Friday, September 21, 2007

VOLAR CERCA DEL CIELO

VOLAR CERCA DEL CIELO

Por José Dávila Arellano


Tranquilo viajaba abordo de un avión y mi goce y paz interna, contrastaba con mi compañero de viaje quien era el vivo retrato del hombre que le aterran las alturas.
En vano intentaba disimular la aprensión que atizaba la hoguera de su miedo. Ya revolvía las páginas de una revista sin leerlas; ya volteaba hacia atrás o hacia delante sin motivo que le impulsara; ya tomaba el instructivo de la aeronave y repasaba una y otra vez las salidas de emergencia confirmando su existencia. Asimismo en escasas ocasiones se atrevía a mirar con recelo por la ventanilla, para de inmediato poner la mayor distancia posible entre ella y él.
Al cabo de una hora, su infundado miedo ya me había puesto los pelos de punta y desconcentrado en la lectura del libro que siempre cuidaba de comprar en la sala de espera del aeropuerto para ser más ligera la travesía. El pasajero semejaba padecer un agudo ataque hemorroidal.
Su contagiosa impaciencia empezó a impacientarme y estuve a punto de pedirle a la azafata tres tragos de tequila que permitieran a mi acompañante relajarse. Sin embargo, me invadía el recelo de que no sería bienvenida mi sugerencia y pudiera derivar en una justificada protesta por invadir su intimidad.
Tras otra hora de encendido recelo y apretarse y apretarse el cinturón de seguridad, empecé a compadecerme del sufrimiento que padecía, teniendo en cuenta que ni siquiera íbamos a la cuarta parte de nuestro itinerario. Así pues, decidí entablar un amable diálogo con él a fin de distraerle, pero resultó peor. Mis amistosas palabras de salutación recibieron un cortante desaire, tan filoso, que temía que se desatara un indeseable alboroto a bordo y me confundieran con un terrorista.
Dadas las circunstancias, resignado cerré mi libro, recline el asiento y dejé que el sordo ruido de los motores me arrullara y consentí que mi mente se relajara recordando tiempos hermosos, tiempos idos.
Desde niño los aviones siempre me despertaron una especial inquietud. No llegaba a comprender como podían levantarse de la tierra rumbo al azul del cielo. La verdad es que nací con la curiosidad en una mano y la aventura en la otra; anhelaba indagar lo desconocido, me emocionaba desafiar el peligro. La adrenalina me sacudía el corazón; confrontar el riesgo y vencer, me hacía vibrar. Y con la vista en las alturas, buscaba a los aeroplanos cuando oía el lejano rotar de sus motores.
¡Volar, sí volar! Eso era lo que realmente deseaba. Quería estar más arriba de las nubes para ver el mundo empequeñecerse a mis pies. Cuando iba de excursión con mi padre al peñón que se levantaba junto al aeropuerto de la ciudad, mi excitación era mayúscula: percibir a la distancia cómo los aviones de dos motores corrían veloces por la pista para ganar altura hasta diluirse en el infinito, me hacía temblar de pies a cabeza. Pero cuando me llevaba a la avenida de los Hangares, era otra cosa: se trataba que los gigantes voladores de aquella época pasaran justo arriba de mi cabeza. Entonces mi pasión se desbordaba como un volcán en erupción.
En la banqueta de esa calle se apiñaban familias enteras con su inseparable pipiolera de escuincles. Rostros de gozo. Miradas invadidas de emoción, sonrisas colmadas de felicidad. Se trataba de uno de los pocos espectáculos gratis que en la inmensa metrópoli podían disfrutar los pobres. La indumentaria respondía a un tronco común: sombreros ruinosos, camisas remendadas, paliacates descoloridos, zapatos gastados.
Ahí, pronto se organizaba una verbena popular; se vendían dulces, paletas, helados, refrescos, tacos de chicharrón con picosa salsa roja; jícamas, mangos y pepinos con limón y chile piquín, mientras se oteaba el horizonte con el afán de ser los primeros en descubrir el próximo aeroplano que aterrizaría en la pista de la terminal aérea.
-¡Ahí viene un avión! – le advertía a papá.
Allá, a la distancia, apenas un puntito negro luchaba por no diluirse en la inmensidad del techo del mundo. Fijaba mis ojos en el objetivo deseando arrancarlo de las alturas, al tiempo que percibía en mi interior extrañas emociones; algo me alborotaba el estómago, aceleraba los latidos del corazón, cortaba la respiración y golpeaba la cabeza.
-¡Papá, ahí viene, ahí viene papá! –gritaba alterado.
La silueta del avión ya se dibujaba claro; la arrogante trompa, brillantes las alas, centelleantes los círculos de las hélices. Las ruedas se desprendían silenciosas al tiempo que empezaba a percibirse la estridencia de los motores. Lento y seguro era el descenso. Bastaban unos instantes para que la imponente máquina estuviera a punto de sobrevolar por encima de mí.
-¡Tápate los oídos! ¡Tápate! –gritaba mi padre, mientras se aplastaba el sombrero sobre la cabeza.
Sin embargo, erguido, retaba a la nave levantando los brazos en cruz. Aguardaba que el estrépito del pájaro de acero ensordeciera mis sentidos y el golpe del viento me sacudiera el cuerpo. En ese fugaz instante, experimentaba sensaciones incomparables; sentía transportarme a otra dimensión en donde vivía con delirante intensidad. Palpitaba de emoción y vibraba de felicidad. La calma empezaba a renacer cuando el avión, con majestad, descendía suave sobre la pista. “Voy a ser piloto aviador”, me juraba muy seguro de sí. Pero nunca lo fui…
Muchos años después, por azares del destino, mi profesión de periodista me brindó la oportunidad de volar en toda clase de aparatos. Desde un bimotor, hasta un jet de combate, pasando por los helicópteros, las avionetas, los jumbos y los planeadores. ¡Ay los planeadores! Estar suspendido a grandes alturas envuelto por las nubes y un silencio celestial, era como estar junto a Dios.
Cuando me recuperé de aquella bella ensoñación, tomé el periódico que tenía a la mano y en la primera plana destacaba la dantesca fotografía de un jet destrozado en tierra, partido por la mitad, envuelto en llamas que desprendían densas columnas de humo. Cuando identifiqué las siglas impresas en el fuselaje, el miedo me paralizó.
Era la aeronave en la que yo viajaba…