Thursday, October 04, 2007

EL COLECCIONISTA

EL COLECCIONISTA
Por José Dávila A

La incansable marcha del tiempo lo convirtió en un hombre solitario coleccionista de voces…
Su esposa había fallecido años atrás y después, cuando el luto se fue transformándose en tierno recuerdo, sus cuatro hijos, pausadamente, fueron abandonando el hogar para instituir su propia familia. En escasos seis años se fueron todos.
Un ciclo natural de la vida.
El conocía perfectamente su futuro porque también dejó atrás la humilde casa materna cuando encontró a la mujer amada. Tan sólo era cuestión de espera: el éxodo familiar empezaría a mostrarse. No obstante, pese aceptar que la soledad sería parte de la etapa final de su vida, nunca calculó que el silencio lo golpearía más fuerte de lo que había pensado. Las voces de sus hijos se habían apagado. Ni siquiera el eco de alguna de ellas se había refugiado en algún rincón.
Si algo le consolaba era que, tras la inevitable emigración, ellos le visitaban con razonable frecuencia. Sin embargo, su presencia poco a poco se fue desvaneciendo porque las ineludibles responsabilidades conyugales les demandaban cada día mayor atención.
De esta forma, los encuentros familiares se tornaron escasos. Ocasionalmente se veían las caras por el cumpleaños de un nieto. En otras por ser el “día del padre”, la celebración de la Navidad y, si tenía suerte, festejar con alguno de ellos la llegada del año nuevo. Es decir, el inicio de otros doce meses más de aislamiento. En efecto, las fortuitas entrevistas dejaron de existir, permutándose en aislados telefonazos.
Pese a que nunca se alejó de su quehacer cotidiano como un escape a restar menos espacio a la nostalgia, la radio y la televisión se transformaron en nuevos huéspedes.
En sus momentos de descanso, se sentía acompañado por aquellos invisibles protagonistas que difundían noticias, comentarios, anécdotas, historias o música. El remedio se tornó peor que la enfermedad, porque se sentía vegetar a la deriva. Lo que buscaba eran sonidos diversos que le acompañaran. Entonces se sintió más desolado que nunca. Requerir de un conjunto de expresiones disonantes ajenas a su existir para no sentirse solo, le enfermó.
¿Cómo hacer frente a una ley escrita de antemano? Tenía que reaccionar. En un triste y nublado amanecer, adoptó una osadía: coleccionar las voces de sus hijos.
Tal era la solución.
De inmediato se hizo de una contestadora telefónica y cuando retornaba de sus quehaceres cotidianos, día a día la consultaba para descubrir si en su ausencia había captado las ansiadas palabras. Una emoción desconocida le invadía cuando la pantalla de la grabadora tintineaba una advertencia; un amargo desencanto le consumía el alma cuando no existía novedad. Sin embargo, resistía la tentación de llamarles porque consideraba que el tiempo de ellos era muy valioso para distraerlos por un simple saludo.
Así pues, paciente, día tras día, semana tras semana, fue recopilando una magra colección de voces:
-Hola pa’. ¿Cómo estás? Sólo quería saber de ti.
-¡Quibule, jefe! Habla tu hijo perdido. Si andas en la calle es que estás bien. Luego te hablo.
-¡Feliz cumpleaños, papi! Te deseo lo mejor y que pases tu día muy contento. Tu hijo Alejandro.
-Hola padre… Después te habló. Ya sabes que me fastidia platicar con una máquina.
-Lo siento papá, se me olvidó que ya pasó tu cumpleaños. Pero te mando un abrazote. Chao.
-Hola viejo. ¿Dónde andas? Después te hablo.
-Abuelo, te habla tu nieta Ana. Ojalá pudieras ayudarme con mi tarea: se trata de un ensayo sobre la generosidad. Cuando lo tengas ¿me lo mandas por mail? Gracias, un beso.
-¿Qué tal papá? Se me olvidó decirte que me fui de vacaciones. Confió en que estés bien. ¿Necesitas algo...?
-Hola padre. Hace como tres semanas que te hablé. Quise ir a verte pero no pude. A ver si encuentro un tiempecito por la noche para darte una pasadita.
-Un saludo viejo, nada màs…
Cuando transcurrían lentos los días sin recibir una sola llamada, la creciente frustración le carcomía el corazón. Entonces decidía echar andar la grabadora una, y otra y otra vez, repasando su repertorio de voces como una sinfonía inconclusa, mientras en sus ojos amarraba las lágrimas
-Hola pa’. ¿Cómo estás? Sólo quería saber de ti…
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