Saturday, June 30, 2007

LA CASA DE LOS ESPEJOS

LA CASA DE LOS ESPEJOS

Por José Dávila A.



Daniel era todo un caballero... Así siempre se le distinguió, pero nada tenía que ver con Sir Lancelot.

Hombre tranquilo, muy tranquilo; honrado, leal, respetuoso. Callado. Demasiado fiel, servicial, gentil y modesto. “Es toda nobleza, siempre cede y sólo piensa en complacer a los demás y nunca en satisfacer sus propios deseos. Es un pobre idealista. ¡Vaya estúpido!” –se comentaba con desdén.

Arrastrado por su rectitud ofrecía amistad a quien la requería sin ser comprendida su desmedida generosidad. Daniel pertenecía a esa clase de ser humano en peligro de extinción que se quitaba el pan de la boca para dárselo al que más lo necesitaba. Asimismo, en varias ocasiones, se enamoró entregando sin condición sus más caros sentimientos; sin embargo, nunca fue correspondido y se le reprobó porque “era demasiado complaciente e incapaz de tomar una decisión propia”.

Tras los repetidos fracasos sentimentales, nació un gran vacío en su interior cerrándole el camino al amor y al aprecio personal. Buscaba en su interior y no encontraba huella de una inquietud, una nueva pasión o un deseo.

Desconcertado, pensó que le habían robado el alma. Entonces se sintió desamparado; su corazón se había convertido en una piedra. La brutal soledad en que se encerró, le golpeaba con mayor fuerza y la desolación se convirtió en compañera de cabecera. A modo de recompensa, vivía con cierta serenidad: ya no padecía desengaños, recriminaciones, burlas o exigencias. Pero tampoco tenía con quien compartirse así mismo.

Daniel estaba harto de culminar su jornada de trabajo bebiendo una copa en la barra de un bar, en donde la mayoría de la gente estaba en solitario concentrada en su bebida y sosteniendo entre sus dedos un humeante cigarrillo.

Entonces ideó rodearse de amigos que no fueran prisioneros de tan estresante comportamiento. Algo semejante a la clonación. Deseaba que pensaran y se comportaran como él. Para ello, las paredes de cada una de las habitaciones de su casa las revistió de espejos.

Sí de espejos... El dispositivo más sencillo para manifestarse así mismo.

Sin embargo, ninguno de ellos debería reflejar su imagen y semejanza. Tendrían que distorsionar su físico para sentirse rodeado de seres desiguales, de fantasmas vivientes.

Para ello mandó fabricar, a su capricho, una combinación de espejos cóncavos, convexos y concaconvexos de diversos espesores. De esta manera logró envolverse de figuras espectrales: hombres cabezones de cuerpo ondulado y piernas mochas; hombres más delgados que una caña con manos y pies tan largos como zancos; altos de cabeza aplastada, brazos regordetes y vientre obeso; hombres narigones con cuello de avestruz y patas de pollo; hombres chaparros y melenudos con el rostro cuadrado soldada a los hombros y liadas las piernas al pecho.

Así, por doquier que deambulaba, platicaba con personas exóticas a quienes bautizaba a diario con nombres diferentes. Si por la mañana saludaba a Dámaso, por la tarde le llamaba Ambrosio y por la noche le identificaba como Alfredo. Igual acontecía con todos los demás. De esta forma, aumentaba el caudal de su agenda personal.

En efecto, la casa de los espejos tenía un encanto mágico. El rol se había transformado. Ahora sus inquilinos le complacían a él.

Sin duda alguna, su estancia preferida era el pequeño estudio de trabajo. Parecía una antigua peluquería de barrio en donde la colocación de los espejos en los cuatro muros multiplicaba la imagen de los parroquianos. De esta manera, hacia cualquier pared que volteara podía dialogar con la diversidad infinita de un individuo diferente.

Por otra parte, sala, comedor y cocina eran más discretos con relación a las reproducciones humanas, pero su recámara tenía un toque especial. Como en los hoteles de mala nota, dispuso un gran espejo en el techo; de esta manera se sentía eróticamente acompañado de la mujer siempre anhelada.

Daniel creía haber dado en el clavo; se sentía aceptado y por tanto feliz.

Con todos los huéspedes se llevaba de maravilla al intercambiar las mismas afinidades Si leía el periódico, obviamente los demás se conducían idéntico: hojeaban el mismo libro, escuchaban las mismas noticias, fumaban los mismos cigarros, degustaban los mismos alimentos, se distraían con la misma música y debatían sin contradicciones los mismos tópicos.

Era asombroso. Nunca, pues, un desaire, una discusión... una despedida. Todos estaban de acuerdo; actuaban y pensaban igual. En el estudio, Daniel hablaba de política; en la sala de los principales sucesos que le daban la vuelta al mundo; en el comedor de la carestía de la vida, en la cocina del arte culinario, en la recámara jugueteaba sensualmente con palabras de doble sentido y en el baño, en donde existía el único espejo plano de la casa, enmudecía.

Cuando se veía sin máscaras ni deformaciones corporales, cuando topaba con sus facciones reales, huérfano del espejismo de su clan de monstruos, callaba; sus ojos lentamente se enrojecían y daban paso franco a un llanto interminable..

Wednesday, June 27, 2007

LA RATA

LA RATA
Por José Dávila Arellano.

