Tuesday, September 30, 2008

EL SECUESTRO

EL SECUESTRO
Por José Dávila A.

-Era un engendro del mal. Un monstruo de la naturaleza.
“Yo soy quien quito o perdono la vida…” -me siseaba con regodeo al oído con voz cavernosa que me estrujaba el corazón: era demoniaca, mil veces malévola y amenazante, mientras la boca del cañón de su pistola oprimía mi frente. Entonces empecé a rezar…
Su cuerpo era deforme, un aborto del demonio. Jorobado, escaso de estatura, regordete, con una pierna más corta que la otra, manos con nudillos amoratados y la cabeza rapada y cuadrada soldada al torso. Su rostro era el vivo retrato de Satanás: frente amplia, tuerto del ojo izquierdo, nariz aplastada, labios carnosos y babeantes. Sus orejas deformes, aplastadas, semejaban dos pozos sin fondo. Una profunda cicatriz se hundía en su mejilla derecha, resaltando la cuenca de su ojo derecho que centelleaba como fuego vivo, su sonrisa, era una sonrisa grotesca, plena de sadismo.
-Yo mato o no mato… –insistió para subrayar con perversión- Soy el verdugo; soy el que tortura, decapita o te deja ver otra la calle. Tú decides…”. Ahora su cara se había transformado; era de una hiena hambrienta y la mirada de buitre al acecho...
Estaba secuestrado. Me había capturado una banda de maleantes cuando me dirigía a mi trabajo, y jamás me percaté adónde me llevaron. La acción fue tan fulminante que no me alcanzó voz para protestar. Cuatro brazos me inmovilizaron y me aventaron al interior de un automóvil como un fardo. En segundos había desaparecido; en segundos había extraviado mi vida, mi familia, mi profesión. Con violencia me tiraron al suelo, vendaron mi ojos y amarraron brazos y pies. Nadie pronunciaba una palabra para no delatarse, mientras el vehículo daba vueltas y vueltas a fin de desorientarme. No tenía la menor duda que se trataba de profesionales.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió cuando llegamos a la casa de “seguridad”. De igual forma, con sorprendente facilidad me sacaron y me encerraron en espacio amplio y vacío. El eco de las pisadas así lo indicaba. Después me dieron un celular para que hablara a mi familia y pidiera un rescate de tres millones de pesos. ¿De dónde demonios los iban a juntar?
Ante mi negativa, sin que se alteraran en lo mínimo, acordaron llevarme con el “verdugo”. Ahí me quitaron vendas y ligaduras para quedar frente a ese enviado del diablo.
Cuando por vez primera pegó su rostro al mío, se me revolvió el estómago, me dieron ganas de vomitar y me oriné en los pantalones. Con un dejo de ultimátum, pronunció despacio:”Tu pagas, te dejo libre; no pagas, sufrirás, gritarás, llorarás y quizá morirás. Tómalo o déjalo…”
Ante mi silencio, me agarró por la corbata y me arrastró a un sucio y maloliente cuartucho con las paredes descalichadas, alumbrado apenas por una pálida luz amarillenta de una lámpara de pie. Una mesa de ocote, un camastro y en una silla estaba un hombre atado y con un trapo metido en la boca. Era un individuo alto, corpulento, bien vestido y sin poder contener el pánico que le invadía. Transpiraba con dificultad y su mirada plena de horror suplicaba perdón. Hilillos de sudor corrían por todo su cuerpo: rostro, cuello, espalda, pecho y entrepierna. Su ropa estaba empapada de miedo. Temblaba, ¡vaya que sí temblaba!
-¿Entiendes ahora? ¡¿Dije que si entendiste, carajo?!
Con grandes esfuerzos asentí. Entonces, para convencerme, advirtió: “Jamás has visto la muerte, ¿verdad? Yo te la voy a enseñar; nunca me ando con rodeos”.
A continuación, con un fuete, empezó a lacerar el cuerpo de su prisionero que se encogía de dolor tras cada nuevo golpe. Al mismo ritmo de la paliza, le gritaba: “Te mandé muchos recados de que le pararas; te mandé dinero para que lo gozaras. ¡Jamás habías visto tanto billete junto! Mira nomás, que honradito me saliste. ¡Mírate! ¿Qué eres sin placa y pistola? ¿De veras te creíste lo que te dijeron en la academia? ¿Te creíste que ibas a luchar contra el mal por que tenías la ley en la mano? ¡Pobre pendejo, servirás de ejemplo para los demás!”.
Y sin más, retumbó un balazo. Con una sonrisa lasciva, el criminal le había perforado la pierna derecha.
-¿Qué piensas ahora? ¿En la escuelita? ¿En la justicia? ¿En qué te van a rescatar tus compañeros? Vaya iluso. ¡Mira, cabrón, mira este papel! El policía alcanzó al leer algunos nombres, algunos conocidos, otros no, pero sobre todo, leyó el de su capitán.
-Contra el narcotráfico nadie puede. ¡Está es la nómina de tus compañeros! Ellos si entendieron: no veo, no oigo, no hablo; como los monos sabios. Y mes a mes estiran la mano para recibir su paga. Menos tú: el hombre recto, ejemplar, honrado, limpio, el que iba a cambiar el mundo. ¡Pues mira tú mundo!
Otro estallido más, retumbó en lúgubre recinto. Otro aullido apagado del cautivo. Ahora su otra pierna también estaba perforada. Sentía como si el fuego estuviera consumiendo sus entrañas, mientras se desangraba ante la indiferencia de su brutal juez.
En la silla temblaba de dolor y espanto. Estaba aterrado. Se agitaba como si fuera un animal salvaje. En tanto, el frío cañón de la pistola del verdugo recorría sus partes nobles. Mudo, suplicaba con gruñidos que imploraban misericordia…
-¿Ahora quién es la ley…? –Dime policía de mierda, dime. ¿Quién manda en este barrio?
El tercer balazo ensordeció todos los sentidos del torturado: sus testículos eran una informe masa sanguinolenta. La agonía desapareció: se había desmayado.
-¡Ah qué la chingada! Ahora resulta que el cabroncito ya no siente. Ni aguanta nada. ¡Pues qué ya no despierte el pendejo!
Un cuarto balazo, tan sonoro como los demás con mensaje de muerte: una pared se cubrió de manchones de sangre y restos de la cabeza del inocente novicio.
Entonces desperté en un sillón de la sala de espera de mi dentista con el sudor corriendo por todo mi cuerpo. Temblaba, ¡vaya que sí temblaba!

