para anunciar su presencia, cuando ella llegó al conflictivo crucero por la calle de la izquierda y yo arribaba por de la derecha.
Con torpeza sin igual topamos de frente y nos abrazamos uno al otro tratando de recuperar el equilibrio. La sorpresa del encuentro nos enmudeció y avergonzados esbozamos una fugaz sonrisa ante la inesperada circunstancia. ¿Cuánto tiempo permanecimos así, unidos uno al otro? No lo sé. Había un algo entre nosotros que deseaba que nuestros cuerpos permanecieran juntos. Sin embargo, lentamente nos separamos y buscamos algún refugio donde protegernos.
Pronto nos percatamos que estábamos desamparados; no existía el resguardo de una puerta, un techo o un resquicio en donde guarecernos. Ahí estábamos. Inermes, sumisos, empapados hasta la médula. Permanecíamos de pie. Pegados a la pared, chorreando de pies a cabeza, sin desear movernos, viéndonos de reojo, titubeando en proponer algo, pero nuestras bocas permanecían mudas.
De pronto ella me tendió su mano y tomó la mía. Sus ojos castaños, risueños, lo decían todo. A la vez, miraban inquietos hacia la calle de enfrente en donde se iniciaba una frondosa alameda. La invitación me parecía una locura: atravesar el arroyo en plena carrera.
Al sentir la calidez de su mano sobre la mía, sentí que algo explotaba en mi interior. Era mi corazón que había encontrado a su alma gemela.
Sin pensarlo, asentí y ella jaló de mí. Éramos dos traviesos chicuelos que, inconscientes, nos lanzábamos a la avenida sorteando los vehículos, entre risas y sorpresas. ¡Aquello era demencial! Los bocinazos aturdían y los insultos de los automovilistas alimentaban tan loca aventura. Sin embargo, ella mantenía firme su mano y yo no deseaba soltarla.
Pronto alcanzamos a salvo la acera prometida sin dejar de reír. No obstante, poco a poco fue menguando nuestra arrebato y entonces vi a plenitud su rostro. Era bella, muy bella. Su cabello se untaba a su rostro y su piel sonrojada por su irresponsable decisión encumbraba aún más su encanto. Empero, lentamente su mano poco a poco fue soltando la mía. Lento, muy lento. Haciendo posible que cada uno de nuestros dedos sintiera la caricia ajena. Eran instantes que no deseaba olvidar, que anhelaba vivirlos por siempre. ¡Ay, ese roce de su piel…! Yo quise detenerla, no dejarla ir, pero ella estaba determinada y con fineza la retiró.
Una vez más me miró de frente levemente sonrió con un dejo de tristeza y entendí su decisión. Después se fue, se perdió entre la arboleda consciente de que no la seguiría y jamás volví a verla.
Todo acabó…
Ni una palabra ni un nombre ni una esperanza ni un adiós. Sólo la lluvia, la soledad y yo.

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Friday, September 12, 2008

ESTAMPAS DE LA CIUDAD

ESTAMPAS DE LA CIUDAD
Por José Dávila A.

Prologo:
Un lujoso automóvil solitario estacionado bajo la fronda de un árbol.
En su interior se encuentra una persona que, entre sus brazos, esconde su rostro reclinado sobre el volante. Es un hombre joven, viste traje fino y en el dedo anular de su mano izquierdo destaca un anillo de compromiso; en la muñeca del otro abrazo asoma un costoso reloj de oro. A simple vista, no existe duda de que goza de una envidiable posición económica.
Primer día:
Los vecinos al pasar, con curiosidad disimulada, miran al interior del automóvil, pero no observan. Sin embargo, con ligereza, aprovechan la oportunidad de enjuiciar:
-Qué descaro de tipo: está dormido…
-Pobre, debe estar muy cansado…
-¿Cansado? ¡Vaya parranda que se habrá corrido! Menos mal que frenó el coche…
-¿Por qué no escogió otra calle para descansar? ¡Qué vergüenza! Voy a llamar a la policía.
-A lo mejor se extravió por la noche y el sueño lo venció…
-Este hombre no se despierta ni con las campanas de catedral. ¡Mira qué insolente forma de dormir!
-A mí se me hace que lo corrieron de su casa…
-¿Tú crees…?
-¡Por supuesto que sí!
Segundo día:
Al verle de nueva cuenta, la gente modifica su actitud:
-¡Pero qué descaro! Todavía sigue ahí…
-Si es el mismo tipo de ayer. ¡Uf, a de oler a diablos!
-La verdad que es un cínico.
-¿Y si está enfermo?
-¡Qué enfermo ni qué ocho cuartos! Está drogado…
-No, no le despiertes. Uno nunca sabe qué clase de gente puede ser.
-¿Por qué no? Ya es hora de que se vaya. ¡Este es un vecindario respetable!
-¡Déjalo! Al fin es su vida. ¿0 no…?
-Al menos movió uno de sus brazos…
-Claro, no tiene un pelo de tonto. Le sirve de almohada…
-Ah, pues sí…
Tercer día:
La crítica sube de temperatura:
-¿Todavía está el coche ahí?
-¡Seguro que lo corrieron de su casa! Debe ser un alcohólico sin remedio.
-Pero ya es mucho tiempo. Vamos a tocarle en la ventanilla…
-¡No lo hagas! A lo mejor es un traficante de cocaína…
-¿Quieres decir que puede ser un narco?
-A lo mejor sí; uno nunca sabe.
-¿Estará armado?
-Mejor vámonos, vámonos. No es cosa que nos incumba. ¡Allá él!
-Sí es lo mejor.
Tercer día hacia el mediodía:
El estruendo de dos sirenas rompe la paz del barrio. Una patrulla policiaca y una ambulancia se estacionan junto al misterioso coche. Descienden un par de uniformados y tras de ellos, dos paramédicos...
Alguien ha dado aviso.
La gente, fisgona, de inmediato sale de sus casas. Otros, con fingido recato, miran tras las cortinas de las ventanas.
Por supuesto, no faltan los imprudentes. Carcomidos por el morbo, se apresuran al lugar de los hechos para no perder detalle del misterioso hombre dormido Más tarde hilarán calenturientas versiones sin sustento
Los representantes del orden, sin problemas, abren la puerta delantera del conductor. El cuerpo no se mueve.
-¡Qué bárbaro, debe estar sordo! –reprueba una señora entrada en años, con vestido descolorido, delantal manchado de grasa, chancletas sucias y con la cabeza tupida de tubos de plástico para embrollar su canosa cabellera.
Los policías escriben con apuro en su cuadernillo de notas y de la bolsa interior del saco de aquel hombre sacan una cartera y descubren en su interior una identificación de arquitecto de una conocida empresa trasnacional y una fotografía familiar: una hermosa mujer abrazando a dos niños sonrientes.
Acto seguido, uno de los paramédicos, examina al conductor. Tras un detenido estudio, mueve la cabeza y con gesto de resignación informa a su compañero: “Paro cardíaco. No hay duda. ¿Cómo pudo detener el coche?” Segundos después los camilleros introducen al difunto en la ambulancia, en tanto que lo vigilantes sellan las puertas de vehículo.
Don Lencho, el carnicero de la esquina, con raída y sudorosa camiseta, impasible, mascando chicle con admirable velocidad, comenta con arrogancia:
-Se los dije: sin duda era un narco…
Epílogo:
Nunca se encontró el reloj de oro.

