Friday, March 30, 2007

EL CAOS

EL CAOS

Por José Dávila



De pronto en la gran ciudad la vida se paralizó.
Todo mundo fue presa del espanto. En calles, avenidas, oficinas, aeropuertos, restoranes, hogares, bares, dependencias oficiales, bancos, hogares, almacenes, iglesias, museos, cárceles, trenes, hospitales, correos, autopistas, bolsas de valores, cafeterías, cantinas, librerías, y hasta en el mismo cielo, el tiempo se detuvo.
Una mezcla de sorpresa y ansiedad cundió como la peste bubónica entre la población. En los rostros atónitos se adivinaba la confusión, la impotencia, la desesperación.
Multitudes humanas que desde temprana hora de la mañana transitaban por todas las arterias viales de la metrópoli, con la vista fija en el suelo o perdida en el horizonte infinito, parloteaban con un teléfono celular pegado al oído. Su entorno les era invisible. Solo dialogaban para sí mismos. Unos hablaban excitados, otros calmos o sonrientes; lo mismo en voz baja que sonora. Se discutían negocios, confirmaban citas, proponían negocios, consolidaban compromisos, nuevos proyectos de inversión; se reportaban con sus asesores, psiquiatras, licenciados, empresarios, clientes, le reclamaban al plomero, al mecánico o intentaban localizar un proveedor. Desde luego melosamente susurraban con sus amantes, le decían “hola” a su mamá y a saber cuántas cosas más cocinaban.
Entonces, sucedió lo inesperado... En menos de un suspiro, los celulares se apagaron como si fueran cómplices de una gigantesca conjura.
La muchedumbre, de un silencio espectral transitó a un murmullo de incredulidad, después a un vocerío dubitativo, hasta convertirse en una tormenta de gritos, desatinos, reclamos y preguntas sin respuesta.
La gente, irritada, al borde de la paranoia, se consultaba entre sí en inútil esfuerzo por encontrar una razonable explicación.
-¿Funciona su celular?
-No.¿Y el de usted?
-Tampoco.
-¿Y el suyo?
-Menos.
-¿Qué está sucediendo?
.Lo ignoro.
-¡Alguien tiene un celular encendido!
-¡¡¡¡Noooo!!!!
-¡Dios mío! ¿Y ahora qué vamos a hacer?” –se preguntaban unos a otros con el terror dibujado en el semblante como si aproximara el día del juicio final.
¡Era el caos!
No podía ser. El problema se antojaba inaudito. ¡No, no, no era posible!
¿Dónde se extravió la moderna tecnología? ¿Qué estaba aconteciendo? Simplemente una catástrofe: los celulares habían enmudecido. Miles, millones de aparatos de todos los modelos y colores, con cámara fotográfica, música, agenda, juegos virtuales, internet o computadora, se negaban a cobrar vida.
Incrédulos, los desesperados usuarios insistían en oprimir los teclados sin obtener respuesta. Los aparatos dormitaban. ¡Malditos sean! ¡Mil veces malditos sean!
A estas alturas se ignoraba que la incomunicación total era a causa de una gran falla en el circuito de antenas que hacían posible conectar la red virtual.
Cuando la gente alcanzó el desespero total, empezó a correr de un lado a otro sin rumbo definido. Habían perdido la brújula. El tráfico vehicular se convirtió en un gigantesco congestionamiento. Boquiabiertos se veían unos a otros encogiéndose de hombros.
Los hombres de negocios empezaron a enloquecer. Las pérdidas que se registrarían por esta causa serían multimillonarias. Las mujeres en el salón de belleza o al volante de su automóvil, inútilmente intentaba hablar; por vez primera se les impedía practicar el banal arte de la adulación o la descalificación y eso equivalía a una muerte segura. ¿Cómo se iban a enterar de los chismes de última hora? Los jóvenes no se quedaban atrás al verse impedidos de entablar melosas conversaciones con sus amadas parejas.
Todos, como entes desequilibradas, aullaban, rogaban, injuriaban, se jalaban los pelos, pataleaban y suplicaban al Todopoderoso; sin embargo, los indiferentes celulares se mantenían en huelga. Las horas avanzaban y por doquier privaba el síndrome de Parkinson en fase terminal.
Las mentes no reaccionaban. Nadie podía prescindir del celular. Representaba la disyuntiva del ser o no ser. Tal era la cuestión... Eran individuos secuestrados, esclavos de la modernidad que había sepultado el don de la imaginación y la fantasía de la creatividad, sin percatarse que en las esquinas de calles y avenidas, en los supermercados, en las tiendas de ropa, en los vestíbulos de los edificios y a sus mismas espaldas, estaban estáticas baterías de teléfonos que aún funcionaban con monedas o con una tarjeta electrónica.
Estos teléfonos prehistóricos hacía tiempo que, pese a su empecinada presencia, eran ignorados. Ahí, pacientes, permanecían latentes, callados, relucientes, anhelantes, prestos para ofrecer su eficaz servicio y aliviar la zozobra de millares de entes que presumían de ser racionales.
Solo aguardaban que una mano descolgara el aurícular y otra depositara en su interior una simple moneda, para que retornara la razón y la pandemia incomunicativa desapareciera como por obra de encanto.

