Friday, June 27, 2008

TOLERANCIA DIVINA

TOLERANCIA DIVINA

Por José Dávila A




¿Nosotros? Pues estamos muy bien. Claro, por supuesto que sí. ¡Nos llevamos de maravilla! En cada encuentro que tenemos nos abrazamos y cariñosamente nos besamos. Nunca dejamos de hacerlo. Día tras día, externamos nuestros mejores deseos para que nos vaya bien en nuestros respectivos trabajos. En ocasiones, si el tiempo lo permite, almorzamos juntos y luego vamos por los hijos a la escuela. Los fines de semana salimos todos a pasear; cuando uno no puede, pues el otro se va con los chamacos y no hay problema. ¿Qué si tenemos discusiones? ¡Ninguna! Ni pensarlo...No pasa nada, te lo juro. Mira, ayer ella tenía que salir de viaje y la llevé al aeropuerto para desearle un feliz viaje. Me despedí con un beso y le prometí que haría cargo de los críos. De veras, nos llevamos de maravilla. Vivimos un divorcio perfecto.

Saturday, June 21, 2008

EL PLANETA MUERTO

EL PLANETA MUERTO

Por José Dávila A.



-Yo quiero ser astronauta.
-¿Por qué?
-Porque me gustaría viajar por el espacio y encontrar un planeta muerto.
-¿Para qué?
-Para estar solo... Caminar por ahí, dándole y dándole la vuelta hasta llegar abajo y entonces caer...”
La respuesta me violenta los sentimientos. Frente a mi tengo a un niño que desea morir.
Él se llama Feliciano; Feliciano Alfonso Arsenio Camargo. Un chamaco de apenas 13 años de edad. En su rostro moreno vela una sombra de desconsuelo. Sin embargo, una centella de rebeldía arde en su mirada. Es una mirada que sabe ver de frente; son ojos que retan, que confrontan, que reclaman a la vida. Voz grave, sonora. Correcto en su trato, muy propio en su hablar. Inquilino de una casa hogar...Un grupo de niños de una escuela particular, acompañados de sus padres, irrumpe en la vieja y abandonada casona habilitada como asilo para menores de edad. La fachada es tan gris, como deslucida su existencia. El olvido se unta a los muros descalichados de los dormitorios, a las sillas adoloridas, a los desnudos salones de clase, a los baños oscuros y malolientes. El tiempo no punza; yace amortajado, tan amortajado como el palpitar mismo de sus pequeños moradores.
Asisto a una convivencia infantil; me ha invitado mi nieto. Le he dejado con sus amigos y acercado a estos seres desheredados, marcados de por vida por la orfandad, porque son chiquillos de barrio, como yo lo fui en mi infancia.
-¿Que otra cosa te gustaría hacer? –le pregunto a Feliciano.
-Tocar la guitarra.
-¿Estás aprendiendo?
-Mi papá me enseñaba... No supe de qué murió. El doctor sólo me dijo que ya se había ido. Era un hombre bueno; me regañaba, pero era bueno... Cuando se lo llevaron al panteón, busqué la guitarra y ya se la habían robado.
Los niños de afuera sonríen; traen consigo comida y regalos. Los niños de adentro, callan y tienen las manos vacías. Observan. Enfrentan lo que les ha sido arrebatado: el amor, la ternura, la caricia paterna. Entrelazan sentimientos encontrados: la seguridad y la incertidumbre; la ilusión y la desesperanza, la risa y la tristeza; la protección y el abandono. Incluso, absorben el contraste de la ropa y el calzado. No obstante, esas almas nubladas lo que más desean es su hogar.
Con el rubor a flor de piel, unos y otros, extienden la mano y se saludan. Después, preguntan sin protocolo el “cómo te llamas”, el “qué haces” el “en qué año vas”, el “que edad tienes”. Finalmente se mezclan, y gobernados por su admirable inocencia, pronto se identifican. Para ellos no existen barreras sociales; las desconocen.
-¿Estudias? -le pregunto a Feliciano
-Sí.
-¿Qué te gusta más?
-Civismo, porque se aprende de moral, de responsabilidad, de honestidad, de obligaciones, de disciplina y, sobre todo, de respeto. Yo respetaba mucho a mi padre.
Los niños de adentro quieren saber; los niños de afuera, jugar: “¿Cómo es tu escuela? Grande, muy grande. ¿Tienen salones con bancas y pizarrones nuevos? Muchos, muchos salones, más de una docena. ¿Qué les enseñan? De todo, ¿a ti no? ¿Vives allí? No, yo vivo en mi casa. ¿Tu escuela tiene jardín? ¡Uy! Tiene mucho jardín; árboles, flores, y hasta una cancha de fútbol. ¿Una cancha de fútbol? Sí; ¿aquí no tienes una cancha de fútbol? ¿No...? ¿Entonces en dónde vamos a jugar?”
Feliciano escucha y pasea la vista por los alambrados que aprisionan su escuela; en las bardas, en los corredores, en la azotea. Se detiene en las rejas que copan las escaleras. Echa un vistazo a la puerta amarrada con cadenas y candados. Voltea hacia un patio empachado de basura y trebejos
-Vivo en una cárcel –murmura melancólico.