Monday, September 01, 2008

LA LLUVIA

LA LLUVIA
Por José Dávila

Cuando veo llover siento ganas de llorar…
Cuando el cielo se nubla y empieza al lloviznar, me invade un profundo sentimiento de tristeza. Aquel recuerdo reverdece y alimenta la añoranza.
Cuando las gotas que se precipitan de las alturas y se estrellan en el pavimento humedecido dibujando silenciosos anillos, veo en cada uno de ellos un año más de mi vida.
Y después, cuando el nubarrón prosigue su viaje y lentamente empiezan a surgir los tinturas azules del cielo, siento en mi corazón que se renueva una nueva existencia, un misterio sin resolver. ¿Al fin surgirá la esperanza que cicatrice las herida del aquel prometedor y fugaz recuerdo?
Fue hace mucho tiempo y la vivencia permanece intacta, inconclusa.
Sobre la ciudad se abatía una lluvia feroz, una cortina de agua tan cerrada que dificultaba la visión. A pleno mediodía, los automóviles circulaban con sus faros encendidos para anunciar su presencia, cuando ella llegó al conflictivo crucero por la calle de la izquierda y yo arribaba por la derecha.
Con torpeza sin igual topamos de frente y nos abrazamos uno al otro tratando de recuperar el equilibrio. La sorpresa del encuentro nos enmudeció y avergonzados esbozamos una fugaz sonrisa ante la inesperada circunstancia. ¿Cuánto tiempo permanecimos así, unidos uno al otro? No lo sé. Había un algo entre nosotros que deseaba que nuestros cuerpos permanecieran juntos. Sin embargo, lentamente nos separamos y buscamos algún refugio donde protegernos.
Pronto nos percatamos que estábamos desamparados; no existía el resguardo de una puerta, un techo o un resquicio en donde guarecernos. Ahí estábamos. Inermes, sumisos, empapados hasta la médula. Permanecíamos de pie. Pegados a la pared, chorreando de pies a cabeza, sin desear movernos, viéndonos de reojo, titubeando en proponer algo, pero nuestras bocas permanecían mudas.
De pronto ella me tendió su mano y tomó la mía. Sus ojos castaños, risueños, lo decían todo. A la vez, miraban inquietos hacia la calle de enfrente en donde se iniciaba una frondosa alameda. La invitación me parecía una locura: atravesar el arroyo en plena carrera.
Al sentir la calidez de su mano sobre la mía, sentí que algo explotaba en mi interior. Era mi corazón que había encontrado a su alma gemela.
Sin pensarlo, asentí y ella jaló de mí. Éramos dos traviesos chicuelos que, inconscientes, nos lanzábamos a la avenida sorteando los vehículos, entre risas y sorpresas. ¡Aquello era demencial! Los bocinazos aturdían y los insultos de los automovilistas alimentaban tan loca aventura. Sin embargo, ella mantenía firme su mano y yo no deseaba soltarla.
Pronto alcanzamos a salvo la acera prometida sin dejar de reír. No obstante, poco a poco fue menguando nuestra arrebato y entonces vi a plenitud su rostro. Era bella, muy bella. Su cabello se untaba a su rostro y su piel sonrojada por su irresponsable decisión encumbraba aún más su encanto. Empero, lentamente su mano poco a poco fue soltando la mía. Lento, muy lento. Haciendo posible que cada uno de nuestros dedos sintiera la caricia ajena. Eran instantes que no deseaba olvidar, que anhelaba vivirlos por siempre. ¡Ay, ese roce de su piel…! Yo quise detenerla, no dejarla ir, pero ella estaba determinada y con fineza la retiró.
Una vez más me vio a los ojos; levemente sonrió con un dejo de tristeza y entendí su decisión. Después se fue, se perdió entre la arboleda consciente de que no la seguiría y jamás volví a verla.
Todo acabó…
Ni una palabra ni un nombre ni una esperanza ni un adiós. Sólo la lluvia, la soledad y yo.