Vive en el fondo de una alcantarilla en la esquina del parque de Santa Catalina. Come y duerme con las ratas. Se ha convertido en una rata; una rata humana más de la gran ciudad que roe la conciencia de hombres y mujeres para que accedan a darle una limosna.
Se llama Inocencia. ¡Vaya contradicción de la vida! A los siete años de edad huyó de su casa, durmió una semana en una delegación de policía, después su vía crucis se extendió a un reformatorio y en la primera oportunidad que se le presentó desertó para disolverse en el tumulto urbano, sumergiéndose en el interior de una coladera de desagüe de aguas negras, como lo hacen cientos de niños de la calle a lo largo y ancho de la metrópoli.
-Sí, aprendí a explotar mi huérfana condición de vida, miserable y rebelde –confiesa con un claro tono de desafío-. No me importa mentir, robar, suplicar, arrebatar y engañar con mis falsas lágrimas. Así me gano el sustento, porque a nadie le importa mi suerte; si vivo o muero, es igual. No tengo a nadie y nadie se interesa por mí. ¿Total qué? Dígamelo a los ojos: ¿A quién le importa mi vida? ¿A usted? No lo creo –me señala con desdén y a continuación me advierte con una mirada encendida-: Ni siquiera se atreva a mentirme. Se que usted es igual que todos y a cambio de unas monedas me está utilizando para escribir una historia para su revista y después irse muy satisfecho a cenar y dormir. Porque me va a pagar por contarle mi historia, ¿no es cierto?
Con la vergüenza encendida en mi rostro, asiento. Ella, con semblante huraño, me previene: “No me mueva la cabeza, ¡dígamelo con palabras! ¡Sí o no!”
Así me habla ella, con extrema rudeza, sin ingenuidad, y con la exigencia de una desesperada sobreviviente. Consciente de su realidad y ahora con 12 años de edad, Inocencia, no hace honor a su nombre. Está viviendo la peor de las pesadillas y busca desquite. El odio la carcome y el hambre la violenta. Sus ojos negros acusan, denuncian, recriminan. Buscan un culpable con quien desquitar su desventura. El rostro infantil, demacrado y sucio, devela el abandono del tiempo. El pelo enmarañado y mugriento, el vestido rasgado, los pies descalzos y los huesos a flor de piel, la convierten en la viva imagen de un fantasma callejero.
-¡Sí o no! –vuelve a repetir huraña sacándome del impacto que me ha causado su condición humana.
-Si... –respondo torpe y con recelo a su demanda.
Tras mi respuesta, señala el fondo pestilente de la alcantarilla y dice con desconcertante naturalidad: “Ahí vivo desde que tenía siete años –afirma y con evidente sarcasmo revanchista, invita: ¿Quiere bajar? Ándele, le invito a pasar a mi casa; no a cualquier hombre le hago la invitación. Bájele a ver qué se siente allá abajo, en el infierno de las ratas”
Me niego.
-Ya lo sabía. Sólo se atreve el desesperado, el olvidado y el hambriento con un rencor a la vida de este tamañote. Usted no ha sufrido, no sabe lo que es sufrir, no sabe ni para dónde ir ni qué le espera al día siguiente. Seguro que tuvo a sus padres que le cuidaron desde chiquito.
-¿Dónde están los tuyos? –le pregunto cauto.
-¿Mi papá? No lo conozco; nunca lo conocí. Solo sé que desde chiquita mi mamá metía muchos hombres a la casa y me decía que era un amigo, un tío, un primo, un hermano, un cuñado, un padrino, y de mi papá nada. Con tanto pariente todos los días me mandaba a mi cuarto, hasta que un noche se dio cuenta que la espiaba y desde entonces empezó a pegarme y pegarme , amenazándome que me quemaría los ojos si volvía a espiarla.
-¿Y...?
-Ya no lo hice, pero algunos de esos hombres que metía mi mamá día y noche venían bien borrachos y apenas me veían me gritaban y le pegaban a mi mamá diciéndole era una prostituta y yo no entendía. Lo supe cuando escuché a uno de ellos que mejor quería conmigo. Yo no sabía qué era de eso de que querer conmigo, hasta que me llamó mi mamá y permitió que aquel hombre que apestaba a cigarro y alcohol me acariciara las piernas y me prometió que no me iba a doler. Sentí rete feo, me dio asco y le solté una patada.
-¿Y qué hizo tu mamá?
-Nada. También estaba borracha
-¿Y tú?
-Me eché a correr para la calle y ellos se rieron. Al principio no entendía que le gustaba de mí a ese desgraciado, pero no pasó mucho tiempo para adivinarlo y saber que lo que quería decir prostituta. Desde entonces vivo en la calle, la mejor escuela de la vida. Vivo de limosnas, le pido dinero a la gente y le invento que mi hermanito está muy enfermo o que se está muriendo. Ya parece que tengo un hermanito. ¡Ojalá así fuera! Quizá él sí me querría. Así pues vivo y la necesidad me obligó a rasguñar, a insultar, a morder y patear a todo aquel que se atreve a meterse conmigo. Agarro lo que encuentro a la mano: piedra o un palo. No me interesa si puedo romperles la cabeza.
-¿No sientes miedo al dormir allá abajo?
--¿Miedo? Sí, siempre siento mucho miedo; pero ¿adónde más puedo meterme? Ahora como que ya me acostumbré a la oscuridad y a la peste de los olores; a veces duermo tranquila. En mi casa me golpeaban, en el la delegación me golpeaban, y en el orfanato donde me mandaron también me golpeaban.
-Me canse de tanto golpe y por eso a la primera oportunidad me escapé y busqué en dónde estar sin que nadie me viera hasta que encontré este agujero. Se acabaron los jalones, las cachetadas, las patadas, los jalones de pelo, las maldiciones y los cubetazos de agua helada. Aquí no tengo miedo de que me violen. A nadie le importa un carajo mirar para abajo. Este es otro mundo, es como estar en el fondo de un bote de basura sin que a nadie le importe. Ni siquiera a mi mamá, que ella sí sabe dónde vivo, pero nunca me visita. Mejor así porque no la quiero.
Guardo silencio.
-Soy una apestada y ya no me importan las ratas que me rondan por las noches, porque soy una rata más. No soporto sus chillidos, porque entonces sí me da mucho miedo. Entonces les aviento unas migajas de pan y se quedan satisfechas. A veces se suben por mis piernas o por la espalda; yo me encojo y no me muevo. Que me den por muerta. Luego me dejan tranquila.
-¿Y aquí siempre vas a vivir?
-¿A dónde más? Está es mi casa; es lo único que tengo. En el barrio me respetan y no se meten conmigo y a nadie le pido lo que no quieran darme, aunque hay días que no pruebo alimento. Entonces me meto a mi hoyo a dormir y así se me olvida que tengo hambre.
-¿Alguien sabe tu nombre?
-No. Me conocen como “La Rata”. Así está mejor, porque me siento como un asqueroso animal.