Llaman a la mesa. Disponen la comida y los regalos. Él se sienta y me alcanza una silla para sentarme a su lado. Agradezco el gesto. En torno mío hay cinco chiquillos más; todos con el desamparo dibujado en el gesto. Sus almas llevan grabado a fuego el hierro de la añoranza. Son caras con el amargor escondido. La mirada esquiva y la sonrisa partida por la mitad. Nacieron con la orfandad a cuestas. La razón de la sinrazón...
-¿Cuántos años tiene? –ahora él me cuestiona
-¿Cuántos crees?
-Demasiados.
-¿Cómo?
-Sí, tan demasiados como los que tenía mi padre al morir.
No sé que responder y pregunto sin reflexionar: “¿Y tu mamá?”
El muchacho se cimbra. Un relámpago de ira lo estremece. Después, más dueño de sí, se encoge de hombros. No desea explicar. De pronto, uno de sus compañeros le grita: “¡No te hagas, Feliciano! Di la verdad: ¡Tu madre te abandonó!”
Feliciano, enfurece. Con esos ojos que retan, encara a sus compañeros de mesa, pero éstos, con crueldad, a coro le castigan: “¡Tu madre te abandonó! ¡Tu madre te abandonó! ¡Tu madre te abandonó!”
Ante la burla, ahora palidece. Ambiciona ensordecer. Eludiendo la agresión, me instruye que es el sargento primero de la escolta a la bandera. Orgulloso de ello se levanta enérgico; tan intenso que amenaza. Los niños cantores se atemorizan y silencian el brutal estribillo. “¿Le enseño?”-me pregunta, satisfecho de haber logrado amedrentar. No aguarda por mis palabras. Con rígido lenguaje corporal, observa posición de firmes. Con voz ronca manda el flanco derecho, el flanco izquierdo, el paso redoblado, y el paso corto, antes de ejecutar un desafiante alto marcial de cara a sus enemigos. Rinde honor al lábaro patrio recogiendo el brazo hacia su pecho. Tranquilo, vuelve a la silla con la expectativa de haber atajado el acoso de que fue objeto. Sin embargo, al menor descuido, sus compañeros, sesgadamente, se burlan de él.
Entre nosotros, por unos instantes, priva un pesado silencio. Ya no deseo indagar y él no encuentra cómo liberar el apremio que le maltrata el corazón. Bebe un sorbo de refresco, se acerca a mí y con voz muy baja me encuesta:
-¿Por qué mi padre vivió menos y usted vive más?
-No lo sé.
-¿Lo decide Dios?
-Tampoco lo sé
-¿Entonces quién? ¡Dígame! ¿Entonces quién?
-No tengo respuesta, hijo.
Feliciano Alfonso Arsenio, también es un estudiante avanzado. Su promedio es de diez y todos los meses comparte con otros cinco internos el cuadro de honor de la casa hogar.
-Venga, le voy a enseñar –me invita
Camino tras la ruta de sus pasos con la certidumbre de que algo va a sobrevenir. Llegamos ante un muro en donde pende un modesto cartón verde. En la parte superior destaca un festivo letrero elaborado con lentejuelas multicolores: “Cuadro de Honor”. Abajo, dispuestas en forma de abanico están pegadas las fotografías de los niños más destacados. En torno a ellas, con colores amarillo, verde y azul, se han trazado los recuadros. Al pie, los nombres respectivos..
- Sí, ella se fue... –me advierte
-¿De quién hablas?
-De mi mamá. Apenas la recuerdo. Cuando se fue de la casa mis dos hermanitos se quedaron solos. Después salieron a la calle y se perdieron... No los he vuelto a ver.
Un grito espontáneo, quiebra la confesión. .”¡Ya llegó la señorita directora!”
El sargento niño, con lágrimas en los ojos, voltea hacia a la puerta principal. Ahí está su benefactora, acompañada de un nutrido séquito de damas voluntarias. Bien vestidas, unas; bien trajeadas, otras. Bien calzadas todas. Se presentan emperifolladas con todas las joyas que pudieron echarse encima. Huelen a perfume caro. Con pasitos cortos discurren entre las mesas, guardándose de no contaminarse. A distancia, con ensayada voz atiplada, saludan a los niños. Sus manos enguantadas fingen tocarlos, pero se guardan de no hacerlo. Diestras en el engaño, sonríen con falsedad para la fotografía.
Al día siguiente aparecerán en las páginas de sociales de los periódicos. Su frivolidad estará colmada. Se hablará de su infinita misericordia, de su loable desprendimiento, de su admirable abnegación en pro de la niñez desamparada.
La fugaz visita concluye. La manipulación, felizmente, fue exitosa. Aquellas almas de la caridad que se han servido de la miseria infantil para glorificar públicamente su nobleza, desaparecen en el interior de lujosas camionetas. En el interior, se despojan de sus máscaras de compasión, liberando su maquillaje de hipocresía.
Feliciano, las observa. Triste, su gesto reprueba. En la casa hogar que tiene por cárcel, se siente condenado a perpetuidad. “¿Y mis hermanos? ¿Por qué no buscan a mis hermanos?” –se interroga sin respuesta.
Todos comen, menos él.
Su mirada vagabunda se clava en la mesa en donde la comida ya está fría. Quizá navega en el cosmos en busca de su planeta muerto para caminar solo por ahí, buscando a su papá. Dándole y dándole la vuelta, hasta llegar abajo y entonces, por fin caer...