Wednesday, September 24, 2008

LA LLUVIA

LA LLUVIA
Por José Dávila

Cuando veo llover siento ganas de llorar…
Cuando el cielo se nubla y empieza al lloviznar, me invade un profundo sentimiento de tristeza. Aquel recuerdo reverdece y alimenta la añoranza.
Cuando las gotas que se precipitan de las alturas y se estrellan en el pavimento encharcado dibujando silenciosos anillos, veo en cada uno de ellos un año más de mi vida.
Y después, cuando el nubarrón prosigue su viaje y lentamente empiezan a surgir los primeros bosquejos azules del cielo, siento en mi corazón que se renueva una nueva existencia, un misterio sin resolver. ¿Al fin surgirá la esperanza que cicatrice las herida del aquel prometedor y fugaz recuerdo?
Fue hace mucho tiempo y la vivencia permanece intacta, inconclusa.
Sobre la ciudad se abatía una lluvia feroz, una cortina de agua tan cerrada que dificultaba la visión. A pleno mediodía, los automóviles circulaban con sus faros encendidos para anunciar su presencia, cuando ella llegó al conflictivo crucero por la calle de la izquierda y yo arribaba por de la derecha.
Con torpeza sin igual topamos de frente y nos abrazamos uno al otro tratando de recuperar el equilibrio. La sorpresa del encuentro nos enmudeció y avergonzados esbozamos una fugaz sonrisa ante la inesperada circunstancia. ¿Cuánto tiempo permanecimos así, unidos uno al otro? No lo sé. Había un algo entre nosotros que deseaba que nuestros cuerpos permanecieran juntos. Sin embargo, lentamente nos separamos y buscamos algún refugio donde protegernos.
Pronto nos percatamos que estábamos desamparados; no existía el resguardo de una puerta, un techo o un resquicio en donde guarecernos. Ahí estábamos. Inermes, sumisos, empapados hasta la médula. Permanecíamos de pie. Pegados a la pared, chorreando de pies a cabeza, sin desear movernos, viéndonos de reojo, titubeando en proponer algo, pero nuestras bocas permanecían mudas.
De pronto ella me tendió su mano y tomó la mía. Sus ojos castaños, risueños, lo decían todo. A la vez, miraban inquietos hacia la calle de enfrente en donde se iniciaba una frondosa alameda. La invitación me parecía una locura: atravesar el arroyo en plena carrera.
Al sentir la calidez de su mano sobre la mía, sentí que algo explotaba en mi interior. Era mi corazón que había encontrado a su alma gemela.
Sin pensarlo, asentí y ella jaló de mí. Éramos dos traviesos chicuelos que, inconscientes, nos lanzábamos a la avenida sorteando los vehículos, entre risas y sorpresas. ¡Aquello era demencial! Los bocinazos aturdían y los insultos de los automovilistas alimentaban tan loca aventura. Sin embargo, ella mantenía firme su mano y yo no deseaba soltarla.
Pronto alcanzamos a salvo la acera prometida sin dejar de reír. No obstante, poco a poco fue menguando nuestra arrebato y entonces vi a plenitud su rostro. Era bella, muy bella. Su cabello se untaba a su rostro y su piel sonrojada por su irresponsable decisión encumbraba aún más su encanto. Empero, lentamente su mano poco a poco fue soltando la mía. Lento, muy lento. Haciendo posible que cada uno de nuestros dedos sintiera la caricia ajena. Eran instantes que no deseaba olvidar, que anhelaba vivirlos por siempre. ¡Ay, ese roce de su piel…! Yo quise detenerla, no dejarla ir, pero ella estaba determinada y con fineza la retiró.
Una vez más me miró de frente levemente sonrió con un dejo de tristeza y entendí su decisión. Después se fue, se perdió entre la arboleda consciente de que no la seguiría y jamás volví a verla.
Todo acabó…
Ni una palabra ni un nombre ni una esperanza ni un adiós. Sólo la lluvia, la soledad y yo.