Thursday, March 22, 2007

LA MUERTE ME DA RISA

LA MUERTE ME DA RISA

Por José Dávila A.




-Desde que naces empiezas a morir. Yo soy quien muevo el segundero de tu vida y decido cuando detenerlo. Soy la muerte...
Sí, soy tu sombra, vigilo tus pasos y me unto a tus huesos. Duermo y respiro a tu lado. Jamás te abandono; se quién eres, qué haces, cómo piensas, hacia dónde vas. Soy, en pocas palabras, tu vigilante, juez y verdugo.
-Simplemente tu existencia es cuestión de tiempo, de la casualidad o de capricho. Todo depende del humor con que me despierte cada mañana. Y no es para menos, después de la pesada carga que algún despistado me impuso desde el primer segundo de la tan discutida teoría del Big Bang.
-Por desgracia soy inmortal desde hace más de 15 mil millones de años y no he gozado de un solo día de descanso. Jamás me han pagado horas extras y ya ni hablemos de unas cortas vacaciones en una playa paradisíaca o el pago generoso de un aguinaldo a fin de año. La despiadada explotación de que he sido objeto demanda de una exhaustiva revisión de la Ley Universal del Trabajo. ¿En dónde se han arrinconado mis derechos humanos? ¡Estoy harta! ¡Sí, estoy harta de que siempre me maldigan! ¡De que siempre se me invoqué con sentimientos de venganza! ¡De que me apiade de quien sufre sin salvación! ¡De que siempre tenga la culpa de que cualquier ser viviente exhale su último aliento! Bonita cosa. Se me condena sin presentación de pruebas. ¡Vaya, hasta se me culpa de la gripe aviar! Esto no es justo. Mientras el mismo el universo envejece, yo juego el papel de Dorian Gray.
-A fin de cuentas, tengo el poder infinito: Ningún ser viviente de cualquier raza o especie jamás ha podido ni puede ni podrá evadirme. Y no hablemos de la humanidad que desde Adán y Eva, o desde el famoso eslabón perdido, siempre se me ha invocado para bien o mal. Eso sí, nadie se equivoca en desear que le corte al pescuezo a otro y no así mismo porque que me temen. Aprecian la vida porque les gusta vivir. Hay muchos placeres que disfrutar, como tentaciones desafiar.
-Se puede ser malo o bueno; eso es de cada cual. Ahí no interfiero. Cada quien es como desea ser. Simplemente vigilo y si me simpatiza le concedo el tiempo que demanda para conocerse a sí mismo. Si me cae mal, de un guadañazo le cortó la cabeza sin mayor explicación. Al respecto, debo reconocer el genio de los geniales retratistas que me han proporcionado una imagen tétrica; con negro gabán y capucha o con el esqueleto al aire, pero siempre con una sonrisa más enigmática que la Giocanda. ¿Por qué? ¿Acaso lo has pensado? ¿No has reparado en ello? Mi indefinida gesticulación de mordaz alegría es el símbolo de mi inmenso poder. Nadie se me escapa vivo...
-¡La vida es bella!, piensan unos. ¡La vida es miserable!, aseguran otros. La vida hay que vivirla con alegría mientras exista tiempo, yo concluyo. ¿O no...?
-¿Y los más? Los pobres ignorantes creen que yo me presentaré cuando lleguen a viejos y de remate, jubilados... ¡Ay, cuánta estupidez! En pleno siglo XXI , el hombre todavía no entiende la razón de mi existencia. Al caso, sólo unas preguntas: ¿Qué harían si yo no existiera? ¿Qué harían si nadie muriera, si mis colegas del Apocalipsis no me echaran una manita con las guerras, la hambruna, las plagas, los infartos al miocardio y los cigarros? Deben entenderme, sin mí, el mundo sería una locura, simplemente ya habría reventado de tantos hombres, mujeres y niños apiñados unos sobre otros, como pirámides humanas hasta llegar al cielo.
-Sería un monstruoso hormiguero desordenado, sin deseo de ofender a las hormigas de las cuales el hombre podría aprenderles mucho de su increíble organización y sabiduría. Entonces, la Tierra se desplomaría del sistema solar por el incalculable sobrepeso y cualquier vestigio de civilización desaparecía. Claro, por supuesto, de un tajo yo tampoco existiría. No obstante, en pleno tercer milenio tus congéneres aún se rebanan el seso tratando de entender el misterio de la vida, el porqué late el corazón. Si existe o no la buena fortuna...