Saturday, June 14, 2008

EL CIELO AÙLLA

CUANDO EL CIELO AÙLLA

Cuando el cielo se enfurece, semeja el fin del mundo.
Cuando el cielo brama y se desgarra en las alturas, es momento de rezar y reconciliarse con el Todopoderoso.
Un día despejado y soleado, puede ser un velo traicionero. Todo está en calma; el horizonte despejado, el cielo azul y el mar en calma. Vaya, no existe el más mínimo motivo de inquietud. Tranquilo, placentero, transcurre el tiempo. De pronto, por la tarde, el sol desaparece tras un espeso manto gris que en segundos se torna tan negro como quizá sean las profundidades del mismo averno.
La tarde se vuelve noche. Nada bueno augura tan repentino cambio del clima. En las calles, la gente camina rápido; apura el paso hacia su destino final sin dejar de mirar de soslayo por arriba de sus cabezas. En escasos minutos, el tráfico vehicular se ha alborotado y queda atrapado en paralizantes congestionamientos viales.
De pronto, la amenaza, los malos presagios, se cumplen.
La tormenta eléctrica se desata incontenible. El telón se descorre cuando en la lejanía, un grito desgarrado, que digo, un doloroso alarido empieza a escucharse aumentando su potencia infinita con la velocidad de un relámpago y el inmediato detonar de un rayo que quiebra la nubosidad en dos hasta reventar sobre la ciudad con potencia inaudita.
El estallido supera el rugido de 500 leones y tras él, detona la siguiente explosión, con mayor poderío que cimbra arboles, puertas y ventanas. Las luces de las farolas y las lámparas caseras parpadean impotentes, quizá también de miedo.
Se ha desatado el caos. La naturaleza esta incontrolable, furiosa. El ensordecedor retumbar de los rayos ensordece e intimida. Provoca una infinita impotencia. ¿Qué somos ante el enojo de la naturaleza?
¡Una hormiga es más feliz que cualquier ser humano!
Una y otra vez se suceden las rasgaduras celestiales hasta culminar en una serie de impresionantes explosiones infernales que sobrecogen alma y corazón. Uno tras otro. El último más imponente que su antecesor. Tregua no existe.
¡El cielo aúlla!
La tempestad se desgrana de las alturas; la lluvia intensa, cerrada, se desploma y todo lo inunda y arrolla. Semeja el diluvio universal. El miedo se transforma en pánico y el pánico alimenta la posibilidad de una catástrofe.
Se viven angustiosos momentos de incertidumbre. Los minutos se antojan más lentos que nunca. Las baterías del cielo dan rienda suelta a su inmensa cólera. Es fuego graneado y nos recuerda lo insignificantes que somos en este mundo.
Sin embargo, así como todo empezó, empieza a decaer. Lento, muy lento, los explosiones se van silenciando, hasta culminar en un distante estertor.
Después el desconcertante silencio, la calma renace.
Ahora lo comprendemos. La tempestad ha sido el heraldo del advenimiento de la siempre temida temporada de huracanes.