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Wednesday, August 27, 2008

CALOR DESENFRENADO

CALOR DESENFRENADO


Azota el calor…
Tanto así que obligó al mismo Diablo a huir del averno para refugiarse en su penthouse con aire acondicionado.
Por las calles la gente deambula untada a las paredes en vano intento de escamotearle un pedazo de sombra que las cobija.
La ciudad hierve. El asfalto se derrite, las tuberías de agua revientan y evaporan el precioso líquido. Los pozos languidecen. Los volcanes, antes eternamente nevados, muestran sus cimas agrestes. Los glaciares se derriten y se despedazan. Los enormes bloques de hielo que vende don Poncho, triplican su valor antes de evaporarse y la gente los compra como un preciado tesoro y corre a su casa a resguardarlos para gozar de unos instantes de frescura.
Los lagos se secan. Los bosques, ¿cuáles bosques?
La brutal deforestación de los talamontes los ha convertido en desolados páramos. La lluvia escasea. La tierra se agrieta y desierto avanza y asesina.
El deslumbrante reflejo de la arena ciega la vista, reseca la piel y despierta el hambre de sed.
Sí, azota el calor.
Año con año aumenta el termómetro alrededor de todo el mundo. Es el calentamiento caótico que año tras año se advertido de sus pavorosos estragos.
Cierto. Sn embargo, nadie hace algo por frenar el daño que ha causado la “civilización”, esa raza humana indiferente y sorda que, en aras de la modernización y el desenfreno de la tecnología rampante, no repara en el costo final
El agorero, con la cabeza a punto de reventar, clama:
“¡Pecadores sin confesión alguna, las llamas nos consumirán! ¡El castigo será catastrófico y su destino infernal!”
“¡Pecadores confesos, a ustedes también los devorará el fuego que han alimentado!”
“¡Pecadores, no se olviden que un día alguien aseguró que hasta el sol suda…!”

Sunday, August 10, 2008

LOS BILLETES DE LOTERÍA

LOS BILLETES DE LOTERIA

Por José Dávila Arellano.


Era como el jorobado de nuestra Señora de París, pero sin joroba... Un hombrecillo de corta estatura y de caminar zambo; una pierna más corta que la otra, le hacía ondular el cuerpo como péndulo de reloj. Su cabeza era pequeña y en forma de cono. El pelo escaso, ralo y entintado de amarillo; la frente amplia y lisa como un zócalo, los ojos hundidos e inyectados de sangre y la nariz de pelota; la boca babeante de gruesos labios encogidos, enseñaba los dientes rotos, menos el colmillo izquierdo un colmillo grande, grueso y sarroso, que le hacía parecer una morsa de zoológico.

Y ahí estaba, de rodillas, junto al bote de basura. En el suelo había esparcido el contenido y seleccionaba de entre un cerro de papeles, billetes de la lotería; unos arrugados, otros rotos, y los menos, series enteras. También apartaba, de entre envolturas de dulces y paletas, quinelas deportivas, talones de colores fluorescentes de "ráscale a tu suerte y pégale al gordo".

Satisfecho de su labor, regresaba el material inservible al bote y el resto, con paciencia lo doblaba, y con esmero lo acomodaba en pequeños paquetes que amarraba con ligas. Luego empezaba de nuevo, si existía otro bote de basura.

Lucas le apodaban “La Morsa”. Nunca una persona le llamó por su nombre de pila. A resultas de chismes de comadres, se aseguraba que se había quedado sin nombre porque nació de madre desconocida. Dicen que después del mismo alumbramiento, le abandonó en el hospital sin que nadie se enterará del santo y seña de la parturienta.

A ciencia cierta se ignoraba si fue la afanadora o la espontánea nodriza que le amamantó, quien le bautizó como Lucas. El hecho es que, apenas conoció la luz del día, el desdichado niño convivió con la mala suerte; al punto que apenas creció los primeros centímetros, fue a parar con su incipiente esqueleto a un triste orfanato.

La figura encogida de Lucas pronto se hizo costumbre a las puertas de toda agencia de la Lotería Nacional o expendio de “Melate”, porque tenía perfectamente establecidas sus rutas.

La gente se burlaba y reía a sus espaldas, cuando le veía una y otra vez escoger el desperdicio de los basureros y guardárselo en una sucia chamarra de holgadas bolsas.

“Este infeliz está loco: ¡piensa que se va a sacar el premio mayor!” –era la sorna diaria.
No obstante, la burla cotidiana no molestaba al singular pepenador. Por el contrario, con una grotesca sonrisa festejaba las bufonadas de los demás.