-¡Basta de sandeces! ¿Cuándo aprenderán que yo soy el mantiene el equilibrio de la vida en la Tierra? Ah, pero la sabiduría es sinónimo de terquedad; todavía buscan en la ciencia la fórmula para preservar la vida sobre la muerte. En esta materia, algo han avanzado, pero nunca será lo suficiente. La ciencia médica ha progresado mucho y me había ganado tanto terreno, que cuando la gente la podía matar a los 45 años, hoy me sobreviven hasta los 70 y los 80. Es por ello que les invente el Sida...
-Además, como nunca les ha bastado los desastres que desencadeno aliado con la naturaleza, ahora he tenido que inventar un nuevo ingrediente: el terrorismo. ¿Quién puede adivinar que en un buen día tu vecino se ha convertido en un hombre bomba? ¿Acaso no soy genial? De no obrar en consecuencia, el agotamiento de abarrotar cementerios ¡me va a reventar!
-Ve y grita al mundo entero que naciste porque yo lo decidí ¡y punto final! Yo soy tu amo. Bien pude arrancarte el aliento desde el útero de tu madre. Pero no lo hago porque me gusta ver como vas creciendo, pensando, obrando, decidiendo, amando, reclamando, ignorando, protestando, luchando y ¿por qué no?, matando... Y cuando invades mi exclusividad, entonces te mato.
-Quiero confesarte algo: respeto a los que desafían a la vida y tienen agallas para conquistar lo que aparente ser invencible. A ellos les concedo un poco más de vida. En cambio aborrezco a los suicidas. ¡Esos condenados locos no me piden permiso de morirse! Nada mas me descuido un poquito y ¡ zaz! Ya se lanzaron de la azotea de un edificio, bajo las llantas de un autobús a o los rieles del Metro. ¡Malditos e irresponsables cobardes que jamás me pidieron permiso para sucumbir!
-Pero a los que definitivamente no soporto es a los mexicanos que se mofan de mi hasta el hartazgo. Empezando por los apodos con que me han bautizado: “La Calaca”, “La Pelona”, “La Tilica”, “La Huesuda” “La Difunta”.
-Además todos los años celebran mi cumpleaños el dos de noviembre para celebrar grandes francachelas al pie de la tumba de sus difuntos. Ahí los puedes ver, entre que limpian las lápidas y las adornan con flores de cempasúchil, empiezan a tomar tequila a cuello de botella. Mientras encienden velas, cirios y veladoras en torno a la tumba, más “alumbrados” se ponen. Y cuando acaban de poner sobre un mantel pan, sopas, enchiladas, fruta, tortas de frijoles, dulce de calabaza, cigarros y cántaros de pulque, ya están cantando canciones de puro despecho. Y así se pasan toda la noche brindando a mi salud, y yo nada más viendo de antojadizo y deseando echarme un tequilazo entre esternón y costillar.
-Pero hay otras clases de agravio. Reproducen mi calavera con azúcar Mis ojos son lentejuelas de colores y me pintan la nariz con el último grito de la moda. Además en la frente me bautizan con todos los nombres del calendario de Galván: Lencha, Pancho, Jesús, Tito, Manolo, Paco, Pablo, Maquias, Telésforo, Manuela, Emilia, Erika, Pepe, Juan, Tomás y otros que ya no recuerdo, en tanto que sus babosos chiquillos me lamen o me muerden hasta liquidarme. ¡Qué irreverencia!
-Por otra parte hacen ataúdes de madera con un hilito por abajo; cuando lo jalas se abre la tapa del féretro y aparezco como una idiota caricatura. ¡Soy su hazmerreír! Hay otros que me conceden inteligencia y me recrean con un libro en la mano, abrazando a un doctor, porque estos matasanos son mis socios, y los más avezados forman un mariachi de pueblo de puros esqueletos. Hay me tienes tocando el violín, la guitarra, el guitarrón, la trompeta, las maracas, un saxofón, el trombón, la tambora y el clarinete. Y todos, todos estos mexicas, se disfrazan en el Hallowen de muertos y calaveras para asustar a la gente en la calle y pedir dulces y comida a las puertas de cada casa. ¿De cuando acá me han visto echarme un chocolate o comerme un tecojote?
-Y lo que menos resisto es que todavía cuentan chistes a mis costillas y dicen “quererse morirse de la risa! ¡Es el colmo! De veras, en una más de estas celebraciones me voy a morir.