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Friday, June 13, 2008

LOS FANTASMAS

LOS FANTASMAS

Por Josè Dàvila A.



Sí, era un payaso, un payaso joven...
Se disfrazaba con una peluca de largos rizos rojos. Su cara estaba pintada de blanco con la clásica nariz de bola roja; gruesas cejas de color negro, círculos azulados en las mejillas, y una boca negra y amarilla dibujándole una colosal sonrisa de oreja a oreja. Vestía un saco holgado de cuadros morados y blancos; camisa rosa con lunares morados y corbatín de moño de seda rojo; un pantalón verde con rayas naranjas, zancón y con cintura suelta enganchada de tirantes negros; un par de zapatos blancos de voluminosa puntera rojinegra, idénticos a los que usaba su tío Ignacio en el circo de arrabal.
Cuando se prendía la luz roja del semáforo, él se aparecía frente a los coches. Rápido, con saltos grotescos, intentaba capturar la atención de los malhumorados automovilistas.
Bajo aquella atrevida indumentaria se escondía un cuerpo fuerte, duro, atlético. Torso expandido, cuello de tronco, brazos de hierro y piernas que eran dos columnas de granito. Cuando en el gimnasio se ejercitaba frente al espejo, los músculos le brincaban con asombrosa facilidad a lo largo y ancho de toda su humanidad. Largas horas, el payaso, le dedicaba al levantamiento de pesas.
En el barrio de Nativitas le apodaban “El Monstruo” y en la casa lo llamaban Luis Ángel. Hijo único, de 21 años de edad, luego de reprobar la escuela preparatoria, se negó a seguir estudiando y se convirtió aprendiz de mecánica en el pequeño taller de coches que tenía su padre. Sin embargo, según él, se preparaba para ser galán de cine. Las tareas automotrices las compaginaba con las visitas al gimnasio, en donde hacía cuerpo para lucir bien en la pantalla. Sin embargo, el sueldo de principiante era bajo y la jornada agotadora. Pronto se hartó de hacer “talachas”.
–Estudias o trabajas. ¡En esta casa no quiero vagos! –advirtió tajante el padre.
–Pues ni lo uno ni lo otro –respondió mandón el hijo y agarró camino para los estudios de cine, convencido de trabajar en la primera película que le propusieran. Luego de largos meses de desilusión y fracaso en el mundo cinematográfico, su presentación artística fue en la esquina de Puente de Alvarado y Guerrero, céntrico y conflictivo crucero vial en donde se le escapaba la existencia.
Lanzando pelotitas al aire, haciendo magia con un viejo sombrero de fieltro gris, y desapareciendo el as de espadas bajo el sobaco, sin saberlo, empezó a conformarse, a perderse todos los días en oleadas de automóviles y transeúntes estresados. Nubes de humo, calores asfixiantes y olores podridos, le envolvían. Entre gritos, maldiciones y bocinazos, extraviaba la identidad. En cada alto del semáforo, ofrecía su actuación, plana y breve. Nadie le aplaudía ni se reía; menos aún, le veía de verdad. Luis Ángel era un fantasma en un escenario gris, cruento y mundano. Sin embargo, luego de tres o cuatro horas de tráfago, alcanzaba a reunir buenos pesos.
Después de todo a Luis Ángel no le iba tan mal: no madrugaba, no cambiaba mofles ni parchaba llantas; no checaba tarjeta, no tenía jefe ni pagaba impuestos al fisco. Feliz de la vida, cumplido el horario, se iba al gimnasio a pulir figura, a forjar volumen, sin importarle que doña Meche, la cocinera de la fonda de don Erasto, diario le echara en cara:
-Vergüenza te debía de dar Luis Ángel: ¡tan joven y aventando pelotitas en la esquina! Prefieres hacerla de cirquero que buscarte un trabajo de verdad. ¿De qué te sirve lo garrudo?
-Usted no sabe nada doña Meche, ya está antigua –respondía indiferente el payaso.
En la esquina opuesta, en el jardín de San Fernando, todas las mañanas tres mujeres otomíes, bajo la sombra de un árbol, se sentaban a platicar, a coser muñecas de trapo, a ver pasar el día, y a comer pedazos de zanahorias tiernas. Marcaban su territorio con bolsas de ropa vieja, pedazos de pan duro, cacharros de cocina, mamilas, sonajas, y juguetes rotos para entretener a la chamacada.
Sin preocupación, la vida les pasaba por encima. De la primera indígena, un bebé mamaba de un seno agotado; de la segunda, un chiquillo sucio y moquiento dormía sobre el faldón; de la tercera, dos de sus chamacos culebreaban entre los automóviles. El mayor, acaso siete años de edad, como robotito, pedía para una torta. La menor, una niña de escasos cinco años, con el moco de fuera y un pedacito de franela, tan pequeño como su corazón, simulaba limpiar el espejo lateral de los coches y pedía para el refresco. Ellos también eran fantasmas de la gran ciudad; fantasmas con la niñez robada, con la identidad perdida y la ilusión secuestrada. Era difícil atenderles y fácil negarles la caridad. En tanto, al otro lado del crucero, el joven payaso se echaba los pesos a la bolsa.
Cansado de limosnear en vano, el chiquillo tomó de la mano a la hermana y la llevó bajo la fronda del árbol. Buscó rápido en una de las bolsas y sacó un cartoncito con pastillas de pintura de agua. Seguro de sí, primero escupió sobre la roja, luego sobre la negra, y después sobre la blanca, la amarilla y la azul. A continuación tomó un pincel mocho, para restregarlo en las pastillas hasta sacar color. Se acercó al rostro de la niña y le empezó a pintar: las cejas negras, la nariz y los cachetes rojos y la boca azul, blanca y amarilla.
-¿Pa' qué me pintas?–preguntó.
Señalando al payaso, le respondió: "Pa' que de grande seas como él y ganes mucho dinero...".
Luego, teniendo por espejo la ventanilla de un automóvil, él también se pintó las cejas negras, la nariz y los cachetes rojos, y la boca azul, blanca y amarilla.