LA RATA

LA RATA
Por José Dávila Arellano.

Vive en el fondo de una alcantarilla en la esquina del parque de Santa Catalina. Come y duerme con las ratas. Se ha convertido en una rata; una rata humana más de la gran ciudad que roe la conciencia de hombres y mujeres para que accedan a darle una limosna.
Se llama Inocencia. ¡Vaya contradicción de la vida! A los siete años de edad huyó de su casa, durmió una semana en una delegación de policía, después su vía crucis se extendió a un reformatorio y en la primera oportunidad que se le presentó desertó para disolverse en el tumulto urbano, sumergiéndose en el interior de una coladera de desagüe de aguas negras, como lo hacen cientos de niños de la calle a lo largo y ancho de la metrópoli.
-Sí, aprendí a explotar mi huérfana condición de vida, miserable y rebelde –confiesa con un claro tono de desafío-. No me importa mentir, robar, suplicar, arrebatar y engañar con mis falsas lágrimas. Así me gano el sustento, porque a nadie le importa mi suerte; si vivo o muero, es igual. No tengo a nadie y nadie se interesa por mí. ¿Total qué? Dígamelo a los ojos: ¿A quién le importa mi vida? ¿A usted? No lo creo –me señala con desdén y a continuación me advierte con una mirada encendida-: Ni siquiera se atreva a mentirme. Se que usted es igual que todos y a cambio de unas monedas me está utilizando para escribir una historia para su revista y después irse muy satisfecho a cenar y dormir. Porque me va a pagar por contarle mi historia, ¿no es cierto?
Con la vergüenza encendida en mi rostro, asiento. Ella, con semblante huraño, me previene: “No me mueva la cabeza, ¡dígamelo con palabras! ¡Sí o no!”
Así me habla ella, con extrema rudeza, sin ingenuidad, y con la exigencia de una desesperada sobreviviente. Consciente de su realidad y ahora con 12 años de edad, Inocencia, no hace honor a su nombre. Está viviendo la peor de las pesadillas y busca desquite. El odio la carcome y el hambre la violenta. Sus ojos negros acusan, denuncian, recriminan. Buscan un culpable con quien desquitar su desventura. El rostro infantil, demacrado y sucio, devela el abandono del tiempo. El pelo enmarañado y mugriento, el vestido rasgado, los pies descalzos y los huesos a flor de piel, la convierten en la viva imagen de un fantasma callejero.
-¡Sí o no! –vuelve a repetir huraña sacándome del impacto que me ha causado su condición humana.
-Si... –respondo torpe y con recelo a su demanda.
Tras mi respuesta, señala el fondo pestilente de la alcantarilla y dice con desconcertante naturalidad: “Ahí vivo desde que tenía siete años –afirma y con evidente sarcasmo revanchista, invita: ¿Quiere bajar? Ándele, le invito a pasar a mi casa; no a cualquier hombre le hago la invitación. Bájele a ver qué se siente allá abajo, en el infierno de las ratas”
Me niego.
-Ya lo sabía. Sólo se atreve el desesperado, el olvidado y el hambriento con un rencor a la vida de este tamañote. Usted no ha sufrido, no sabe lo que es sufrir, no sabe ni para dónde ir ni qué le espera al día siguiente. Seguro que tuvo a sus padres que le cuidaron desde chiquito.
-¿Dónde están los tuyos? –le pregunto cauto.
-¿Mi papá? No lo conozco; nunca lo conocí. Solo sé que desde chiquita mi mamá metía muchos hombres a la casa y me decía que era un amigo, un tío, un primo, un hermano, un cuñado, un padrino, y de mi papá nada. Con tanto pariente todos los días me mandaba a mi cuarto, hasta que un noche se dio cuenta que la espiaba y desde entonces empezó a pegarme y pegarme , amenazándome que me quemaría los ojos si volvía a espiarla.
-¿Y...?
-Ya no lo hice, pero algunos de esos hombres que metía mi mamá día y noche venían bien borrachos y apenas me veían me gritaban y le pegaban a mi mamá diciéndole era una prostituta y yo no entendía. Lo supe cuando escuché a uno de ellos que mejor quería conmigo. Yo no sabía qué era de eso de que querer conmigo, hasta que me llamó mi mamá y permitió que aquel hombre que apestaba a cigarro y alcohol me acariciara las piernas y me prometió que no me iba a doler. Sentí rete feo, me dio asco y le solté una patada.
-¿Y qué hizo tu mamá?
-Nada. También estaba borracha
-¿Y tú?
-Me eché a correr para la calle y ellos se rieron. Al principio no entendía que le gustaba de mí a ese desgraciado, pero no pasó mucho tiempo para adivinarlo y saber que lo que quería decir prostituta. Desde entonces vivo en la calle, la mejor escuela de la vida. Vivo de limosnas, le pido dinero a la gente y le invento que mi hermanito está muy enfermo o que se está muriendo. Ya parece que tengo un hermanito. ¡Ojalá así fuera! Quizá él sí me querría. Así pues vivo y la necesidad me obligó a rasguñar, a insultar, a morder y patear a todo aquel que se atreve a meterse conmigo. Agarro lo que encuentro a la mano: piedra o un palo. No me interesa si puedo romperles la cabeza.
-¿No sientes miedo al dormir allá abajo?
--¿Miedo? Sí, siempre siento mucho miedo; pero ¿adónde más puedo meterme? Ahora como que ya me acostumbré a la oscuridad y a la peste de los olores; a veces duermo tranquila. En mi casa me golpeaban, en el la delegación me golpeaban, y en el orfanato donde me mandaron también me golpeaban.
-Me canse de tanto golpe y por eso a la primera oportunidad me escapé y busqué en dónde estar sin que nadie me viera hasta que encontré este agujero. Se acabaron los jalones, las cachetadas, las patadas, los jalones de pelo, las maldiciones y los cubetazos de agua helada. Aquí no tengo miedo de que me violen. A nadie le importa un carajo mirar para abajo. Este es otro mundo, es como estar en el fondo de un bote de basura sin que a nadie le importe. Ni siquiera a mi mamá, que ella sí sabe dónde vivo, pero nunca me visita. Mejor así porque no la quiero.
Guardo silencio.
-Soy una apestada y ya no me importan las ratas que me rondan por las noches, porque soy una rata más. No soporto sus chillidos, porque entonces sí me da mucho miedo. Entonces les aviento unas migajas de pan y se quedan satisfechas. A veces se suben por mis piernas o por la espalda; yo me encojo y no me muevo. Que me den por muerta. Luego me dejan tranquila.
-¿Y aquí siempre vas a vivir?
-¿A dónde más? Está es mi casa; es lo único que tengo. En el barrio me respetan y no se meten conmigo y a nadie le pido lo que no quieran darme, aunque hay días que no pruebo alimento. Entonces me meto a mi hoyo a dormir y así se me olvida que tengo hambre.
-¿Alguien sabe tu nombre?
-No. Me conocen como “La Rata”. Así está mejor, porque me siento como un asqueroso animal.

