Tuesday, February 24, 2009

LOS FATAMAS

LOS FANTASMAS>> Por José Dávila A.>>> Sí, era un payaso, un payaso joven...>> Se disfrazaba con una peluca de largos rizos rojos. Su cara estaba> pintada de blanco con la clásica nariz de bola roja; gruesas cejasde> color negro, círculos azulados en las mejillas, y una boca negra y> amarilla dibujándole una colosal sonrisa de oreja a oreja. Vestíaun> saco holgado de cuadros morados y blancos; camisa rosa con lunares> morados y corbatín de moño de seda rojo; un pantalón verde conrayas> naranjas, zancón y con cintura suelta enganchada de tirantesnegros;> un par de zapatos blancos de voluminosa puntera rojinegra,idénticos> a los que usaba su tío Ignacio en el circo de arrabal.>> Cuando se prendía la luz roja del semáforo, él se aparecía frente a> los coches. Rápido, con saltos grotescos, intentaba capturar la> atención de los malhumorados automovilistas.>> Bajo aquella atrevida indumentaria se escondía un cuerpo fuerte,> duro, atlético. Torso expandido, cuello de tronco, brazos de hierroy> piernas que eran dos columnas de granito. Cuando en el gimnasio se> ejercitaba frente al espejo, los músculos le brincaban conasombrosa> facilidad a lo largo y ancho de toda su humanidad. Largas horas, el> payaso, le dedicaba al levantamiento de pesas.>> En el barrio de Nativitas le apodaban "El Monstruo" y en la casalo> llamaban Luis Ángel. Hijo único, de 21 años de edad, luego de> reprobar la escuela preparatoria, se negó a seguir estudiando y se> convirtió aprendiz de mecánica en el pequeño taller de coches que> tenía su padre. Sin embargo, según él, se preparaba para ser galánde> cine. Las tareas automotrices las compaginaba con las visitas al> gimnasio, en donde hacía cuerpo para lucir bien en la pantalla. Sin> embargo, el sueldo de principiante era bajo y la jornada agotadora.> Pronto se hartó de hacer "talachas".>> –Estudias o trabajas. ¡En esta casa no quiero vagos! –advirtió> tajante el padre.>> –Pues ni lo uno ni lo otro –respondió mandón el hijo y agarrócamino> para los estudios de cine, convencido de trabajar en la primera> película que le propusieran.>> Luego de largos meses de desilusión y fracaso en el mundo> cinematográfico, su presentación artística fue en la esquina de> Puente de Alvarado y Guerrero, céntrico y conflictivo crucero vialen> donde se le escapaba la existencia.>> Lanzando pelotitas al aire, haciendo magia con un viejo sombrero de> fieltro gris, y desapareciendo el as de espadas bajo el sobaco, sin> saberlo, empezó a conformarse, a perderse todos los días en oleadas> de automóviles y transeúntes estresados.>> Nubes de humo, calores asfixiantes y olores podridos, le envolvían.> Entre gritos, maldiciones y bocinazos, extraviaba la identidad. En> cada alto del semáforo, ofrecía su actuación, plana y breve.>> Nadie le aplaudía ni se reía; menos aún, le veía de verdad. Luis> Ángel era un fantasma en un escenario gris, cruento y mundano. Sin> embargo, luego de tres o cuatro horas de tráfago, alcanzaba areunir> algunos pesos.>> Después de todo a Luis Ángel no le iba tan mal: no madrugaba, no> cambiaba mofles ni parchaba llantas; no checaba tarjeta, no tenía> jefe ni pagaba impuestos al fisco. Feliz de la vida, cumplido el> horario, se iba al gimnasio a pulir figura, a forjar volumen, sin> importarle que doña Meche, la cocinera de la fonda de don Erasto,> diario le echara en cara:>> -Vergüenza te debía de dar Luis Ángel: ¡tan joven y aventando> pelotitas en la esquina! Prefieres hacerla de cirquero que buscarte> un trabajo de verdad. ¿De qué te sirve lo garrudo?>> -Usted no sabe nada doña Meche, ya está antigua –respondía> indiferente el payaso.>> En la esquina opuesta, en el jardín de San Fernando, todas las> mañanas tres mujeres otomíes, bajo la sombra de un árbol, sesentaban> a platicar, a coser muñecas de trapo, a ver pasar el día, y a comer> pedazos de zanahorias tiernas. Marcaban su territorio con bolsas de> ropa vieja, pedazos de pan duro, cacharros de cocina, mamilas,> sonajas, y juguetes rotos para entretener a la chamacada.>> Sin preocupación, la vida les pasaba por encima. De la primera> indígena, un bebé mamaba de un seno agotado; de la segunda, un> chiquillo sucio y moquiento dormía sobre el faldón; de la tercera,> dos de sus chamacos culebreaban entre los automóviles.>> El mayor, acaso siete años de edad, como robotito, pedía para una> torta. La menor, una niña de escasos cinco años, con el moco defuera> y un pedacito de franela, tan pequeño como su corazón, simulaba> limpiar el espejo lateral de los coches y pedía para el refresco.>> Ellos también eran fantasmas de la gran ciudad; fantasmas con la> niñez robada, con la identidad perdida y la ilusión secuestrada.Era> difícil atenderles y fácil negarles la caridad.>> En tanto, al otro lado del crucero, el joven payaso se echaba los> pesos a la bolsa.>> Cansado de limosnear en vano, el chiquillo tomó de la mano a la> hermana y la llevó bajo la fronda del árbol. Buscó rápido en una de> las bolsas y sacó un cartoncito con pastillas de pintura de agua.> Seguro de sí, primero escupió sobre la roja, luego sobre la negra,y> después sobre la blanca, la amarilla y la azul. A continuación tomó> un pincel mocho, para restregarlo en las pastillas hasta sacarcolor.> Se acercó al rostro de la niña y le empezó a pintar: las cejas> negras, la nariz y los cachetes rojos y la boca azul, blanca y> amarilla.>> -¿Pa' qué me pintas?–preguntó.>> Señalando al payaso, le respondió: "Pa' que de grande seas como ély> ganes mucho dinero...".>> Luego, teniendo por espejo la ventanilla de un automóvil, éltambién> se pintó las cejas negras, la nariz y los cachetes rojos, y la boca> azul, blanca y amarilla.>