En el orfanatorio, los médicos de turno diagnosticaron que Lucas sería un niño loquito y sellaron el expediente. Ya sentenciado, le arrumbaron. Ausente de calor humano, el niño, a medida que creció, se desarrolló en un medio hostil fregando pisos, trapeando zaguanes, recogiendo basura y tropezando con sus palabras, pues para colmo de males sólo tartamudeaba monosílabos. Por lo tanto, era un estorbo. A todo mundo le molestaba su fealdad y torpeza, hasta que un día el director Garmendia tronó:

–¡Ya basta, echen a ese idiota a la calle!

Y a la calle fue a parar, ignorante de su destino y presto a obedecer a quien le ofreciera un rincón en donde dormir y un pedazo de pan que comer. ¿Cuándo se hizo grande? ¿Cuándo perdió los dientes y ganó su colmillo de morsa? Nadie se enteró y la memoria no le alcanzó a Lucas para investigarlo. Para entonces, resultaba ocioso adivinar el origen de su apodo. Siempre vivió de los centavos que ganaba a cambio de cargar bultos y cajas en el mercado, porque en su camino también se trompicó con almas piadosas.

–¿Por qué recoges tanto billete de lotería que para nada sirve? –siempre le preguntaba más de un curioso.

-Pooor...quuu...quue, mmm..mme...gusss...gustan... –respondía con más dificultad que rubor y se alejaba satisfecho con su valioso cargamento a cuestas al galpón abandonado que tomó por casa a un lado del mercado.

Lucas, desde chamaco, disfrutó de los grabados de los billetes de lotería, de los personajes que aparecían, de los números de serie y de los intensos colores que les imprimían. Lo mismo acontecía con los boletos del “Rascale”, pues por largo tiempo gustaba exponerlos al sol para provocar los brillantes destellos que se desprendían de la fosfórica presentación tridimensional.

Bodegueros, comerciantes, macheteros, cargadores y verduleros, con curiosidad le veían ir y venir a su refugio. Sin embargo, nunca se atrevieron a penetrar en la misteriosa guarida porque podía volverse loco, y un tonto redoblado como él, podría ser muy peligroso. Así que, a parte de estar inscrito en el catálogo de los idiotas, los ignorantes que presumían de conocimiento le habían endosado, sin costo alguno, una personalidad inexistente.

Ajeno a la maledicencia, Lucas tenía su mundo propio. Nada le ofendía, nada le turbaba, ni mucho menos nada le angustiaba. Pese a la sorna cáustica de la gente, sonreía y saludaba complacido.

A lo largo de tantos años de hurgar en los botes de basura se había convertido en un sorprendente coleccionista. Las cuatro paredes del cobertizo estaban, con maestría, tapizadas con los billetes escogidos. Con atole de fresa había pegado en el lado norte, lo representativo a treinta años atrás; con atole de piloncillo, en el lado sur había hecho lo propio con lo atesorado en las dos décadas anteriores; con atole de masa había estampado la porción oriental con lo recopilado en el último lustro; y con atole de membrillo estaba forrando la pared occidental.

Lucas era dueño de una impresionante galería de hombres ilustres, templos e ídolos prehispánicos, edificios coloniales, monumentos históricos, símbolos patrios y múltiples denominaciones monetarias, perfectamente distribuidas en forma piramidal, romboidal, circular y rectangular.

En Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Allende, Zapata, Villa y Carranza, tenía los padres, los tíos, los primos que nunca tuvo. En Teotihuacán, Bonambak, Tlaloc y Huitzilopotchtli, las raíces culturales que no conoció. En la Catedral, el Palacio Nacional y el Correo, las casas de las que careció. En la Columna de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el monumento a los Niños Héroes, el sentimiento patrio que no heredó, y en los valores numéricos de cinco, diez, veinte, cien, quinientos y mil pesos, el dinero que jamás acumuló.

Más allá del entendimiento popular, ahí, en el humilde hogar que habitaba con su inseparable soledad, Lucas era feliz sin importarle, porque lo sabía, que muchos billetes estuvieran premiados.

Thursday, July 24, 2008

EL DESIERTO

EL DESIERTO

Por José Dávila A.

