Sunday, May 13, 2007

DON HILARIO

DON HILARIO

Por José Davila



Decían que estaba viejo, que ya no servía para nada, que estaba loco.

Sin embargo, don Hilario hacía oídos sordos a quienes criticaban su férrea determinación de no abandonar el pedazo de ejido que le heredaron sus padres, ahora convertido en un yermo ayuno de esperanza. “Ya vendrán tiempos mejores”, se decía convencido de que un día todo sería distinto, y al mismo tiempo convencido de que inútilmente se engañaba. Sin embargo, estaba cierto que claudicar era tanto como traicionar el trabajo febril que por generaciones invirtieron sus antepasados para cosechar el pan de cada día.

Con más de ocho décadas encima, todavía rezumaba esa dignidad que solo el tiempo concede a los hombres buenos. Caminaba despacio y tan recto como su propia integridad. El rostro moreno, anguloso, enjuto y con arrugas que semejaban cuarteaduras en tierra árida, dejaba al descubierto unos pómulos salientes y unos ojillos que se hundían en sus cuencas pero que aún miraban como un lince al acecho.

Antes de cada amanecer ya recorría sus “haciendas” huérfanas de lluvia y miraba con tristeza como la milpa antes generosa, ahora crecía endeble y enferma. “Tienen tanta hambre y sed como yo”, pensaba con tristeza.

De cumplirse la cosecha sería magra y los escasos granos servirían para un precario sustento y de alimento para el puerquito, su último anhelo de que creciera y engordara lo suficiente para poder venderlo en el mercado y entonces comprar para su nieto unos guaraches nuevos, una camisa y un pantalón blancos para que hiciera su primera comunión ante Dios nuestro Señor. En cada ocasión que aquella expectativa cruzaba por su mente, se persignaba con infinita devoción.

Pese a la adversidad que aquejaba a su parcela, se comportaba sereno, inmutable, dueño de su entorno. Nadie podía arrancarlo de ahí; no existía razón, verdad o mentira, que le hiciera abandonar el terruño. Estaba aferrado a él porque nunca conoció otros linderos que la vida le escamoteó. Ahí nació, creció y trabajó como bestia de carga arrastrando el arado para que su padre abriera nuevos surcos. Entonces la vida les era generosa y con la cosecha podían vivir; pobres, pero podían vivir sin lamentos.

Aquel mundo era diferente. Las cuatro estaciones del año se presentaban y ausentaban fieles a su cita con el calendario. Ahora todo había cambiado. El clima se había convertido en un endemoniado acertijo: a veces tormentoso, a veces calmo, otras tantas demasiado frío o transformado en un infierno. Sembrar y calcular la siega, era como echar una moneda al aire.

A la muerte de sus padres se arrejuntó con su mujer, María Adolfa, porque no tuvo dinero para el casorio, y procrearon dos hijas: María y después Cristina, cuyo sufrido alumbramiento hurtó la vida materna.

La parca, insatisfecha, seguía golpeando a Hilario. María falleció a los seis años y Cristina, cuando alcanzó los 15, se fue para el pueblo de los Ahuehuetes a la lavar ropa ajena y poco después regresó solitaria con el vientre crecido.

Hilario no se quejó ni regañó. Resignado, la protegió y pensó que la vida arrebataba pero también regalaba. Ya había perdido muchas veces y ahora pronto tendría un nuevo retoño: nieto o nieta, lo mismo daba. “El Señor decidirá” –razonaba.

Difíciles tiempos enfrentaron. Los chaparrones regateaban su presencia y ante las sequías el viento levantaba espirales de polvo que desaparecían en las alturas. Sin embargo, él y su hija ya panzona, seguían cuidando ruinosos canalillos, deshierbando, removiendo, hablándoles bonito para que rindieran sus ansiados frutos.

-¿Cómo ve, padre, se dará el maicito? –preguntaba incierta María.

Entonces, Hilario, fijando la mirada en el cielo, repetía una y otra vez: “Hija el temor a perder siempre regatea el deseo de ganar. Jamás olvides que eres el árbol de tu vida que pronto habrá de florecer. Comprendes para qué vives, ¿no es cierto? Ya verás; todo saldrá bien porque estamos bajo el manto del Todopoderoso.

Al tiempo que las mazorcas empezaban a madurar llegó el nieto tan esperado. Sin dudarlo, María, en la soledad del campo, echándole unas gotas de agua en la cabecita, le bautizó como Marcelino Hilario. Cuando las cosas empeoraron y en el jacal se respiraba miseria, su padre le advirtió: “Tienes que irte con tu hijo a encontrar mejores aires. Llévatelo y también al puerquito”.

-No padre, yo a “usté” no lo dejó –pronunció con angustia la mujer.

-Hija mía, vivir por vivir apaga los sentidos y debes vivir para Marcelino Hilarito. Por estos rumbos los milagros escasean y ni remedio. Allá, en Los Ahuehuetes o en la Hondonada de las Cuatro Palmas, más pronto que tarde tu hijo hará su primera comunión y ya no regresarán.

-Y “usté” padre, ¿qué va a hacer?

-Para ustedes aquí no habrá ilusión. En estas tierritas están enterrados demasiados huesos familiares, huesos que son toda mi herencia. ¿Comprendes? Así pues, deseo que los míos también aquí descansen. Ya no tengo vereda que descubrir. Quizá el recuerdo sea lo único que deje atrás, ¿no crees?

En el pueblo dicen que cuando Marcelino Hilario recibió la hostia, su abuelo rendía cuentas al Todopoderoso. Después en aquella parcela que nadie deseaba, empezó a florecer una milpita silvestre con espinas en forma de cruz.