Tuesday, June 19, 2007

CULPABLE DE INFIDELIDAD

CULPABLE DE INFIDELIDAD

Por José Dávila A.

Jamás lo dudé. Desde el primer momento en que te conocí adiviné que serías mi amante...
Y fuiste más que eso: cómplice secreto, amiga incondicional, discreta confidente, acompañante de los silencios, refugio de la soledad, fuente de ilusiones, y confianza sin fronteras. En pocas palabras eras mi alma gemela.

Lucías tan hermosa cuando mis ojos por vez primera se posaron en ti. Radiante, seductora, vanidosa, orgullosa y muy segura de ti, presumiendo de una belleza ajena a todo maquillaje artificial. No lo necesitabas. Tu belleza era natural, tan luminosa y nítida como luna llena iluminando una selva tropical.

Tu prestancia de inmediato me sedujo. Tu atuendo negro con ribetes plateados, te acentuaba la personalidad. Y no es porque estuvieras de luto, sino bien sabías que en la sencillez se incuba la semilla de la elegancia. Y eso me enloqueció.

Tenías ese porte misterioso que inspiraba seguridad, confianza, nobleza y sacrificio. Tu cuerpo esbelto, bien formado, de provocativas líneas, se tornaba irresistible. Y tu voz, tu dulce canto y melodía, me hablaba de mil promesas y desafíos, de encuentros y desencuentros, de repetidas sorpresas e interminables remansos en donde sólo el silencio nos identificaba.

Cuando te descubrí, las amigas que te acompañaban se morían de celos a tu lado, mientras mis ojos, lenta, sensualmente te recorrían de pies a cabeza. No existía otro espacio en dónde posar la mirada. Pronto, en mi corazón nació ese sentimiento de felicidad que de un marrazo te sacude el alma. Jamás temí acercarme a ti. Nunca vacilé en confesarte mi admiración, admiración que de pronto se tornó en ternura y después en amor.