Friday, June 06, 2008

AMOR SIN ESPERANZA

AMOR SIN ESPERANZA
NARRACIONES DE UN JUBILADO (IV)
Por Josè Dàvila Arellano

-¿Por qué ahora tan triste y pensativo, don Augusto? –preguntó su fiel camarada.
El decano periodista, se encogió de hombros mientras sus manos doblaban una carta. En su rostro se podía adivinar la sombra del desconsuelo. Un cigarrillo encendido pendía de sus labios, pero en esta ocasión no inhalaba; sólo dejaba que lentamente se consumiera en caprichosas espirales de humo.
Ahí, sentados, en la banca de siempre, estaban los dos ateridos de frio. Uno esperando, como siempre, escuchar una nueva aventura; el otro, con el alma rota.
-¿Se siente mal?
-No.
-¿Voy en busca de un doctor?
-No, no es necesario, gracias.
-¿Le duele algo?-insistía con notoria preocupación su amigo, quien insistente trataba de adivinar el mal que le aquejaba: “¿Acaso le duele una muela, padece reuma, dolor de estómago, artritis, molestias de lumbago? ¡Ah, ya sé! A los hombres de nuestra edad, la incontinencia es recurrente.
-¡No, no, no, nada de eso! ¡Estoy perfectamente sano!
-¡¿Entonces, qué diablos le pasa?!
Don Augusto, no soportó más y atajó con un dejo de reproche: “¿Alguna vez se ha enamorado sin esperanza, hasta el colmo de invocar la muerte?”
-Enamorado si, la muerte, ¡ni Dios lo quiera! –confesó rápido el inseparable acompañante, al tiempo que se persignaba con preocupación.
-Afortunado usted.
-Y usted... ¿sí?
-Sí, pero fui un cobarde –confesó sin rubor el Don.
-¿Por qué?
-Porque deseaba morir y no tuve arrestos para ello. Ahora estoy aquí, pagando mi penitencia, estrujándome el corazón y las tripas, porque la campana llama a muerto…
Atónito, el escucha se quedó mudo. No captaba el significado de aquella sentencia, pero intuía que debía guardar silencio. Así pues, respetuosamente se cuidó de no soltar más la lengua. La tarde se había tornado grisácea. Ráfagas de viento barrían las hojas de los terrosos andadores y la otrora luminosidad de aquel rincón jardineado, se había tornado en un lúgubre rincón.
-Así dice la carta –confesó don Augusto.
-¿Esa carta?
-Hoy llegó de mi pueblo.
-¿Y qué dice?
-Que la campana tañe a muerto. Y yo que pensaba que era otra carta de amor ¡No cabe duda de que soy un imbécil!
-No, don Augusto, por supuesto que no lo es. Usted es lo más importante que existe para mí. Usted es un hombre fuerte, sabio, experimentado ¡qué vaya que si ha caminado la legua! ¿En verdad está usted enamorado...?
-¿Es que por estar “rancio y arrugado” no se puede estar enamorado?
-De ninguna manera; para el buen amor no existe edad.
-Ahora que ya lo sabe, esperaba un mensaje de amor… ¡De amor prohibido! ¿Acaso el corazón entiende de edades?
-No, por supuesto que no. ¿Puedo saber cómo se llama ella?