Monday, February 09, 2009

MEMORIAS DEL PASADO

MEMORIAS DEL PASADO
Por José Dávila Arellano.

En mi casa no hay televisión, ni control remoto. Tampoco X Box, ni computadora y por consecuencia imposible soñar con internet. De igual manera se carece de un iPod, consola de “cidis”, celular, cámara digital, y mucho menos un Home Theather.
Nada de nada. Vaya, ni siquiera un triste teléfono de mesa. Sin embargo, se vive bien…
Sólo existe un radio sobre una mesita de la recámara. Es un radio austero: un cajón de madera barnizada, una bocina oculta tras una tela de terciopelo carmesí, de pequeño cuadrante y dos perillas: una para calibrar el sonido y la otra para controlar el dial que sintoniza tan sólo tres estaciones radiofónicas.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento. Tiempos en los que se prevalece un cielo azul inmaculado, tiempos en donde se convive con respeto y decencia; tiempos en que se puede jugar en la calle o caminar a altas horas de noche sin temor alguno. Tiempos sin presiones, ni premuras ni depresiones ni calamidades ni amenazas ni secuestros o ejecuciones.
El aparato es un lujo que se permitió mi padre con dos propósitos: tener acceso a las noticias y como vínculo de unión familiar entorno a una programación que se concentra la mayor parte del día en escuchar música clásica y por la noche, programas de acción y de miedo.
Mi hermano y yo, por supuesto que nos abstenemos de prenderlo durante el día: la música de “buen gusto”...aburre. Sin embargo, por la noche, ya en cama, las circunstancias son diferentes.
¿Los programas preferidos?: las aventuras de Carlos Lacroix y su secretaria Margot, mujer de hierro que siempre obedece el mandato de su jefe investigador. “¡Dispara, Margot, dispara!” Y dispara sin perder tino. ¡Qué maravilla!
Cosa distinta resulta escuchar las narraciones de miedo del “Monje Loco” o “La Momia”: siniestros relatos con fondo de impactante música de órgano, aullidos de lobo, risas cavernosas y un chirriante arrastrar de cadenas, que nos hace temblar debajo de las cobijas, pero con la oreja siempre atenta al desenlace de la historia.
Época del despertar a la vida y poner los ojos en las niñas quinceañeras con faldas hasta los tobillos. Días inciertos que hacen latir fuerte el corazón y provocan relámpagos de intranquilidad. Miradas desmayadas que se evaden cuando topan con la jovencita que ya nos roba el sueño. Pánico de tocar su mano y fugaz placer cuando tímido le tomas por el brazo para atravesar la calle. El contacto de su tersa piel, estremece y deseas que perdure para siempre. ¿Declararle tu amor? ¡Imposible! La simple idea aterra, porque no sabes cómo empezar cuando la boca se seca atenazada por los nervios. Entonces, cómplices los dos, inician un secreto intercambio epistolar a través de una tercera persona.
Amores platónicos, amores escondidos, amores que duelen. Dudas que asaltan y maniatan sentimientos en flor. Y ella también es presa de la inquietud, de revelar su impaciencia. La sola idea espanta…
Armarte de valor, cuesta mucho trabajo. La sombra del rechazo amordaza y te prometes en vano que le declararás tu amor al día siguiente. Y cuando llega la hora de la verdad, retrocedes y postergas. Y así pasan los días, las semanas, hasta que por fin, tartamudeando confiesas y temes la respuesta.
Una tímida aceptación te sorprende, te hace volar a las nubes y te dispara el insomnio al pensar en darle el primer beso. Ella, nerviosa, lo desea y aguarda. “¿Cuándo, cuándo será?”, se preguntan los dos en silencio. “¿Acaso pecaremos?”
Es el hombre quien debe tomar la iniciativa, la mujer ¡nunca!
¿Cómo resolver el problema? Se requiere una buena dosis de valor. Decisión es lo que falta.
Al fin encuentras una solución: pedírselo por escrito. Retorno a los recados secretos. Ella lo abre y lee. Se ruboriza y con la mirada clavada en el suelo, acepta.
Tímido te acercas; ella cierra los ojos, levanta el rostro y abre sus delicados labios. El primer beso lo consumas…en su mejilla.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento.