LA CONFESIÓN

LA CONFESIÓN

Por José Dávila A.



En Acapulco estuvieron en el mismo entierro y a México regresaron en el mismo autobús. Sin mediar saludo o pronunciar las “buenas noches”, ocuparon asientos de la misma fila, coincidencia que los convirtió en vecinos de duelo. Él con su traje cruzado; ella con su traje sastre. Los dos de negro. Así, como sepultados en vida, viajaron por largo tiempo sumergidos en una reserva total. Cuando la luz de los fanales de un automóvil ocasionalmente rasgaba la oscuridad interior del camión, en el rostro de él se descubría el dolor fraterno; en el de ella, el dolor del amor.
Él, al verle en la capilla ardiente, no pudo disimular la atracción que le causó su presencia sensual. Era hermosa; alta, esbelta, bien formada; de piel canela, cabello castaño y el embrujo de una mirada serena. Discreta, llegó sola, permaneció sola, y salió sola arrastrando su infinita soledad. ¿Quién era? ¿Quién era aquella bella desconocida que en el funeral jamás enjugó lágrimas o rompió en llanto? Al concluir el sepelio, la buscó y ya no la encontró. Ni en la iglesia ni en el cementerio. Ahora, en el autobús, la atractiva y enigmática mujer estaba a su lado. Tras largo cavilar, luchando contra sí mismo, se atrevió a comentarle:
–Estuvimos en el mismo entierro ¿no es cierto?
–Cierto –contestó ella.
–Fue triste... –comentó
–Y doloroso, muy doloroso –agregó la mujer enlutada.
De un solo golpe él había perdido al único hermano y también al único amigo. Desconsolado renegó con ira:
–¡Maldita muerte que arrebata a la mala la vida buena! ¡Carajo, Miguel apenas estaba viviendo! Lo era todo para mí; compañía, fortaleza, alegría. Era menor que yo y sin embargo siempre guió mis pasos... Era joven, bien casado y con un hermoso retoño. Era feliz, era tan, tan...”
–Dichoso –enfatizó ella.
–Sí, dichoso. Además trabajador, pleno de fortaleza y colmado de ilusiones..
–Es verdad. También era muy gentil –señaló la mujer.
–Desde luego. Le recuerdo siempre alegre y generoso.
–Apuesto y tierno –musitó ella, atragantándose el sentimiento que le subía por la garganta.
–Así es.
–Era un hombre hecho y derecho, todo un caballero –concluyó ella.
Él volvió a condenar: “¡Maldita muerte! ¡Maldita seas, maldita mil veces!”
De repente recapacitó y sin reserva preguntó a su vecina de viaje: “Usted le conocía bien, ¿no es verdad?”
–Sí...
–¿Desde cuándo?
–Desde que íbamos a la facultad de arquitectura.
–¿Compañeros?
–Sólo de generación.
–No recuerdo haberla visto.
–Yo sí...
–¿Cuándo?
–Cuando usted apadrinó la boda de Miguel.
–¿Fue invitada?
–No, pero estaba en la iglesia.
–Eso fue hace dos años.
–Dos años y medio –corrigió sin dudar la mujer de negro.
Sorprendido por la precisión, aventuró: “¿Cercana a él?”
–No.
–¿Amiga?
–Tampoco
–No la entiendo...
–Digamos que lo admiraba.
–¿Quería a Miguel?
–Mucho.
–¿Lo amaba?
–¡Lo adoraba!
–Era su novia.
–No.
–¿Entonces?
–Era su amante...–reveló ella con voz ahogada.
Él trastabilló. La confidencia le sacudió el corazón. Presa de una mezcla de confusión y asombro, cuestionó: “¿Su amante? No lo sabía”.
–Él tampoco...
Entonces, la confesión, la oscuridad y el silencio se convirtieron en mortaja de él y de ella.

EL ESMOQUIN

EL ESMOQUIN

Por José Dávila A.