La brisa marina del Golfo de California barre con la arena del desierto y con las cenizas de los muertos…
A escasos cien metros de un improvisado atracadero de ruinas de lanchas pesqueras, justo frente a la imponente isla “El Tiburòn”, se enclava un ruinoso hacinamiento de piedras que quisieron ser lápidas y lápidas que el viento y el salitre han desvanecido nombres y fechas de quienes fueron sepultados casi a flor de tierra sin orden ni concierto.
No existen rejas ni puertas ni lotes ni altares ni tiestos, que marquen sus límites. Vaya ni siquiera un letrero que lo identifique como panteón. La anarquía que salta a la vista, denuncia que los deudos han cavado donde mejor les pareció. Ahí yacen pescadores descendientes de la comunidad indígena Seri: si tuvieron suerte, les excavaron un lecho profundo. Lo menos afortunados, ajenos al pudor, desnudan sus huesos al sol. Un imponente silencio es su mortaja.
El inhóspito desierto no respeta ni vivos ni muertos. Al menor descuido con todo acaba. Es la inmensa y silenciosa planicie de la Bahía de Kino, y no hay sendero que seguir, porque los soplos tornan el paisaje diabólicamente cambiante. Quien extravía la orientación, despistado vagara por los caprichosos arenales hasta fallecer de insolación.
Sólo la terca vegetación de cactus, mezquites y pardos arbustos, se resisten a desfallecer ante el calor que ni el mismo diablo resistiría.
Sin embargo, lejos, muy lejos del ruinoso camposanto, se levanta una rústica aldea en donde viven los seris que antaño se dedicaban a la caza del borrego cimarrón y la pesca del tiburón. Tal parece que huyen de sus muertos; que no desean saber nada de ellos. Que los quieren tener lejos, demasiado distantes para que no les reclamen deudas pendientes.
De pronto, como salido de un espejismo, se recorta la difusa silueta de un errante. A la distancia, los vapores que emanan de la arena deforman su vaga figura. Avanza lento, cabizbajo. Poco a poco se va delineando su cuerpo y se adivina a un hombre viejo, de paso cansino y derrotado. Ignoro de dónde salió. Podría asegurar que de la nada y que es un fantasma despistado que regresa a su tumba. Sin embargo, esta vivo y se acerca, se acerca cada vez más…
Ahora está frente a mí. No más de cinco metros nos separan uno del otro. Se despoja de un polvoriento sombrero de palma, tan gastado como su vida misma y con agujeros que parecen heridas abiertas al cielo. Su anguloso rostro cetrino semeja una esfinge y sus ojos, hundidos y acuosos, se clavan en mi persona deseando iniciar un silencioso diálogo. Viste camisa de mangas cortas, incolora, destejida y bolsas desgarradas; en sus desnudos brazos se pueden contar cada una de las venas que lo surcan bajo una piel reseca y agrietada. Los pantalones, terrosos y remendados, se agitan cual viejos trapos al viento y ocultan un añoso par de guaraches de cuero.
Se ha detenido ante una loza chueca. No habla. No dice nada. Sólo hace una ligera reverencia. Baja la vista y con lentos movimientos, se despoja de una vieja guitarra de cuerdas desafinadas que trae cargando a la espalda en bandolera. Con reverencia se persigna y lentamente empieza a tocar con sus manos huesudas, el inolvidable vals “Dios nunca muere”.
Cuando al fin termina. Vuelve hacia mí su lacrimosa mirada y con voz más baja que el susurrar del viento, advierte. “Su merced no está pa’ saberlo, ni yo para contarlo, pero ha de conocer que aquí vengo, apenas despunta el sol, pa’ tocarle su tonadilla preferida a mi hijita que se murió de sed…”
Después, se retira igual de pausado y con el alma desmadejada.

ESPERMATOZOIDES TRAVIESOS

ESPERMATOZOIDES TRAVIESOS

“Corporativo Mundial de Fertilizaciones Garantizadas”
Cuando el joven de nombre Ingenuo y apellidos, Dudoso y Cuestionable, leyó tal anuncio a las puertas de un discreto local enclavado en uno de las asentamientos de mayor abolengo de la ciudad, le llamó poderosamente la atención.
De inmediato pensó: “¿A quién se le había ocurrido establecer un negocio de fertilización en un denso asentamiento de opulentas residencias?”
Tras razonar por unas cuantas horas, a su mente acudió una luminosa explicación: “¡Ya sé! Seguramente brindan un servicio exclusivo para proporcionar mantenimiento a las exuberantes jardines que poseen tan impresiones casonas Claro, tan claro como el agua: abono, semillas, tierra para las macetas o pasto inglés”, concluyó con admirable talento.
Pero algo no le cuadraba en el espacio de su admirable juicio: “¿Por qué mundial?”
Estaba consciente de que le había tocado vivir momentos históricos de una arrolladora globalización que todo lo devoraba…pero ¿también la fertilización?
El establecimiento que coronaba su presencia con tan llamativa razón social, en verdad no tenía apariencia “rural”. Por el contrario, definitivamente semejaba un sobrio espacio para una cooperativa.
Curioso, como todo ser humano, se aproximó a las puertas del negocio y trató de vislumbrar parte de su interior para corroborar que línea de productos ofertaba a su potencial clientela.
De esta forma, Dudoso Cuestionable descubrió una oficina solitaria, discretamente amueblada con las herramientas necesarias hoy en día para funcionar adecuadamente: escritorios multiusos, legajos de carpetas, finas plumas de escribir, una multifacética red telefónica, así como una impresionante batería de computadoras y un monumental mapamundi que cubría por completo una de las paredes.
En pocas palabras no existía rastro de bultos de semillas, abonos diversos, rollos de césped artificial, rastrillos, cortadoras y mucho menos sacos de fertilizantes. Vaya, ni siquiera una pequeña muestra de ellos o al menos una fotografía.
A todas luces intrigado, cuando Ingenuo emprendía una lenta retirada, como por arte de magia se abrió la puerta principal y apareció un joven extraordinariamente apuesto, gentil, atlético, perfectamente vestido y con una sonrisa seductora que de inmediato le cautivó.
-¿Le puedo servir en algo, señor? –preguntó atento y con sensual .descaro.
-No, no…disculpe: sólo, sólo estaba curioseando –tartamudeo Ingenuo.
Como respuesta, escuchó una voz aún más melódica: “No se preocupe, mi nombre es Apolo. Así a secas. Apolo...”
-Mucho gusto señor Apolo; mi nombre es Ingenuo, Dudoso y Cuestionabl
-Curioso nombre –advirtió sin sorpresa el solícito personaje
Ingenuo se ruborizó y decidió confesar: “Así lo decidió mi padre ante la pila bautismal de la iglesia de La Profesa, a causa de las serias dudas que tenía sobre mi ADN, pese a los juramentos de haber dicho verdad mi afligida madre, en referencia a la paternidad de origen”.
-Vaya, vaya, escuchar para creer… Y bien señor Ingenuo ¿está interesado en nuestros servicios? –interrogó Apolo con mayor matiz provocativo en sus palabras.
-La verdad –titubeó Dudoso- me llamó la atención su anuncio y no veo aquí nada relacionado con la fertilización.
Apolo sonrió discreto y apoyado en su encanto, advirtió: “Creo, señor que no ha comprendido; integramos una cooperativa de 23 socios fundadores con excelente condición física, avalada por una prestigiada notaria.
-¿Por una notaría?
-Es el mejor testimonio que garantiza el éxito de nuestra sofisticada especialización.
-Se refiere a la fertilización, ¿no es cierto? –se aventuró bizarro Dudoso sin asomo cuestionable.
-Don Ingenuo, integramos la única empresa que por especialidad es fertilizar al sexo femenino con dos millones de espermatozoides por coito.
-¡¿Cuántos dijo?!
-Dos millones garantizados por cada lance –confirmó con displicencia.
-Eso es imposible; no lo puedo creer.
-¿Quiere usted contarlos? –advirtió burlonamente Apolo-. Tenemos muestras “in vitro”. Cierto que le llevará un buen tiempo, pero confirmará que somos personas responsables.
-Dos millones de esperma para que tan sólo uno o quizá dos lleguen milagrosamente a su destino final. ¡Qué desperdicio!–comentó Ingenuo sin poder salir de su azoro.
-No lo es, señor. Nosotros somos los únicos que expedimos un certificado de garantía de que el paciente en turno alcance el feliz embarazo deseado. Además extendemos una garantía hasta por cinco años…
-¿Y cuántas personas integran el corporativo? –preguntó curioso Ingenuo a quien se le iba desapareciendo la sombra de sus apellidos.
-Somos 23 socios –comentó Apolo con simpleza.
-¿Tan sólo 23?
-Sí señor mío; sólo 23. Suficientes para poder embarazar a todas las mujeres del planeta
-¿Le puedo hacer una última pregunta, señor Apolo?
-Diga usted…
-¿No me podrían inscribir en su membrecía en calidad de suplente?