Saturday, February 07, 2009

EL TRITURADOR

EL TRITURADOR
Por José Dávila Arellano.

Calles sucias y oscuras de barriada olvidada, tan olvidada que ya nadie se acuerda de su nombre cuando en el pasado fue una prometedora unidad habitacional.
Casas arrumbadas, abandonadas. Muros oscuros y carcomidos. Ventanas ciegas, lúgubres. Techos vencidos. Sin embargo, aún hay quien sin horizonte alguno, habita en algunas de ellas. Son los miserables, los apátridas. En conjunto, semejan fantasmas mudos, doblegados, que deambulan y se dispersan al amanecer de cada día, para retornar como sombras al anochecer y arrinconarse en el silencio de su miseria.
Después de medianoche es común la presencia de una camioneta negra. Misteriosa, siempre rueda lento. Transita por las mismas cuadras y dobla en las mismas esquinas, sin perder rumbo, hasta esfumarse en la oscuridad de un callejón. Antes de las primeras luces del alba, retorna por la misma ruta. Rodar lento envuelto en un velo siniestro.
Tal presencia intimida y nadie se aventura a cuestionar su origen y destino. Quienes conocen el motivo tampoco se atreven a develarlo. La vida les va en ello. En el ambiente se respira un aire de aprensión, de advertencia, de maldad.
En su interior siempre viajan cuatro personas. Los vidrios polarizados impiden vislumbrar las facciones de sus rostros. No hablan. Sólo miran al frente. Al llegar a su objetivo, bajan rápido, abren la cajuela, sacan un bulto que semeja un ser humano; no es en sí un ser humano: es un cadáver. Insensibles, penetran en una casa con portón de madera y remaches de fierro. Desaparecen en cuestión de segundos. A simple vista no es difícil adivinar que están perfectamente entrenados para cumplir su misión con limpieza, sin tropiezo alguno. Minutos después, reaparecen en la calle, abordan el vehículo y se retiran sin premura alguna. Son integrantes de un cartel de narcotraficantes.
Así, todos los días, semanas, meses, años quizá…
En la misteriosa vivienda se aloja un hombre maduro. Rostro duro, insensible. Mirada torva, intimidatoria. Se le conoce con el apodo de “El Triturador”; se dedica a desintegrar cuerpos humanos. Él no hace preguntas. No le interesa saber quién es la nueva víctima, en qué laboraba, el por qué lo asesinaron, ni tampoco si era rico pobre, soltero o casado. Simplemente cumple con su tarea. A cambio recibe una sustanciosa mesada.
En un barril hierve agua y la mezcla con dos o tres costales de sosa cáustica. La fórmula depende de la masa corporal del “encargo”. Previsor a la agresiva contaminación ambiental, se protege el rostro con una máscara, el cuerpo con un grueso mandil y las manos con guantes de asbesto. Su aspecto se torna aún más diabólico.
Cuando la mezcolanza está lista, es el momento de vaciar en su interior al candidato en turno. ¿Él tiempo de cocción?: promedio de ocho horas. Dantesco espectáculo resulta presenciar cómo se zarandea el cuerpo; escenas escalofriantes que sólo un desequilibrado mental puede atestiguar. Finalmente todo queda reducido a una especie de revoltijo lechoso. ¿Los únicos residuos? Acaso dientes postizos y uñas de manos o pies, restos que rociará con gasolina y les prenderá fuego..
Vanidoso de su tarea, sin temor a ser descubierto, lleva un registro puntual de su “profesión”: una bitácora que rebasa ¡tres centenas de cadáveres!
Quizá podría pensarse que es una locura poseer una prueba contundente del perverso proceder. Sin embargo, avieso, el Triturador sabe perfectamente que no se le puede acusar de asesinato o cómplice del mismo. Legalmente, disolver cuerpos humanos no es delito grave…
Al respecto, reflexiona con sangre fría: “¿Acaso en los panteones no existen crematorios?”