Unos dicen que entró caminando con la majestad de un rey; otros aseguran que con el aplomo de un jefe de estado; los más, con el donaire de una figura del toreo; sin embargo, todos coincidieron que su alma iba acompañada con el silencio de un muerto.
Desde la mañana había desaparecido. Nadie sabía de él. Se preguntaba, se especulaba y se inventaba su destino. Mas, nadie, en realidad, sabía de él. ¿Dónde estaba?
Ajeno a todo, al momento en que tomó la decisión, se comportó sereno. Su rostro amparaba la tristeza, pero también la ternura; anidaba el dolor, pero también el consuelo. Pulcro, se aseó. Un baño de agua tibia le calmó los nervios. Lento, se rasuró, y después echó mano de la loción favorita, la fragancia siempre añorada.
Salió a la calle y con el rumbo fijo, fue a la tienda de trajes de ceremonia. Entró, preguntó y eligió: un fino y elegante esmoquin.
Por largo tiempo contempló la solapa forrada de raso negro, el pantalón con su discreto galón, la camisa alforzada con botones de concha, y los puños dobles con mancuernillas; por último, eligió la corbata de moño. Después, en el probador, lo vistió y lo lució como si hubiera sido confeccionado a su medida. Le iba estupendo.
El sastre, con un gesto de satisfacción, aprobó también. Increíble, no había nada que ajustar. El señor, sin duda, era un figurín. “¿A qué domicilio enviarlo? ¿Cómo? ¿Qué se lo lleva puesto?”
Y con el esmoquin puesto, gallardo, salió a la calle. En su rostro, nada había cambiado: tristeza y ternura; dolor y consuelo.
Cuando entró caminando, tan recto, tan digno, tan solemne, un murmullo de sorpresa le envolvió. “¿Pero qué haces aquí vistiendo un esmoquin? –preguntó alterada su madre Antonia.
“A ella siempre le gustó verme así...” –respondió él con melancolía.
Después, caminó unos pasos, y permaneció inmóvil al lado del ataúd en donde dormía para siempre su amada esposa...

