Sunday, February 25, 2007

PACTO DE AMOR

PACTO DE AMOR

Por José Dávila




Fue de común acuerdo. Yo la enterraría o ella me incineraría...
Yo la llevaría al cementerio de San Sebastián de su pueblo natal y ella me arrojaría al mar. Sin embargo, existía una condición, un voto inviolable.
Quien sobreviviera debería vivir en la misma casa en donde la felicidad siempre nos cobijó, sin derramar una lágrima.
¿Quién de los dos propuso lo que se antojaba un futuro martirio? Ella, por supuesto. Siempre más lúcida y realista vislumbraba que ésta era la única forma de sobrevivir la ausencia del ser amado. Huir, buscar otra estancia, otro paisaje, otro país, sería escoger la puerta falsa. La única forma para superar el desamparo era enfrentarlo cara a cara.
Transcurrieron muchos años, tantos que ya había olvidado nuestro pacto, quizá por que nadie en sus cabales piensa en morirse al día siguiente y en contraposición confía erróneamente que tiene la vida comprada.
Éramos una pareja inseparable que no requería de hablar para entendernos; bastaba vernos a los ojos para adivinar lo que cada quien deseaba. Nos satisfacía sentir el calor de nuestras manos para entrelazar la ternura y enloquecíamos cuando hacíamos el amor.
No requeríamos de estar juntos en la misma habitación para sentirnos acompañados, amados o comprendidos. En cualquier lugar que fuese, siempre sentíamos la presencia del otro.
Ella era feliz; yo era feliz. Ella había buscado el amor sin encontrarlo hasta que tropezó conmigo. Yo, traicionado, había encadenado mi corazón hasta que tropecé con ella.
Dicen que el amor nunca es para siempre. Para nosotros lo fue, al menos hasta que ella murió un día después de celebrar nuestras bodas de plata.
En efecto, 25 años de entrañable convivencia plena de entrega sin condición. Sin esperar más de lo que cada uno podía aportar. Ella nunca me pudo dar un hijo; lo deseaba más que yo. Sin embargo, tampoco se amargó. Con humildad aceptó lo que Dios le ofrecía sin renegar, reclamar o maldecir. Por supuesto, bien lo sé, sufrió mucho, pero escondió su dolor, lo acunó con admirable entereza y le sonrió a cada nuevo amanecer consciente de que era una mujer amada y no permitiría que el infortunio le quebrara el espíritu. Valiente asumió su destino y se convirtió en la principal razón de mi existir.
No se dejó derrotar. Nunca. Jamás. Ni siquiera en su lecho de muerte. Su última mirada me recordó nuestra promesa. Y la cumplí...
Regresar al hogar que fue nuestro baluarte, no fue cosa fácil. Cuando abrí la puerta sentí el primer latigazo de la soledad. La desolación me flageló. ¿Por qué demonios no fui yo el que falleció primero? ¿Acaso tendría el valor de ella para vivir rodeado de tantos recuerdos, día tras día, noche tras noche, siempre acompañado de las sombras de mil recuerdos, de retratos, de cartas, del olor de su cuerpo latente en su ropa y el aroma de su fragancia favorita. ¡Ay, cuánta tortura!
Despertar en compañía de un imponente silencio era sentir un nuevo golpe en el estómago y el ahogo de un nudo en la garganta. Deambular por la recámara, por la cocina, por la sala, equivalía a transitar por un camposanto. Tanto evocación agolpada me laceraba y por momentos creía ver su grácil figura que pronto se desvanecía dejando tras de si su luminosa sonrisa. Inconsciente buscaba sin encontrar. Entonces, pronto salía a la calle sin rumbo definido e inventaba vanos pretextos para demorar el regreso a una fría prisión.
El duelo se tornaba infinito, como infinito vivía mi amor por ella. En casa permanecía mudo, no hablaba para no escuchar el eco de mi voz. Ni radio ni televisión ni libros ni nada. Sólo su memoria. Sólo vigente el dolor, la amargura, el insomnio, la evasión, la rebeldía ante los misterios de la vida.
¿Cuánto tiempo permaneció viva la desventura? No lo sé. En verdad lo desconozco porque para mí el tiempo se había detenido mordisqueando mi pena. Me condolía como un miserable sin entender que la estaba traicionando, que había sido afortunado de compartir su compañía y que si me condicionó a vivir en nuestra morada de siempre, fue porque su espíritu siempre estaría ahí. Jamás me abandonaría. Su presencia se palpaba por doquier; en su sillón preferido, en el lecho, tras las cortinas, en las luces del candil, en la mesita del centro, en el librero, en el balcón, en las rosas del jardín, en cada cuadro se donde escondía el nicho de nuestro amor.
Cuando lo entendí, el luto desapareció y retorné al trabajo. El sol volvió a brillar el viento a refrescar y la sonrisa renacer. Había vuelto a la vida enriquecida por tantas y tantas reminiscencias. Sólo una cosa me preocupaba: ¿Ahora quién arrojaría mis cenizas al mar?