Ahora te lo descubro: desde el primer segundo confié en ti sin temor a una traición. Bien lo sabes; sin dudar te regalé los sentimientos más profundos de mi alma que jamás persona alguna conocía. Y sí, lo sé, en un principio te sorprendiste que yo, como buen guerrero, entregara mis armas a quien le había vencido tan sólo con su presencia. Después vislumbraste mi verdad y decidimos marchar juntos.

¡Ay amor, cuánto te amaba! No podía tocar otro cuerpo que no fuera el tuyo. Tú eras el universo infinito.

Cierto, vivimos tiempos de armonía, desesperos, confrontaciones, derrotas y victorias. No importaba que el amanecer nos sorprendiera después de una larga noche de diálogo inagotable. Juntos, los débiles rayos del sol nos devolvía la esperanza de vivir otro día aún más intenso que el anterior. Sin desmayo, decidida, combatiste a mi lado en busca de la solución acertada. Jamás olvidaré que me iniciaste en un nuevo lenguaje y atenuabas mi ignorancia con tu infinito bagaje de conocimiento. Siempre te mantuviste atenta a encontrar la salida a los laberintos en donde se extraviaba mi imaginación. Nuestra convivencia fue única. Nunca un reproche, jamás un disgusto, menos aún el arrepentimiento.¿Recuerdas cómo disfrutábamos navegar juntos por mares desconocidos?

Y cuando más feliz era, empezaste a enfermar, a desmayar; se te escapaba el brío, lentas eran tus respuestas, tu semblante sufría repentinas sacudidas. ¡Demonios! ¿Qué te sucedía? Empezamos a recorrer un arduo camino de inútiles consultas, sin encontrar el antídoto a los males que persistían. Todos los remedios, las vacunas que la ciencia conocía te fueron administrados sin resultado alguno. El dictamen final fue escalofriante: tu cuerpo estaba invadido por virus y gusanos desconocidos. Tu estado físico estaba en fase terminal... Así, lentamente, te fuiste apagando como un pabilo a los pies de un altar de iglesia. Y ahí estaba a tu lado, impotente, amarrando las lágrimas y derrotado por la tristeza. Mi alma gemela, irremediablemente, se escapaba lánguida.

Desconsolado te dejé descansar al tiempo que tu voz se convertía en un susurro. Velaba junto a ti sin atreverme a tocarte para no inquietar tu espíritu rebelde. Tan sólo diálogos sin voz. Necesitabas reposo, tranquilidad y respeto. Es por ello que me negué a un trasplante, a la mutilación de tu cuerpo como una última posibilidad de salvar algo tuyo que siguiera acompañándome en mi camino. No mi amor, no podía consentirlo, porque te sigo amando tal cual eres.

Sin embargo, antes que dejes de escucharme te juro que jamás te abandonaré. Siempre permanecerás a mi lado. No obstante, tengo que ser honesto, porque jamás nos mentimos. Difícil es hacerte esta cruel confesión: Ya tengo otra amante. No, no tan perfecta como tú. Eso sería imposible. Ni su pantalla, ni su cerebro, ni su teclado, se asemejan a ti. ¡Nunca podrán! Por favor, no me rechaces, compréndeme. Necesitaba de ella, porque sin una dirección de e mail no existo en este mundo...

CONSULTORIA EMPRESARIAL

CONSULTORIA EMPRESARIAL

Por José Dávila Arellano.



No robo ni asesino ni torturo ni acoso a mis víctimas. Detesto a los pederastas, rechazo a los narcotraficantes, abomino a los pandilleros y asesinos, condeno a los violadores, repruebo a los mercaderes de la pornografía y a los funcionarios corruptos en el poder. Sin embargo, soy un delincuente de cuello blanco; es decir, de traje, corbata y zapato de charol.

Los conozco a todos y nadie me conoce a mí. Mi trabajo es aseado, discreto y eficaz. No hablo ni señalo. Sin embargo, sé cuándo ganar y cuándo claudicar. Por otra parte me limito a respetar el código de honor no escrito del malhechor: cada quien carga con la responsabilidad de su fechoría.

¿Cuál es mi especialización? El secuestro...

En efecto, me dedico a secuestrar personalidades de la alta sociedad: Políticos, gobernantes, banqueros, empresarios, abogados y todo aquel que pertenezca a la fauna corrupta que se enriquece y ampara en la impunidad. Ellos son mi objetivo fundamental porque son los que saquean al país. A los honestos les dejo en paz. Así es de sencillo y garantizo un operativo profesional. Juego limpio: no corto dedos ni orejas. Nada tan prosaico como la violencia, vulgares tiroteos callejeros o consabidas emboscadas con automóviles blindados y armas de alto poder.

Tampoco filmo videos de los cautivos ni hostigo a sus familias. Por el contrario, les concedo todas las facilidades. La clave es cuestión de resistencia. En este juego, el que se desespera, pierde.
Mis operaciones las realizó a través de un despacho de Consultoría Empresarial, fachada ideal para investigar minuciosamente los candidatos a privar de su libertad. El trabajo que desarrollo es tan meticuloso que llego a saber más de sus vidas que ellos mismos. Para tal objeto, cuento con las fuentes necesarias que me brindan protección y proporcionan información privilegiada. ¡Ay, cuántos pecadillos se llegan a descubrir!