COMO DOS LÁGRIMAS

COMO DOS LAGRIMAS

Por José Dávila



El día en que murió su madre los vio por primera vez...
Eran dos, diría después José María a su abuelo Abundio. Eran como dos gotas de lágrimas, como las suyas, cuando vio descender en una fosa de roja arcilla, la caja de madera que apañaba el cuerpo de su mamá.
–Estás ido hijo; las lágrimas no vuelan.
–Pero yo las vi abuelo, iban así, como muy bajito, muy suavecito, como viendo la tierra. Luego, cuando voltearon hacia el rojo del atardecer, se volvieron como lucecitas de petróleo, no azules ni tampoco coloradas; era como cuando la lumbre flamea amarillo.
-Debieron ser pájaros que van al monte. La distancia engaña hijo. Si engaña hasta los corazones, cuanto más a ti que eres un chamaco.
José María tenía apenas diez años de edad. Iba a la escuela primaria de Agua Fría, la que estaba metida en la cañada de donde bajaba el arroyo de agua clara, tan transparente como su misma alma. Al pase de lista escuchaba su nombre: “¡José María Pacheco Aguirre!”. Entonces, así de resuelto, se paraba del guacal en donde se sentaba y repetía muy serio: “José María Aguirre, ¡presente!”.
Diaro, todas las semanas y todos los meses, era lo mismo. La maestra, en un principio intentó convencerle de que bastaba con que respondiera presente y ya. Que eso era suficiente. Que no había necesidad de repetir su nombre. Que ella ya lo sabía; que lo tenía apuntado hasta en la lista de su memoria. Pero, José María se entercaba en responder siempre igual: “José María Aguirre ¡presente!”.
Señalando hacia el horizonte, un día después del funeral, insistió: Los vi cuando la arboleda estaba durmiendo por la noche. Iban lento, lentito, y luego se detuvieron; se pararon arriba y aluzaron muy fuerte haciendo de la oscuridad el día. Después, ganaron, ganaron y ganaron, hasta irse...
-Nada aluza más que el sol, José María. Recuérdalo; nada más que el sol....
Don Abundio sabía de las visiones de su nieto; también sabía de su rebeldía y ahora de su dolor. Nació, sin ayuda de parto, en la soledad del jacal en donde vivía su madre. Nadie le ayudó a salir, nadie le recibió, nadie le puso de cabeza para luego nalgearlo ni nadie le cobijó. Su madre, como pudo, le acogió, cuidó y amamantó. Le bautizó como José María, le inventó el apellido del padre, y le juntó el que a ella le escribieron en la boleta del registro civil.
José María, dijo el párroco, y Pacheco Aguirre, el licenciado del ayuntamiento. Así creció en el monte, en el jacal de la hondonada del Espinazo. Gallinas, pollos, guajolotes y un perro sarnoso, fueron compañía de siempre. Luego, colgado de la espalda de su madre, conoció el mercado del pueblo adonde ella llevaba a vender sus jitomates, chiles, lechugas y acelgas. Largas horas bajo el sol; dormitando unas y mamando otras. Y luego, otra vez con las gallinas, pollos, guajolotes y el perro sarnoso al que gustaba jalarle de la cola.
–De verdad, desde que murió mi mamá pasan casi al anochecer, cuando ya se cansó la tarde. Se ven ora jalando pa'lla; ora jalando pa'ca. Así de rapidito, haciendo como dibujos en el cielo, claritos como las lágrimas, de veras que sí abuelo.
-En el cielo nadie llora José María, sólo son las cabrillas. Las cabrillas, hijo, esas nubecitas de estrellas que anuncian la venida de los diciembres y que después parten antes que los tres grandes luceros.
Madre e hijo vivieron siempre solos. Ella, sembrando, lavando, echando tortilla al comal. Él, soplando el anafre, acarreando agua del arroyo y desgranando la mazorca tierna. Después, cuando se sintió grande, decidió arar un nuevo girón de loma y ganó callos en las manos y ampollas en los pies. El maíz creció generoso y la vida con él, hasta que preguntó por su papá.
–Tu padre se fue allá arriba.
Y José María volteaba al cielo encapotado, y buscaba y buscaba: “¿Hasta dónde, pues...?”
Cuando cumplió edad para ir a la escuela de Agua Fría, le vieron llegar de la mano de su madre. Una y otra vez todas las mañanas; y una y otra vez le vieron partir de la mano de ella, cuando se acababa la clase del abecedario.
–¿Y tu papá, José María, qué hace tu papá? ¿Ónde está tu papá, José María, ónde? ¿Por qué nunca viene tu papá, José María, por qué?
–Porque está arriba.
–¿Dónde que no lo veo?
–Allá muy alto, tan alto, que tampoco yo lo veo.
–¿Qué tan alto?
–Muy alto.
–¿Más alto que los cerros?
–No sé. Mi mamá dice que se fue allá arriba. Pero un día bajará... -respondía José María seguro de decir verdad.
Cuando supo que irse arriba significaba morirse, José María se sintió mal; sintió que le habían arrebatado algo, un algo muy suyo: una esperanza, una ilusión, un pensamiento que le había acompañado hasta el día que conoció la mala noticia. Aquel vacío se volvió tristeza, y como ya nadie bajaría, se quitó el apellido paterno.
–¿Pa'que lo quero si ya no existe? –decía. La maestra intentó convencerlo de que no debía; que su nombre y apellidos eran para siempre. Su madre, al conocer del hecho, se encogió de hombros sin preocupación: "Tiene razón, ¿pa'qué cargar con un apellido sin vida?”
Sin embargo, José María no se olvidó de voltear a las nubes, como buscando contestación.
Cuando la madre enfermó para morir, el abuelo Abundio llegó a cuidar de la tierrita, a jalonearle el poco alimento que ofrecía, mientras que José María alimentaba los animales, molía el maíz, y temprano se iba a trazar nuevos surcos.
El viejo, en sus largas conversaciones, se cuidó mucho de no mencionar la figura paterna. Sabía que era herida abierta en el corazón de José María y rezaba por la salvación de todos. Cuando murió la madre de José María el cielo se quedó sin estrellas. Ni luces ni lágrimas
–Mire abuelo, cuando estaba de regreso de Agua Fría, otra vez salieron las dos luces. Se quedaron paradas bajo las nubes. Así como flotando; tranquilas y relucientes. Luego, una agarró para el nuevo santuario enrojeciéndose como carbón encendido y luego volteó pa' San Miguel, como una flecha sin voz. La otra esperó, brilló claro como el metal y se fue como una rayita en la noche.
–En el cielo nada se queda suspendido, José María; ni las nubes flotan.
–Pero siempre andan por ahí, abuelo. Cuando uno las busca, no salen. Cuando ni se les hace caso, ahí están, como jugando con uno. Y salen, y suben, y bajan. A veces en parejitas, así de igualitas, como dos lágrimas de Dios.
José María se enredó en sus afanes y se cobijó con la figura del anciano. Antes del entierro, decidió dejarse el Aguirre, porque, después de todo, fue el apellido materno el que le dio vida y pensamiento.
Cuando por sepultura quedó un montón de tierra, los vio por primera vez... Allá arriba, donde le había dicho su mamá que estaba su papá. ¡Zum!, ya se iban pa'l cerro. ¡Zum!, ya se regresaban pa'l río. ¡Zum!, un flamazo de luz fuerte, como los rayos del sol. Hasta que un buen día, serenos, se fueron y se fueron, aluzándose como foquitos navideños, como diciendo adiós entre las cabrillas, chisporroteando como debe hacer el corazón cuando se cansa, pero lento. Eran como gotas de lágrimas, porque el cielo, quizá, decidió llorar por la madre de José María.
–Oiga abuelo, usted que conoce, ¿qué son esas cosas?