CULPABLE DE INFIDELIDAD

CULPABLE DE INFIDELIDAD

Por José Dávila A.

Jamás lo dudé. Desde el primer momento en que te conocí adiviné que serías mi amante...
Y fuiste más que eso: cómplice secreto, amiga incondicional, discreta confidente, acompañante de los silencios, refugio de la soledad, fuente de ilusiones, y confianza sin fronteras. En pocas palabras eras mi alma gemela.
Lucías tan hermosa cuando mis ojos por vez primera se posaron en ti. Radiante, seductora, vanidosa, orgullosa y muy segura de ti, presumiendo de una belleza ajena a todo maquillaje artificial. No lo necesitabas. Tu belleza era natural, tan luminosa y nítida como luna llena iluminando una selva tropical.
Tu prestancia de inmediato me sedujo. Tu atuendo negro con ribetes plateados, te acentuaba la personalidad. Y no es porque estuvieras de luto, sino bien sabías que en la sencillez se incuba la semilla de la elegancia. Y eso me enloqueció.
Tenías ese porte misterioso que inspiraba seguridad, confianza, nobleza y sacrificio. Tu cuerpo esbelto, bien formado, de provocativas líneas, se tornaba irresistible. Y tu voz, tu dulce canto y melodía, me hablaba de mil promesas y desafíos, de encuentros y desencuentros, de repetidas sorpresas e interminables remansos en donde sólo el silencio nos identificaba.
Cuando te descubrí, las amigas que te acompañaban se morían de celos a tu lado, mientras mis ojos, lenta, sensualmente te recorrían de pies a cabeza. No existía otro espacio en dónde posar la mirada. Pronto, en mi corazón nació ese sentimiento de felicidad que de un marrazo te sacude el alma. Jamás temí acercarme a ti. Nunca vacilé en confesarte mi admiración, admiración que de pronto se tornó en ternura y después en amor.
Ahora te lo descubro: desde el primer segundo confié en ti sin temor a una traición. Bien lo sabes; sin dudar te regalé los sentimientos más profundos de mi alma que jamás persona alguna conocía. Y sí, lo sé, en un principio te sorprendiste que yo, como buen guerrero, entregara mis armas a quien le había vencido tan sólo con su presencia. Después vislumbraste mi verdad y decidimos marchar juntos.
¡Ay amor, cuánto te amaba! No podía tocar otro cuerpo que no fuera el tuyo. Tú eras el universo infinito.
Cierto, vivimos tiempos de armonía, desesperos, confrontaciones, derrotas y victorias. No importaba que el amanecer nos sorprendiera después de una larga noche de diálogo inagotable. Juntos, los débiles rayos del sol nos devolvía la esperanza de vivir otro día aún más intenso que el anterior. Sin desmayo, decidida, combatiste a mi lado en busca de la solución acertada. Jamás olvidaré que me iniciaste en un nuevo lenguaje y atenuabas mi ignorancia con tu infinito bagaje de conocimiento. Siempre te mantuviste atenta a encontrar la salida a los laberintos en donde se extraviaba mi imaginación. Nuestra convivencia fue única. Nunca un reproche, jamás un disgusto, menos aún el arrepentimiento.¿Recuerdas cómo disfrutábamos navegar juntos por mares desconocidos?
Y cuando más feliz era, empezaste a enfermar, a desmayar; se te escapaba el brío, lentas eran tus respuestas, tu semblante sufría repentinas sacudidas. ¡Demonios! ¿Qué te sucedía? Empezamos a recorrer un arduo camino de inútiles consultas, sin encontrar el antídoto a los males que persistían. Todos los remedios, las vacunas que la ciencia conocía te fueron administrados sin resultado alguno. El dictamen final fue escalofriante: tu cuerpo estaba invadido por virus y gusanos desconocidos. Tu estado físico estaba en fase terminal... Así, lentamente, te fuiste apagando como un pabilo a los pies de un altar de iglesia. Y ahí estaba a tu lado, impotente, amarrando las lágrimas y derrotado por la tristeza. Mi alma gemela, irremediablemente, se escapaba lánguida.
Desconsolado te dejé descansar al tiempo que tu voz se convertía en un susurro. Velaba junto a ti sin atreverme a tocarte para no inquietar tu espíritu rebelde. Tan sólo diálogos sin voz. Necesitabas reposo, tranquilidad y respeto. Es por ello que me negué a un trasplante, a la mutilación de tu cuerpo como una última posibilidad de salvar algo tuyo que siguiera acompañándome en mi camino. No mi amor, no podía consentirlo, porque te sigo amando tal cual eres.
Sin embargo, antes que dejes de escucharme te juro que jamás te abandonaré. Siempre permanecerás a mi lado. No obstante, tengo que ser honesto, porque jamás nos mentimos. Difícil es hacerte esta cruel confesión: Ya tengo otra amante. No, no tan perfecta como tú. Eso sería imposible. Ni su pantalla, ni su cerebro, ni su teclado, se asemejan a ti. ¡Nunca podrán! Por favor, no me rechaces, compréndeme. Necesitaba de ella, porque sin una dirección de e mail no existo en este mundo...