En poco tiempo, del secuestro he hecho una industria exitosa. La última auditoria arrojó un considerable incremento en las fuentes de ocupación, al igual que se comportan a la alza sus activos fijos y se multiplican las sucursales en las principales ciudades del país. Como la expansión es inevitable y el capital de trabajo continúa en asenso, quizá en dos años más venda acciones en la Bolsa de Valores.

El personal de la “Firma” es altamente capacitado, porque es diplomado de carrera. De veras, no miento. Culminó con eficiencia estudios en medicina, leyes, física, ciencias, arquitectura, economía, ingeniería cibernética, filosofía y letras, entre otras. Sin embargo, al salir a la calle, gracias al sistema macroeconómico y globalizador que nos gobierna, la única posibilidad de empleo decente que encontró a su alcance fue de taxista o vendedor ambulante. ¿Tanto quebradero de cabeza para nada? ¿Poseer un título para emigrar al extranjero como ilegal? Lo mismo me aconteció a mí. ¡No señor, no es justo! Ante la descomunal frustración, derrotado por la impotencia, decidí asociar a mis compañeros de generación para cobrar revancha contra la cínica práctica del influyentismo oficial y privado.

Ahora, doctorados en la práctica del secuestro, todavía no tenemos competidor similar. Las ganancias son sustanciales. No me quejo; pero las normas a observar corresponden a vivir con decencia y humildad, evitar la ostentación de riqueza y poder, impedir conductas de soberbia y mantener un alto nivel de cautela. Así pues, nadie sospecha nada.

Los secuestros se registran con cita previa en casas de seguridad, en donde se invita al posible candidato a participar en un irresistible negocio difícil de rechazar. Atraído por su ambición de incrementar dolosamente su riqueza, lo que encuentra sobre una austera mesa de roble con un gran florero rebosante de flores, es un sobre personal cuyo contenido enlista con lujo de detalles todas sus trapacerías financieras, evasiones de impuestos, lavado de dinero y aventuras extra maritales. Por lo tanto se le invita a enclaustrarse voluntariamente y exhortar a su familia a liquidar el costoso rescate que le ha sido tasado. En el ínterin, nos responsabilizamos de administrar la buena marcha de sus negocios. Si hace caso omiso y da media vuelta, está advertido que la susodicha pesquisa de inmediato se cursará a todos los medios de información.

Por supuesto que se trata de un chantaje, pero un chantaje sugerente, fino, elegante y calculador, exento de gritos, amenazas y ejecuciones violentas.

Privar de su libertad a un individuo es incuestionable que debe ser traumático. ¿Entonces por qué no hacer placentera su estadía? Hasta ahora, nadie ha despreciado el hospedaje que le brindo y me evito el mal gusto de contar con vigilantes encapuchados con pasamontañas.
Las casas de seguridad de la Consultoría no son infectas pocilgas; no, nada de eso. Son palacetes de cinco estrellas que garantizan todas las comodidades, hasta el aire acondicionado. Los ventanales no existen por lógicas razones: son virtuales y ofrecen cambiantes paisajes: desde un bosque, hasta un mar calmo, pasando por montañas nevadas y verdes praderas. El prisionero goza de plena libertad y puede deambular por donde mejor le plazca. Por ejemplo: el dormitorio está generosamente alfombrado, con una cama king size y una discreta iluminación que invita al relajamiento espiritual acompañado de música new age. Por supuesto las piyamas son de importación. El baño es de mármol de Carrara: jacuzzi, con sales aromáticas, sauna y regadera a presión; en una discreta repisa siempre está dispuesta una botella de buen champan francés y un par de copas de Murano; también posee un espejo monumental, así como batas y toallas de lino y algodón. El gimnasio es vital para conservarse en forma y está equipado con sofisticados aparatos multiusos. En el comedor encontrará las viandas que previamente elige del menú que cada 24 horas se pone a su disposición. Por último, en la sala está disponible una colección de libros clásicos, mesa de billar, televisión de plasma, bar con las más exclusivas bebidas, video games, revistas ( el Playboy está censurado a fin de no estimular conductas improcedentes) y un escritorio en donde puede enviar a sus familiares las cartas que considere necesarias, previa censura de mi parte. Los celulares están prohibidos.

Por lo anterior descrito, es obvio que nunca lo inmovilizo o le vendo los ojos. Controló sus movimientos por medio de un circuito cerrado de cámaras digitales de alta tecnología y el mantenimiento de los aposentos se realiza con extremo sigilo cuando se encuentra acurrucado en los brazos de Morfeo. Nunca tendrá oportunidad de conocernos. Nunca verá rostro alguno.
Para sorpresa mía, la atención es tan esmerada que se han dado el caso de que el sujeto raptado ya no quiere regresar a su hogar, pese a que se ha liquidado a satisfacción la respectiva recompensa. Ruega y hasta llora por continuar en tan maravilloso cautiverio, dado que se ha cumplido con el compromiso de mantener sus negocios al resguardo de buen puerto y no tiene que lidiar con los caprichitos de la esposa, los celos de la suegra y los berridos de los hijos. Entonces, por excepción se le conceden dos semanas más de gracia y después ¡lo echo a la calle! Desde luego se observan los buenos modales. Así como desapareció sin dejar huella, graciosamente reaparece en la vía pública bien vestido, rasurado y bañado.