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Friday, September 12, 2008

ESTAMPAS DE LA CIUDAD

ESTAMPAS DE LA CIUDAD
Por José Dávila A.

Prologo:
Un lujoso automóvil solitario estacionado bajo la fronda de un árbol.
En su interior se encuentra una persona que, entre sus brazos, esconde su rostro reclinado sobre el volante. Es un hombre joven, viste traje fino y en el dedo anular de su mano izquierdo destaca un anillo de compromiso; en la muñeca del otro abrazo asoma un costoso reloj de oro. A simple vista, no existe duda de que goza de una envidiable posición económica.
Primer día:
Los vecinos al pasar, con curiosidad disimulada, miran al interior del automóvil, pero no observan. Sin embargo, con ligereza, aprovechan la oportunidad de enjuiciar:
-Qué descaro de tipo: está dormido…
-Pobre, debe estar muy cansado…
-¿Cansado? ¡Vaya parranda que se habrá corrido! Menos mal que frenó el coche…
-¿Por qué no escogió otra calle para descansar? ¡Qué vergüenza! Voy a llamar a la policía.
-A lo mejor se extravió por la noche y el sueño lo venció…
-Este hombre no se despierta ni con las campanas de catedral. ¡Mira qué insolente forma de dormir!
-A mí se me hace que lo corrieron de su casa…
-¿Tú crees…?
-¡Por supuesto que sí!
Segundo día:
Al verle de nueva cuenta, la gente modifica su actitud:
-¡Pero qué descaro! Todavía sigue ahí…
-Si es el mismo tipo de ayer. ¡Uf, a de oler a diablos!
-La verdad que es un cínico.
-¿Y si está enfermo?
-¡Qué enfermo ni qué ocho cuartos! Está drogado…
-No, no le despiertes. Uno nunca sabe qué clase de gente puede ser.
-¿Por qué no? Ya es hora de que se vaya. ¡Este es un vecindario respetable!
-¡Déjalo! Al fin es su vida. ¿0 no…?
-Al menos movió uno de sus brazos…
-Claro, no tiene un pelo de tonto. Le sirve de almohada…
-Ah, pues sí…
Tercer día:
La crítica sube de temperatura:
-¿Todavía está el coche ahí?
-¡Seguro que lo corrieron de su casa! Debe ser un alcohólico sin remedio.
-Pero ya es mucho tiempo. Vamos a tocarle en la ventanilla…
-¡No lo hagas! A lo mejor es un traficante de cocaína…
-¿Quieres decir que puede ser un narco?
-A lo mejor sí; uno nunca sabe.
-¿Estará armado?
-Mejor vámonos, vámonos. No es cosa que nos incumba. ¡Allá él!
-Sí es lo mejor.
Tercer día hacia el mediodía:
El estruendo de dos sirenas rompe la paz del barrio. Una patrulla policiaca y una ambulancia se estacionan junto al misterioso coche. Descienden un par de uniformados y tras de ellos, dos paramédicos...
Alguien ha dado aviso.
La gente, fisgona, de inmediato sale de sus casas. Otros, con fingido recato, miran tras las cortinas de las ventanas.
Por supuesto, no faltan los imprudentes. Carcomidos por el morbo, se apresuran al lugar de los hechos para no perder detalle del misterioso hombre dormido Más tarde hilarán calenturientas versiones sin sustento
Los representantes del orden, sin problemas, abren la puerta delantera del conductor. El cuerpo no se mueve.
-¡Qué bárbaro, debe estar sordo! –reprueba una señora entrada en años, con vestido descolorido, delantal manchado de grasa, chancletas sucias y con la cabeza tupida de tubos de plástico para embrollar su canosa cabellera.
Los policías escriben con apuro en su cuadernillo de notas y de la bolsa interior del saco de aquel hombre sacan una cartera y descubren en su interior una identificación de arquitecto de una conocida empresa trasnacional y una fotografía familiar: una hermosa mujer abrazando a dos niños sonrientes.
Acto seguido, uno de los paramédicos, examina al conductor. Tras un detenido estudio, mueve la cabeza y con gesto de resignación informa a su compañero: “Paro cardíaco. No hay duda. ¿Cómo pudo detener el coche?” Segundos después los camilleros introducen al difunto en la ambulancia, en tanto que lo vigilantes sellan las puertas de vehículo.
Don Lencho, el carnicero de la esquina, con raída y sudorosa camiseta, impasible, mascando chicle con admirable velocidad, comenta con arrogancia:
-Se los dije: sin duda era un narco…
Epílogo:
Nunca se encontró el reloj de oro.