LA SALA DE ESPERA

LA SALA DE ESPERA.

Por José Dávila



Inocente Cándido, hipocondríaco de nacimiento, decidió consultar de emergencia a su médico familiar que le había atendido desde el mismo momento en que aterrizó en este mundo. Aprensivo por naturaleza y por consecuencia víctima de la depresión que le exponía con gravedad a cualquier simulación de enfermedad, desde pequeño elaboró una agenda para registrar todos los males que podría padecer con el propósito de mantenerse alerta en cuanto se presentaran los primeros indicios de malestar y como medida de prevención corría de inmediato a la farmacia para adquirir todos las medicinas necesarias que se embutía de un solo golpe. Tal disciplina se había convertido en el método ideal para sentirse temporalmente a salvo de cualquier atisbo de malestar.
De esta fórmula, recordaba los vómitos que padeció desde que empezó a alimentarse de la leche materna a causa de un reflujo recurrente; desde entonces, pese a que la memoria lo traicionaba, aseguraba que cuando cursaba la educación primaria le atacó un sarampión de origen desconocido en donde la fiebre le subía y bajaba como en la Bolsa Valores; asimismo, cuando fue víctima del mal de Parkinson a los 10 años de edad y meses después experimentó conatos de parálisis infantil. De este escrupuloso registro, a lo largo de su adolescencia y juventud se detallaban las amenazas de contraer la peste bubónica, tuberculosis, meningitis, asma, leucemia diabetes, tisis, mal de san Vito, dengue en conjunción con el paludismo, neumonía, viruela negra, dermatitis y a últimos fechas inequívocos alteraciones de Alzheimer, amén de salvarse por un pelito del Sida.
Consciente de que su consulta sería hasta las seis de la tarde, suspicaz, se presentó en la sala de espera del hospital tres horas antes con la esperanza de ser atendido oportunamente por su doctor de confianza, porque estaba convencido de sufrir una gastroenteritis aguda después de haber devorado de un solo golpe dos docenas de tacos de carne de puerco al pastor con cebolla, perejil, salsa verde y guacamole, acompañados con un suculento platón de creadillas al mojo de ajo. Cuando empezó a sentir la combustión interna que buscaba como única salida la puerta trasera de su sistema digestivo, pasó por su cabeza la fugaz posibilidad de requerir de una colostomía, pues su sufrido colon se quejaba de aquella metralla de inoportunas ventosas.
Por supuesto el recinto estaba vacío y para calmar sus aprehensiones optó por leer las clásicas revistas añejas que siempre se encuentran a disposición del cliente. Ahí se encontró un artículo que hablaba de la lepra y de inmediato creyó experimentar una irritación cutánea que sin duda debía de estar relacionada con la descripción médica del almanaque y pudiera relacionarse genéticamente con sus tatarabuelos maternos o paternos, cuando llegó una señora obesa y para colmo embarazada, acompañada de una comadrona.
La paciente estaba en un grito por los inequívocos presagios de alumbramiento y no cesada de quejarse amargamente de que el producto venía en reversa y por ello atrapado como un coche en un congestionamiento vial. Sus quejas fueron transformándose en gritos y de gritos pasó a los alaridos con un admirable incremento de los decibeles. Paciente, la buena samaritana le ayudaba a caminar de un lugar a otro a fin de que los dolores menguaran.
Inocente Cándido, predispuesto al dolor, maquinalmente se sobaba su masa intestinal y cuando a la doña encinta se le rompió la fuente, cundió el pánico. Él, simple espectador, hizo un gran esfuerzo por no desaguar su vejiga al tiempo que se le revolvía más el estómago amenazando expulsar su interior precisamente por donde había entrado.
Por fortuna, el doctor arribó antes de que un nuevo crío convirtiera la sala de espera en maternidad y con diligencia condujo a la futura madre al interior del consultorio. Pese a todo, desde adentro continuaban escuchándose los pujidos de rigor y los intermitentes gritos que se transformaron en maldiciones, hasta que finalmente se escuchó el clásico berrido del recién nacido.