Saturday, July 05, 2008

LOS ZAPATOS DE CHAROL NEGRO

LOS ZAPATOS DE CHAROL NEGRO.
Por Josè Dàvila Arellano.

Ayer tuve un hermoso sueño…
Soñé que caminaba otra vez. Era increíble.
Sí, caminaba con paso seguro y ágil. Avanzaba con naturalidad, como si fuese un jovenzuelo y actuaba con desparpajo, sin asomo de preocupaciones.
Mis piernas eran firmes, sólidas, pero a la vez ligeras. Deambular fuera de casa me emocionaba; era como si un sueño imposible se tornara en realidad.
Me veía de arriba hacia abajo: mi camisa era blanca, con mangas largas y doble puño; el pantalón, fino, de color azul marino, calcetines negros, y me sentía sumamente orgulloso de mi brillante calzado: un impecable par de zapatos de charol negro con tacones de madera.
Tal parecía que no tenía ojos más que para ellos. Los veía avanzar: uno primero y el otro después, por un piso de mármol rosado y una locuaz mezcla de calzados de diversos estilos y colores, que se fusionaban entre sí ajenos a pisotones o trompicones. Les dominaba, pues, una irritante prisa que no llegaba a comprender.
En algunas ocasiones hacía una breve pausa frente a un par de zapatillas con afilados tacones de aguja; en otras ocasiones me detenía con la brevedad atropellada ante zapatos dispares: unos de piel recién boleados, otros pardos y polvosos, y los menos, ajados, con toda la vida a cuestas. Me imagino que me detenía para intercambiar un fugaz saludo con sus respectivos portadores. Después, volvía a avanzar con el mismo ritmo elegante.
¡Orgulloso me sentía de mis zapatos de charol negro y tacones de madera!
Pese a que mi mirada estaba clavada en ellos, sabía que en mi rostro se dibujaba una clara sonrisa de felicidad. Vivía satisfecho de mi mismo. Disfrutaba cada segundo del vagabundeo y sobretodo del golpear de los tacones que me remitieron a un pasado juvenil, cuando la moda era clavarles estoperoles como un distintivo de buen gusto. El choque metálico me hacía sentir importante. En pocas palabras, pensaba que los chasquidos me hacían hombre, tan hombre como los soldados que desfilaban haciendo resonar sus botas con paso marcial en las paradas militares.
Y sí, de veras, tan sólo caminaba viendo mis deslumbrantes zapatos por esa plancha de mármol rosa que se antojaba interminable. ¡Ay, Dios, cuánto lo disfrutaba! A cada paso sentía desbocarse la adrenalina por todo mi cuerpo. Era una sensación maravillosa, que rayaba en lo milagroso.
Mi madre, preocupaba por mis constantes viajes a lugares remotos, me decía con un dejo de sarcasmo que era un “pata de perro” En efecto, así era: pata de perro con zapatos de charol negro.
Así quería soñar siempre: sentirme libre, embargado por un inmenso regocijo y un explosivo sentimiento de libertad. Nadie, es esos momentos, podía arrebatarme tan intensa ensoñación. Era un hombre afortunado, sano, fuerte y confiado.
Cuando desperté en el amanecer del nuevo día, retorné a la realidad. Volví a ver hacia abajo: ahí estaba mi medio cuerpo envuelto en una bata blanca con mangas cortas y una sábana cubría el silencioso vacío del resto de la cama de hospital…