Monday, September 01, 2008

LA LLUVIA

LA LLUVIA
Por José Dávila

Cuando veo llover siento ganas de llorar…
Cuando el cielo se nubla y empieza al lloviznar, me invade un profundo sentimiento de tristeza. Aquel recuerdo reverdece y alimenta la añoranza.
Cuando las gotas que se precipitan de las alturas y se estrellan en el pavimento humedecido dibujando silenciosos anillos, veo en cada uno de ellos un año más de mi vida.
Y después, cuando el nubarrón prosigue su viaje y lentamente empiezan a surgir los tinturas azules del cielo, siento en mi corazón que se renueva una nueva existencia, un misterio sin resolver. ¿Al fin surgirá la esperanza que cicatrice las herida del aquel prometedor y fugaz recuerdo?
Fue hace mucho tiempo y la vivencia permanece intacta, inconclusa.
Sobre la ciudad se abatía una lluvia feroz, una cortina de agua tan cerrada que dificultaba la visión. A pleno mediodía, los automóviles circulaban con sus faros encendidos para anunciar su presencia, cuando ella llegó al conflictivo crucero por la calle de la izquierda y yo arribaba por la derecha.
Con torpeza sin igual topamos de frente y nos abrazamos uno al otro tratando de recuperar el equilibrio. La sorpresa del encuentro nos enmudeció y avergonzados esbozamos una fugaz sonrisa ante la inesperada circunstancia. ¿Cuánto tiempo permanecimos así, unidos uno al otro? No lo sé. Había un algo entre nosotros que deseaba que nuestros cuerpos permanecieran juntos. Sin embargo, lentamente nos separamos y buscamos algún refugio donde protegernos.
Pronto nos percatamos que estábamos desamparados; no existía el resguardo de una puerta, un techo o un resquicio en donde guarecernos. Ahí estábamos. Inermes, sumisos, empapados hasta la médula. Permanecíamos de pie. Pegados a la pared, chorreando de pies a cabeza, sin desear movernos, viéndonos de reojo, titubeando en proponer algo, pero nuestras bocas permanecían mudas.
De pronto ella me tendió su mano y tomó la mía. Sus ojos castaños, risueños, lo decían todo. A la vez, miraban inquietos hacia la calle de enfrente en donde se iniciaba una frondosa alameda. La invitación me parecía una locura: atravesar el arroyo en plena carrera.
Al sentir la calidez de su mano sobre la mía, sentí que algo explotaba en mi interior. Era mi corazón que había encontrado a su alma gemela.
Sin pensarlo, asentí y ella jaló de mí. Éramos dos traviesos chicuelos que, inconscientes, nos lanzábamos a la avenida sorteando los vehículos, entre risas y sorpresas. ¡Aquello era demencial! Los bocinazos aturdían y los insultos de los automovilistas alimentaban tan loca aventura. Sin embargo, ella mantenía firme su mano y yo no deseaba soltarla.
Pronto alcanzamos a salvo la acera prometida sin dejar de reír. No obstante, poco a poco fue menguando nuestra arrebato y entonces vi a plenitud su rostro. Era bella, muy bella. Su cabello se untaba a su rostro y su piel sonrojada por su irresponsable decisión encumbraba aún más su encanto. Empero, lentamente su mano poco a poco fue soltando la mía. Lento, muy lento. Haciendo posible que cada uno de nuestros dedos sintiera la caricia ajena. Eran instantes que no deseaba olvidar, que anhelaba vivirlos por siempre. ¡Ay, ese roce de su piel…! Yo quise detenerla, no dejarla ir, pero ella estaba determinada y con fineza la retiró.
Una vez más me vio a los ojos; levemente sonrió con un dejo de tristeza y entendí su decisión. Después se fue, se perdió entre la arboleda consciente de que no la seguiría y jamás volví a verla.
Todo acabó…
Ni una palabra ni un nombre ni una esperanza ni un adiós. Sólo la lluvia, la soledad y yo.

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