Inocente se tranquilizó cuando entró lento otro paciente: alto, bien parecido, mandíbula cuadrada en donde se adivinaba un poderoso músculo masetero, pecho expandido y cintura de abeja. Vestía un pantalón ajustado y una playera sin mangas por lo que bíceps, tríceps, muslos, pantorrillas y sobre todo, glúteos, sobresalían provocativamente en su incesante ir y venir. A todas vistas era víctima de la “vigorexia”. Guapo de naturaleza, para acabarla de rematar no dejaba de echarle ojitos a Cándido, quien no era tan casto para adivinar que el símil de Rocky Balboa era gay. “¿Qué hacer?”, se preguntaba hecho un nudo de nervios.
Por fortuna hizo su aparición una visión impactante: un hombre vendado de pies a cabeza a causa de las quemaduras que sufrió al ser el único sobreviviente de un incendio en un table dance; le acompañaba un anciana octogenaria que le tomaba suavemente de la mano menos despellejada a fin de indicarle el camino a seguir. Cándido, del susto, pegó un respingo y creyó sufrir un para cardíaco al estar frente al mismo Tutankamón, faraón de la XVIII dinastía, cuya siniestra leyenda era bien conocida por las muertes inexplicables que había sufrido el descubridor de la tumba, incluyendo su perro. Por si hubiese escapado o no de un museo, la víctima se quejaba por lo bajo, pero sin pausas.
Indudablemente que la presencia del momificado no era de buen agüero, porque detrás de él, entró una señora implorando ayuda a causa de que su esposo lo acababa de atropellar un trailer. Tras saber que el médico estaba ocupado en una emergencia por conservar en vida el retoño de la recién parida, perdió fuerza y se desvaneció en brazos de Inocente Cándido y con voz entre cortada le suplicaba que por favor le auxiliara porque era diabética y sentía morirse. Sin embargo, quien empezaba a sentir síntomas de defunción era el hipocondríaco y no la esposa del infeliz atropellado.
En esas se encontraba, cuando penetró, bamboleante un joven más delgado que un junco tosiendo a diestra y siniestra tapándose la boca con un pañuelo sanguinolento.“¡Tuberculosis!”, pensó rápido Cándido y sin asomo de pudor se deshizo de la desalentada señora abandonándola en el piso y corrió a refugiarse al rincón opuesto en donde estaba Tutankamón o su similar del tercer milenio. La viejecita al cuidado del quemado en vida, le dijo en voz baja. “No tema señor, el jovencito que acompaño viene todas las tardes y está desahuciado; a lo mejor se muere antes de que lo reciba el doctor”.
Sin duda alguna, Inocente sintió un asalto de migraña, de estreñimiento y comezón de hemorroides. Todo en el mismo paquete. Indefenso, buscaba en sus bolsillos un antídoto a la angustia que le invadía y le empezaba a castañetear los dientes.
La viejita de marras, viendo la desamparada condición de su nuevo acompañante se apiadó de él, olvidándose de la chamuscada momia viviente. “No tema señor, al fin y al cabo todos nos vamos a morir. Ánimo, a lo mejor usted alcanza el día de mañana”.
A Cándido se le sumó a todos sus padecimientos una incontenible taquicardia que le aceleraba el corazón a causa del estrés que estaba padeciendo. Sentía que la sala de espera le aprisionaba, le ahogaba y le robaba el respiro, cuando hizo su aparición un anciano pidiendo a gritos un analgésico que le calmara los dolores de lumbago. En contraste, siguiendo al enfermo de la tercera edad, se presentó un hombre desorbitado que se doblaba y se retorcía del dolor que le aquejaba en el estómago. Inocente, rescatando fuerzas de su hipocondriasis, inútilmente trató de auxiliarlo e insistía en saber los orígenes del mal ignorando que no profería palabra o queja porque era mudo.
La sala de espera se había convertido en un espacio lóbrego, en donde privaba el dolor, la desgracia y la desesperanza, sin tomar en cuenta los gritos y pujidos. Los segundos se tornaban en minutos y los minutos en largas horas. Poco a poco, cada uno de los pacientes era recibido por el médico que finalmente había hecho posible que la condición del bebé fuera estable ante el fervoroso agradecimiento de la nueva mamá.
Cuando por fin le tocó su turno, después de tres horas de vía crucis, ante el facultativo desembuchó que tenía dolores de parto, desconocidas inclinaciones homosexuales, quemaduras internas de tercer grado, una diabetes endiablada que sin duda había desencadenado una infección tuberculosa, insoportables retortijones de lumbago en vías de gravedada y estrechez de estómago que le hacía doblarse en dos. Ante el demente alud de Inocente Cándido, su médico de cabecera se había quedado en estado catatónico y sólo una pregunta hizo el milagro de que pestañara dos veces: “¿Usted cree doctorcito que me voy a morir mañana..?”