Thursday, March 22, 2007

LA CONFESIÓN

LA CONFESIÓN

Por José Dávila A.



En Acapulco estuvieron en el mismo entierro y a México regresaron en el mismo autobús. Sin mediar saludo o pronunciar las “buenas noches”, ocuparon asientos de la misma fila, coincidencia que los convirtió en vecinos de duelo. Él con su traje cruzado; ella con su traje sastre. Los dos de negro. Así, como sepultados en vida, viajaron por largo tiempo sumergidos en una reserva total. Cuando la luz de los fanales de un automóvil ocasionalmente rasgaba la oscuridad interior del camión, en el rostro de él se descubría el dolor fraterno; en el de ella, el dolor del amor.
Él, al verle en la capilla ardiente, no pudo disimular la atracción que le causó su presencia sensual. Era hermosa; alta, esbelta, bien formada; de piel canela, cabello castaño y el embrujo de una mirada serena. Discreta, llegó sola, permaneció sola, y salió sola arrastrando su infinita soledad. ¿Quién era? ¿Quién era aquella bella desconocida que en el funeral jamás enjugó lágrimas o rompió en llanto? Al concluir el sepelio, la buscó y ya no la encontró. Ni en la iglesia ni en el cementerio. Ahora, en el autobús, la atractiva y enigmática mujer estaba a su lado. Tras largo cavilar, luchando contra sí mismo, se atrevió a comentarle:
–Estuvimos en el mismo entierro ¿no es cierto?
–Cierto –contestó ella.
–Fue triste... –comentó
–Y doloroso, muy doloroso –agregó la mujer enlutada.
De un solo golpe él había perdido al único hermano y también al único amigo. Desconsolado renegó con ira:
–¡Maldita muerte que arrebata a la mala la vida buena! ¡Carajo, Miguel apenas estaba viviendo! Lo era todo para mí; compañía, fortaleza, alegría. Era menor que yo y sin embargo siempre guió mis pasos... Era joven, bien casado y con un hermoso retoño. Era feliz, era tan, tan...”
–Dichoso –enfatizó ella.
–Sí, dichoso. Además trabajador, pleno de fortaleza y colmado de ilusiones..
–Es verdad. También era muy gentil –señaló la mujer.
–Desde luego. Le recuerdo siempre alegre y generoso.
–Apuesto y tierno –musitó ella, atragantándose el sentimiento que le subía por la garganta.
–Así es.
–Era un hombre hecho y derecho, todo un caballero –concluyó ella.
Él volvió a condenar: “¡Maldita muerte! ¡Maldita seas, maldita mil veces!”
De repente recapacitó y sin reserva preguntó a su vecina de viaje: “Usted le conocía bien, ¿no es verdad?”
–Sí...
–¿Desde cuándo?
–Desde que íbamos a la facultad de arquitectura.
–¿Compañeros?
–Sólo de generación.
–No recuerdo haberla visto.
–Yo sí...
–¿Cuándo?
–Cuando usted apadrinó la boda de Miguel.
–¿Fue invitada?
–No, pero estaba en la iglesia.
–Eso fue hace dos años.
–Dos años y medio –corrigió sin dudar la mujer de negro.
Sorprendido por la precisión, aventuró: “¿Cercana a él?”
–No.
–¿Amiga?
–Tampoco
–No la entiendo...
–Digamos que lo admiraba.
–¿Quería a Miguel?
–Mucho.
–¿Lo amaba?
–¡Lo adoraba!
–Era su novia.
–No.
–¿Entonces?
–Era su amante...–reveló ella con voz ahogada.
Él trastabilló. La confidencia le sacudió el corazón. Presa de una mezcla de confusión y asombro, cuestionó: “¿Su amante? No lo sabía”.
–Él tampoco...
Entonces, la confesión, la oscuridad y el silencio se convirtieron en mortaja de él y de ella.

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