Friday, June 27, 2008

TOLERANCIA DIVINA

TOLERANCIA DIVINA

Por José Dávila A




¿Nosotros? Pues estamos muy bien. Claro, por supuesto que sí. ¡Nos llevamos de maravilla! En cada encuentro que tenemos nos abrazamos y cariñosamente nos besamos. Nunca dejamos de hacerlo. Día tras día, externamos nuestros mejores deseos para que nos vaya bien en nuestros respectivos trabajos. En ocasiones, si el tiempo lo permite, almorzamos juntos y luego vamos por los hijos a la escuela. Los fines de semana salimos todos a pasear; cuando uno no puede, pues el otro se va con los chamacos y no hay problema. ¿Qué si tenemos discusiones? ¡Ninguna! Ni pensarlo...No pasa nada, te lo juro. Mira, ayer ella tenía que salir de viaje y la llevé al aeropuerto para desearle un feliz viaje. Me despedí con un beso y le prometí que haría cargo de los críos. De veras, nos llevamos de maravilla. Vivimos un divorcio perfecto.

Saturday, June 21, 2008

EL PLANETA MUERTO

EL PLANETA MUERTO

Por José Dávila A.



-Yo quiero ser astronauta.
-¿Por qué?
-Porque me gustaría viajar por el espacio y encontrar un planeta muerto.
-¿Para qué?
-Para estar solo... Caminar por ahí, dándole y dándole la vuelta hasta llegar abajo y entonces caer...”
La respuesta me violenta los sentimientos. Frente a mi tengo a un niño que desea morir.
Él se llama Feliciano; Feliciano Alfonso Arsenio Camargo. Un chamaco de apenas 13 años de edad. En su rostro moreno vela una sombra de desconsuelo. Sin embargo, una centella de rebeldía arde en su mirada. Es una mirada que sabe ver de frente; son ojos que retan, que confrontan, que reclaman a la vida. Voz grave, sonora. Correcto en su trato, muy propio en su hablar. Inquilino de una casa hogar...Un grupo de niños de una escuela particular, acompañados de sus padres, irrumpe en la vieja y abandonada casona habilitada como asilo para menores de edad. La fachada es tan gris, como deslucida su existencia. El olvido se unta a los muros descalichados de los dormitorios, a las sillas adoloridas, a los desnudos salones de clase, a los baños oscuros y malolientes. El tiempo no punza; yace amortajado, tan amortajado como el palpitar mismo de sus pequeños moradores.
Asisto a una convivencia infantil; me ha invitado mi nieto. Le he dejado con sus amigos y acercado a estos seres desheredados, marcados de por vida por la orfandad, porque son chiquillos de barrio, como yo lo fui en mi infancia.
-¿Que otra cosa te gustaría hacer? –le pregunto a Feliciano.
-Tocar la guitarra.
-¿Estás aprendiendo?
-Mi papá me enseñaba... No supe de qué murió. El doctor sólo me dijo que ya se había ido. Era un hombre bueno; me regañaba, pero era bueno... Cuando se lo llevaron al panteón, busqué la guitarra y ya se la habían robado.
Los niños de afuera sonríen; traen consigo comida y regalos. Los niños de adentro, callan y tienen las manos vacías. Observan. Enfrentan lo que les ha sido arrebatado: el amor, la ternura, la caricia paterna. Entrelazan sentimientos encontrados: la seguridad y la incertidumbre; la ilusión y la desesperanza, la risa y la tristeza; la protección y el abandono. Incluso, absorben el contraste de la ropa y el calzado. No obstante, esas almas nubladas lo que más desean es su hogar.
Con el rubor a flor de piel, unos y otros, extienden la mano y se saludan. Después, preguntan sin protocolo el “cómo te llamas”, el “qué haces” el “en qué año vas”, el “que edad tienes”. Finalmente se mezclan, y gobernados por su admirable inocencia, pronto se identifican. Para ellos no existen barreras sociales; las desconocen.
-¿Estudias? -le pregunto a Feliciano
-Sí.
-¿Qué te gusta más?
-Civismo, porque se aprende de moral, de responsabilidad, de honestidad, de obligaciones, de disciplina y, sobre todo, de respeto. Yo respetaba mucho a mi padre.
Los niños de adentro quieren saber; los niños de afuera, jugar: “¿Cómo es tu escuela? Grande, muy grande. ¿Tienen salones con bancas y pizarrones nuevos? Muchos, muchos salones, más de una docena. ¿Qué les enseñan? De todo, ¿a ti no? ¿Vives allí? No, yo vivo en mi casa. ¿Tu escuela tiene jardín? ¡Uy! Tiene mucho jardín; árboles, flores, y hasta una cancha de fútbol. ¿Una cancha de fútbol? Sí; ¿aquí no tienes una cancha de fútbol? ¿No...? ¿Entonces en dónde vamos a jugar?”
Feliciano escucha y pasea la vista por los alambrados que aprisionan su escuela; en las bardas, en los corredores, en la azotea. Se detiene en las rejas que copan las escaleras. Echa un vistazo a la puerta amarrada con cadenas y candados. Voltea hacia un patio empachado de basura y trebejos
-Vivo en una cárcel –murmura melancólico.