Por otra parte, en ocasiones me enfrento a un difícil dilema: La familia en turno me ofrece el doble del rescate con la condición que lo retenga indefinidamente. Incluso se obliga a depositar generosas donaciones para tal efecto. Ante la frecuencia de tan reiterativas apelaciones, en nuestra próxima sesión de Consejo se estudiará seriamente la posibilidad de crear la Fundación del Secuestrado.

Hasta aquí, tal es el sutil engranaje que respalda una productiva actividad que lava mis delitos y calma el remordimiento de conciencia. En efecto, confieso ser un secuestrador de alta escuela, complaciente, amable, decente, y sobretodo preocupado por el bienestar de mis prisioneros temporales.

No obstante, en los últimos tiempos, ante el preocupante aumento del índice de inseguridad en el país, me seduce la posibilidad de impartir una maestría sobre el buen secuestro a fin de extirpar del negocio a las bandas de analfabetas criminales que actúan con brutal desaseo. ¡Ay de mí!, es tan sólo una quimera... Quizá cuando los tiempos mejoren y los delincuentes sin escrúpulos se encuentren en vías de extinción, me proponga escribir un libro sobre este espinoso tema. Por ahora, estoy convencido que tales pretensiones echarían a perder un negocio perfecto...

EL TEMPORAL

EL TEMPORAL

Por José Dávila A.

-Va haber hambre, si señor...
Don Eustaquio, con el desconsuelo y la resignación enganchados en su rostro enjuto, observa la desolación que le rodea. Encorvado por su vejez, con los brazos caídos, una camisa raída y un sucio pantalón de manta arremangado hasta las rodillas, mira con impotencia su corral. La tormenta todo lo devastó; casa, siembra, plantas y árboles, yacen ahogados en un lodazal.

-Ni cómo hacerle cuando el agua se lo lleva todo –dice con voz trémula de impotencia, que se niega a la resignación y le quiebra el espíritu. Sus manos nerviosas y huesudas dan vueltas y vueltas al ala destejida de un viejo sombrero de palma. El sombrero de toda una vida, el sombrero que con orgullo portaba su padre al abrir surcos en la tierra generosa; el sombrero que recibió como único legado al quedarse huérfano.

-¿Ónde quedaron mis gallinitas? ¿Ónde mis conejos y mis patos? ¡Santa María, ni los palomos se salvaron! Todo voló, señor: voló el techo de mi choza, voló el colchón, voló el anafre, voló la cobija, voló mi única silla, voló hasta el cuadro de la Virgen del Sagrado Corazón. Y si yo no volé fue porque me metí en medio de mis dos bueyes; animales fieles, sí señor. Me agarré de sus pescuezos y nada más mugían con los ojos saltados de miedo y las patas atrancadas en la tierra para no aplastarme. Fieles mis dos animales. A ellos les debo que ahora este aquí, enraizado en el lodo, viendo que ya no tengo nada.

-Ni siquiera un poquito de algo...

Apenas se había iniciado el calendario meteorológico de huracanes junio-noviembre y la primera tormenta tropical no dudó en abrir fuego, hiriendo la costa de Chiapas. Sus coléricas y silbantes rachas de viento arrasaron con rancherías, árboles y torres de conducción eléctrica. De un cielo sombrío, amenazante, se desplomaron rabiosas cortinas de agua ahogando siembras, pudriendo platanares, desbordando cauces y arroyos, inundando humildes poblados y dejando indefensas a puñados de familias. Tras su violento paso dejó como herencia un silencioso desamparo. Cuando por fin en las alturas renació un pálido sol, en la tierra todo estaba hecho un pantanal.

Eustaquio es hombre solo. Hace cinco años murió su mujer. Después, sus cuatro hijos, cada cual a su tiempo, se fueron siguiendo las vías del ferrocarril huyendo de la miseria del campo y con la esperanza anidada en el corazón de encontrar una vida mejor. Uno a uno, año tras año, se despidió, hasta dejarlo solo. Y Eustaquio, uno tras uno, les dio su bendición.

Una cruz de madera, se convirtió en su única compañera. Ahora, quebrada por la mitad, naufraga en el barrizal que vela el lugar en donde yace la esposa amada.

-Sólo me consuela que ellos ya no están; que se salvaron. Ya no tengo nada, señor. ¿Entiende? Ni siquiera un poquito de algo. Mi choza está partida en dos, como mi misma espalda. ¿Entonces ya pa´qué tanta preocupación? ¿De qué sirvió tanto sudor? Miré mis plantitas de plátano, podridas de agua. Ni asomo de una mazorca, ni asomo del poquito cacao que me animé a sembrar. ¿Y ora de qué me alimento? ¿De sueños...?

-¿Qué si no fui avisado? ¿Y cómo hacerle pa´adivinar si ni radio tengo? En esta tierra de Dios nadie se acuerda que aquí vive Eustaquio, desde que era así de chiquito. Mire pa’ todos lados. Ni loma ni monte que remontar. Menos carretera que andar. Entos ¿pa´ónde hacerse cuando le pega el temporal? Doy gracias que todavía estoy vivo, sí, gracias a mis dos bueyes. ¿Qué si los sacrifico? ¡Ni lo quiera Dios, señor! Es todo lo que me restó. Mejor le rezo al Santísimo y él dirá.
Lo demás está bien jodido y va haber hambre, eso que ni qué.