Nuevo perturbador silencio. La noche se venía encima y don Augusto titubeaba en develar el secreto que había guardado a lo largo de toda su vida. Con la vista clavada en sus gastados zapatos, decidió confesar con acento doloroso: “Diana… Se llamaba Diana. Una hermosura de mujer, una auténtica diana cazadora: inquieta, temeraria, decidida, cándida, amorosa y de alma blanca. Montaba con envidiable soltura una imponente yegua alazana”.
-¿Y...?
-Me conformaba con verla de lejos.
-¿Y ella?
-Ella se comportaba de igual manera.
-¿Nunca se vieron de frente? ¿Jamás cruzaron una mirada?
-Jamás…
-¡No es posible, don Augusto!
-Nunca me atreví a verle los ojos –advirtió el Don-. Ella, tampoco se atrevió a posarlos en los míos. ¡Nunca una fugaz mirada de esperanza! En ningún tiempo. Sólo de lejos nos percibíamos de soslayo, hasta que nuestras siluetas se disolvían en nubes de polvo.
-Y de hablarse, ¡menos todavía!
-Así es; ni una palabra. Sólo el silencio…
-¿Tantos años?
-Toda la vida. Mire, entienda usted; ella, era hija de hacendado rico. Yo, empleado de establo, cepillaba su yegua. El patrón era bravo y con pistola al cinto. ¡Ay de aquel que viera de frente a la niña de sus amores, porque lo corría a palos, si es que antes no le metía una bala en el trasero! Sin embargo, no sé que vio ella en mí y dio inicio a un peligroso juego epistolar en donde ambos empezamos a confesar nuestras inquietudes y sentimientos. ¡Después se convirtieron en estallidos de locura! Nunca antes había escrito con tanta facilidad, con emoción y vehemencia las pasiones que me asaltaban, liberando así la angustia que oprimía mi alma.
-¿Y la señorita Diana, también?
-Ella escribía como si fuera un ángel. Sus palabras eran tiernas, delicadas, amorosas, tan claras y sinceras que siempre tranquilizaban mi espíritu. Eran mensajes que salían del fondo de su corazón, plenos de alegría, dolor y esperanza. Eran cartas que olían a jazmín y contenían pensamientos tan puros, que hasta el sol se ruborizaba y prefería ocultarse tras las nubes. Eran promesas de amor eterno…
-¿Qué sucedió después?
-El día que decidimos fugarnos, ella sufrió un accidente. La yegua perdió el tranco y se desplomó aplastando el cuerpo de su ama. La dejó muerta en vida. Prisionera en silla de ruedas. Fue entonces cuando me escribió su último mensaje. Se despedía de mí y me rogaba que me fuera lejos, adonde nunca supiera de mi, porque sufría al saber que me tenía tan cerca y a la vez tan lejos, advirtiendo que sólo sabría de ella cuando el campanario del rancho llamara a días de luto.
Don Augusto, sin más palabras, con discreción contuvo un par de lágrimas que nacían en sus ojos. Fingiendo fortaleza se incorporó, guardó en su bolsillo la carta, encendió otro cigarrillo y sin rumbo fijo, caminó lento, dejando tras de sí caprichosas volutas de humo.
Jamás volvió a visitar la banca de sus confidencias…

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