LA POZA AZUL

LA POZA AZUL

Por José Dávila A





El viejo Luciano era el venerable personaje del cafetín de la plaza principal de Macuspana, allá, en Tabasco. Aquel hombre, quebrado por el recuerdo infinito, formaba parte del inventario del pueblo. Todos conocían su piel morena hincada por colmillos de lagarto. Todos sabían de su mirada extraviada en las tinieblas del espanto, y todos dragaban en su memoria cansada de arrastrar tanta historia. De lejos y de cerca, hasta un ciego podía adivinar su rostro maltratado por un pantanal de angustias. Le conocí, como le conocían los demás: siempre sentado a la mesa del pequeño portal, frente a una taza de café humeante, una botella de aguardiente y un hatillo de cigarros de hoja. Despierto, con su terca pesadilla a cuestas, Luciano se dirigía lo mismo al viandante que al trovador, al parroquiano que a la cocinera, al presente que a lo desconocido, para compartir retazos de la leyenda que le atormentaban los sueños.
En aquella noche de extraña quietud, de un golpe de ojo me examinó de pies a cabeza. Después sonrió resignado, asintió bonachón y musitó casi para sus adentros: “Acércate hijo, acércate, que los recuerdos queman... Tu también quieres saber de la Poza Azul, ¿no es cierto? El demonio te ha de enviar, ¿sino quién más? ¿Quién más que Satanás goza con el dolor y la agonía de los cristianos? Vaya pues, ¡qué carajos! Sabrás de las miserias de este pueblo, pero jamás sabrás si te cuento certeza o fantasía. La verdad tan sólo me pertenece a mí, porque...”
Luciano se interrumpió de golpe; fumó hondo, bebió rápido y con mirada en donde nacía el fuego, repitió con voz ronca: “...La verdad tan sólo me pertenece a mí, ¡porque me la gané encarando de frente a la muerte! Nunca preguntes, nunca me interrumpas, pero al final ¡pagas la cuenta!... ¿Entendiste?”–agregó lúgubre
Me invitó una silla y con el cigarrillo perpetuamente aprisionado en sus labios, empezó, precavido, a relatar despojos de su pasado: “Una madrugada alejada de estrellas y luceros, les vieron partir a una cacería sin regreso. Pancho Bobo, Miguelito y el Tico Loco. Los tres confiados, optimistas, ambiciosos. Los pendejos, locos de poder, ni siquiera engancharon el nuevo amanecer para enterrar su cargamento de locuras en el fondo del atascadero. No los volvieron a ver jamás... Por los oscuros callejones con charcas eternas, en las riberas del traicionero fangal, en las sombras del confesionario hisopado con agua bendita o en las pestilentes cantinas y prostíbulos clandestinos, el presidente municipal y sus regidores, los lancheros, comadronas, arponeros, prostitutas y hasta lavanderas de río, en cuchicheos aventuraron: “¡La Poza Azul se los tragó!” Y de puro miedo, tampoco nadie se atrevió a buscarlos”.
Ya con la miraba afiebrada, sudando frío, recordó: “En la ciénaga abundaban los lagartos. Había un mar de ellos que se tragaban lo mismo que toros, que vacas, que perros. ¡Así de grandes eran! Cinco o seis metros de largo ¡no miento! Su piel valía una fortuna, pero para ganarla había que tener mucha hambre y codicia, ser más inteligencia que esos endiablados animales y, sobre todo, ¡agallas bien puestas! De lo contrario, la insolencia se pagaba con la vida”.
El anciano de Macuspana, con mente calenturienta frenó sus visiones y en la profundidad de la bóveda celeste buscó la luna, quizá para que le iluminara el alma adolorida, el alma de lagartero que el tiempo le regateaba. Segundos más tarde, apuntando el detalle, volvió a contar como si estuviera viendo una película de episodios.
–En los agostos, teniendo por testigo a las suaves lluvias de la pradera, el Gello Carita perdió las dos piernas y una mano. Quedó baldado el pobre ignorante. Iluso de él que deseaba matar al lagarto real. Tres días después, tras tormentosas pesadillas, se pegó un escopetazo en la cabeza. Diablo de infeliz, ¡sólo así encontró la paz que le robó la Poza Azul! Y pa’qué decir del desdichado Chelín, el hombre de la triste figura como el Quijote que, con su arpón en ristre buscaba en el manglar su molino de viento. El inocente era tan flaco, que el lagarto en su embestida ni le vio; sólo le atropelló y le rompió el cerebro.