-Y apenas empezamos. Qué lejos se ve noviembre, señor...

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LA PEÑA VOLADA

LA PEÑA VOLADA

Por José Dávila A.


Don Mario Pinto hacía sumas con los dedos de sus manos y al poco rato no le alcanzaba la memoria para retener tanto número.

Cuando llegaba por los cincuentas o sesentas, dudada si eran setentas y con admirable paciencia volvía a empezar la cuenta. Así una y otra vez, prisionero de su parsimoniosa terquedad, los frecuentes fracasos se centraban finalmente en no estar al corriente de su edad.

Hacía mucho tiempo en que no reparaba en los días andados a lo largo de su vida y resolvió que era hora de saberlo. Desgraciadamente, le fallaba la puntería...

Que ya estaba viejo, lo estaba. Que seguía fuerte y sano, lo estaba. Que estaba cierto que era el único que vivía en su pequeño rancho, no lo dudaba. Que sus vecinos y amigos habían partido a mejor vida, ni titubeo tenía.

“¿Entonces?”- se preguntaba en cada nuevo amanecer y tras finalizar sus tareas de campo, volvía a barajar sus dedos hasta el momento de refrendarse la confusión.

Cuando la noche se le venía encima, se desprendía de su sombrero para que su rostro marchito lo iluminara la Luna y entonces preguntarle con devoción si vería el Sol del siguiente amanecer, sin atinar la fecha de su cumpleaños.

En su rancho de la Peña Volada, privaba un silencio eterno. A golpe de vista era una colmena de viviendas, establos y trojes con antigua acta de defunción. Unas sin techo, otras sin puertas, la mayoría sin ventanas como cuencas sin ojos y las más vetustas sólo con algunos decadentes muros en pie resueltos a no morir.

La Peña Volada se había convertido en una arruinada propiedad y Don Mario era el único fantasma que la habitaba. Sí, un fantasma que vagaba por sus cuatro puntos cardinales buscando tareas que terminar. No le faltaba el puñado de maíz, frijol, arroz, papa, y chile, así como raciones de camote, pepino, acelga, el jitomate, lechuga y calabazas que cosechaba en el huerto, ni aún menos los huevos fritos que cada mañana desayunaba. Además, en su mesa nunca faltaba una manzana, una pera o un plátano.

Si deseaba carne, salía con su vieja escopeta de doble cañón al hombro, y regresaba con una tercia de conejos y un racimo de codornices colgando del mecate que le servía de cinturón.

Sin embargo, el anciano no se sentía solo. Tenía amigos con los cuales dialogar: gallinas ponedoras, un burro, un perro sarnoso y dos mulos: uno tan añoso como él y el otro más joven, pero más remolón. Ambos eran la mar de mañosos: les gustaba el forraje, pero sufrían de migraña cuando tenían que jalar el arado para abrir nuevos surcos. No obstante, con resignación se doblegaban a la férrea voluntad de su amo que lejos estaba de arrastrar los pies.

Así transcurría la vida cotidiana de Don Mario, cuando un día al retornar de sus faenas campiranas, en su casa le esperaba un hombre alto, joven y bien trajeado. Sorprendido y deslumbrado no atinaba bien a bien en reconocer al visitante, hasta que preguntó dubitativo: “¿Eres tú Miguel?”

Al recibir afirmación, Mario Pinto descubrió que tenía guardadas muchas lágrimas. El abrazo fue sostenido y cálido sin que mediara una sola palabra. Cuando la emoción reencontró su cauce, Miguel le advirtió. “Padre, vengo por usted”.

Don Mario clavó su interrogante mirada en la de su hijo sin poder comprender aquellas palabras. Contó con sus dedos hasta diez y respondió incrédulo: “¿Por qué?”

-Porque usted ya está viejo y...

-¡Viejos los cerros y todavía reverdecen! – respondió airado el ranchero.

-No se enoje padre. Entienda: no es bueno que viva tan solo.

-¿Grande, si tan sólo tengo...? –respondió indeciso Mario Pinto y de inmediato empezó a recontar con sus dedos.

Miguel con ternura le tomó las manos interrumpiendo una suma que no arrojaría un resultado cierto y con voz convincente le dijo. “Usted tiene 83 años”.

-¿Tantos? –respondió Don Miguel con el azoro desbordado en su cara.

-Sí padre. Además aquí corre peligro. Estas tierras ya son territorio de bandas de narcotraficantes y no tardarán en venir a quitárselas.

-¡Jamás podrán!

-Padre, por favor, piénselo: conmigo vivirá seguro en la ciudad. Ya es hora que descanse; además estás tierras ya rindieron, son estériles.

-¡Ni lo pienses! –contestó airado Don Miguel-. Hoy más que nunca rendirán su mejor cosecha.

-Padre, por favor.

-Te digo verdad, ya que sabes que no miento. Será una gran cosecha porque las he abonado muy bien.

-¿Abono? ¿Con qué clase de abono padre, si carece de dinero para comprarlo? –preguntó con extrañeza Miguel.

Su padre, interrumpió el conteo con los dedos de su mano y resumió:

-¿Con qué abono? ¡Pues con las cenizas de los cuerpos de los cinco narcos que vinieron el mes pasado a querer plantar mariguana en mi milpa! –al tiempo que fijó la mirada en su inseparable escopeta y después sonrió dejando al descubierto una dentadura desbaratada-