Llaman a la mesa. Disponen la comida y los regalos. Él se sienta y me alcanza una silla para sentarme a su lado. Agradezco el gesto. En torno mío hay cinco chiquillos más; todos con el desamparo dibujado en el gesto. Sus almas llevan grabado a fuego el hierro de la añoranza. Son caras con el amargor escondido. La mirada esquiva y la sonrisa partida por la mitad. Nacieron con la orfandad a cuestas. La razón de la sinrazón...
-¿Cuántos años tiene? –ahora él me cuestiona
-¿Cuántos crees?
-Demasiados.
-¿Cómo?
-Sí, tan demasiados como los que tenía mi padre al morir.
No sé que responder y pregunto sin reflexionar: “¿Y tu mamá?”
El muchacho se cimbra. Un relámpago de ira lo estremece. Después, más dueño de sí, se encoge de hombros. No desea explicar. De pronto, uno de sus compañeros le grita: “¡No te hagas, Feliciano! Di la verdad: ¡Tu madre te abandonó!”
Feliciano, enfurece. Con esos ojos que retan, encara a sus compañeros de mesa, pero éstos, con crueldad, a coro le castigan: “¡Tu madre te abandonó! ¡Tu madre te abandonó! ¡Tu madre te abandonó!”
Ante la burla, ahora palidece. Ambiciona ensordecer. Eludiendo la agresión, me instruye que es el sargento primero de la escolta a la bandera. Orgulloso de ello se levanta enérgico; tan intenso que amenaza. Los niños cantores se atemorizan y silencian el brutal estribillo. “¿Le enseño?”-me pregunta, satisfecho de haber logrado amedrentar. No aguarda por mis palabras. Con rígido lenguaje corporal, observa posición de firmes. Con voz ronca manda el flanco derecho, el flanco izquierdo, el paso redoblado, y el paso corto, antes de ejecutar un desafiante alto marcial de cara a sus enemigos. Rinde honor al lábaro patrio recogiendo el brazo hacia su pecho. Tranquilo, vuelve a la silla con la expectativa de haber atajado el acoso de que fue objeto. Sin embargo, al menor descuido, sus compañeros, sesgadamente, se burlan de él.
Entre nosotros, por unos instantes, priva un pesado silencio. Ya no deseo indagar y él no encuentra cómo liberar el apremio que le maltrata el corazón. Bebe un sorbo de refresco, se acerca a mí y con voz muy baja me encuesta:
-¿Por qué mi padre vivió menos y usted vive más?
-No lo sé.
-¿Lo decide Dios?
-Tampoco lo sé
-¿Entonces quién? ¡Dígame! ¿Entonces quién?
-No tengo respuesta, hijo.
Feliciano Alfonso Arsenio, también es un estudiante avanzado. Su promedio es de diez y todos los meses comparte con otros cinco internos el cuadro de honor de la casa hogar.
-Venga, le voy a enseñar –me invita
Camino tras la ruta de sus pasos con la certidumbre de que algo va a sobrevenir. Llegamos ante un muro en donde pende un modesto cartón verde. En la parte superior destaca un festivo letrero elaborado con lentejuelas multicolores: “Cuadro de Honor”. Abajo, dispuestas en forma de abanico están pegadas las fotografías de los niños más destacados. En torno a ellas, con colores amarillo, verde y azul, se han trazado los recuadros. Al pie, los nombres respectivos..
- Sí, ella se fue... –me advierte
-¿De quién hablas?
-De mi mamá. Apenas la recuerdo. Cuando se fue de la casa mis dos hermanitos se quedaron solos. Después salieron a la calle y se perdieron... No los he vuelto a ver.
Un grito espontáneo, quiebra la confesión. .”¡Ya llegó la señorita directora!”
El sargento niño, con lágrimas en los ojos, voltea hacia a la puerta principal. Ahí está su benefactora, acompañada de un nutrido séquito de damas voluntarias. Bien vestidas, unas; bien trajeadas, otras. Bien calzadas todas. Se presentan emperifolladas con todas las joyas que pudieron echarse encima. Huelen a perfume caro. Con pasitos cortos discurren entre las mesas, guardándose de no contaminarse. A distancia, con ensayada voz atiplada, saludan a los niños. Sus manos enguantadas fingen tocarlos, pero se guardan de no hacerlo. Diestras en el engaño, sonríen con falsedad para la fotografía.
Al día siguiente aparecerán en las páginas de sociales de los periódicos. Su frivolidad estará colmada. Se hablará de su infinita misericordia, de su loable desprendimiento, de su admirable abnegación en pro de la niñez desamparada.
La fugaz visita concluye. La manipulación, felizmente, fue exitosa. Aquellas almas de la caridad que se han servido de la miseria infantil para glorificar públicamente su nobleza, desaparecen en el interior de lujosas camionetas. En el interior, se despojan de sus máscaras de compasión, liberando su maquillaje de hipocresía.
Feliciano, las observa. Triste, su gesto reprueba. En la casa hogar que tiene por cárcel, se siente condenado a perpetuidad. “¿Y mis hermanos? ¿Por qué no buscan a mis hermanos?” –se interroga sin respuesta.
Todos comen, menos él.
Su mirada vagabunda se clava en la mesa en donde la comida ya está fría. Quizá navega en el cosmos en busca de su planeta muerto para caminar solo por ahí, buscando a su papá. Dándole y dándole la vuelta, hasta llegar abajo y entonces, por fin caer...