Cuando las sombras del ocaso empezaban a embozar el caserío del pueblo, Luciano, puntual, salía de su casa con rumbo fijo. Siempre se le veía mascullando, gesticulando, maldiciendo. Tal parecía que traía, por sombra, un lagarto. Al llegar al cafetín y alcanzar la mesa de siempre, tranquilizaba sus torturas y al igual que consumía uno tras otro los cigarrillos, extinguía, uno tras otro, sus ayeres. El viejo, lo sabían todos, fue temerario en la Poza Azul. En cada invite de cara al rey del pantano, sin ventaja o traición, desafió su destino. La cobardía jamás tentó su valor, sin embargo el averno del cenagal se anidó para siempre en su corazón.
–Muchos fueron los hombres que conocieron la poza y pocos los que regresaron –reanudó sus memorias el anciano con el sudor corriendo por los surcos que el tiempo había arado en su rostro cetrino–. Los más con el terror en los ojos. Carlín, Anselmo Triste y Juan Guao, enloquecieron después de cinco días de vigilia. Entonces la gente ya no quiso saber de dolor y desventuras, de viudas locas y de hijos mudos y huérfanos. Todos señor, todos quemaron el pantano. Le prendieron fuego y se levantó a los cielos una hornaza infernal. Hay quienes juran que entre las llamas danzaban las almas en pena de los cazadores desaparecidos, todavía acosadas por el lagarto real. ¡Diablo de animal! Sí señor, lo del infierno al infierno. ¡Pero ni así se murieron todos esos cabrones! Es cosa de los malos espíritus que la Poza Azul esté embrujada.
De aquellos años, Luciano me aseguró que Tabasco estaba infestado de lagartos grises, negros y amarillos: “Eran montones de miles, ¡por la Virgen que sí! Las ciénegas hervían de animales. Eran tantos que ¡hasta brotaban por las coladeras de las casas! El animal se había convertido en una amenazante plaga y el gringo llegó pagando por cada cuero, un real por pie lineal. ¡Entonces todos salieron a despellejarlos! ¡Entonces se desató la fiebre del lagarto! Se mataron cientos, decenas de cientos de saurios en el río de la Pasión. Y la piel, ¡maldita sea!, seguía y seguía subiendo de precio. Y el bastardo criminal, envenenado de ansia, borracho de sangre, seguía asesinando y suicidándose. A los largartos ya no los arponeaban, ya no los maneaban con el lazo en una mano y la bravura en la otra. A vil disparo de fusil los ejecutaban. Un día tras otro día, una semana tras otro mes. Todos cazaban, todos descuartizaban, todos enloquecían”.
Nostálgico, el agobiado lagartero lamentó: “En aquel momento se perdió la gallardía, señor. Se extravió la hidalguía del hombre-hombre que con arrojo enfrentaba el peligro sin provecho propio. En el río, en la laguna, en el pantano, ¡donde fuera! En el combate era el uno o el otro. El trampero o el animal. ¡Así de pareja era la cosa! Lástima. El dinero todo lo pudre, hasta la razón...”
Esa noche las estrellas también escucharon a Luciano jurar que el lagarto fue el único animal en el mundo que decidió comerse al hombre, porque conoció de su perversidad, de su infinita maldad: “Sí señor, se convirtió en la bestia más temible que el Creador haya puesto en estas tierras. Era la fiera jamás imaginada. Su mente trabajaba con increíble frialdad. Sombras, figuras humanas de todos tamaños las registraban con escalofriante perfección. El hombre era un intruso en su reino; su enemigo mortal. Nunca lo dudó; ya nunca lo dudará”.
Sorbiendo más café y chupando con más fuerza el cigarro de hoja, con temblor en los labios, de pronto amonestó: “¡Cuidado!, no vaya usted a tropezar con el Satán y el Lucifer, el par de caimanes que el imbécil del Negro Tilín tiene en la pileta de su casa. ¿Por qué? Porque cuando el animal agarra, ya no suelta. ¿Sabe?, el peligro no está en la mordida, sino en la sacudida. Sus mandíbulas todo lo desbaratan. Son un desastre. Los desgraciados, entre ellos mismos se hacen pedazos, se truenan y se trituran. ¡Es un espanto de carnicería!”
Luego su mente saltó otra vez a la evocación para ayuntar el hilo del relato extraviado: “Ante tanto disparo, el animal huyó. Desapareció. Aprendió a defenderse y se sumergió en sus guaridas para acechar al homicida. En las noches se necesitaba ser muy valiente o muy pendejo para caminar por las hojarascas y en los humedales donde se escondían los animales para asesinar. Fueron tiempos malos. El dinero también se escondió. Entonces el cazador enfureció y esperó el tiempo de secas. ¿Sabe?, el cocodrilo se entierra para cambiar de escamas y colmillos. Con la antorcha encendida en las manos y con el juicio delirante de pasión, sin misericordia achicharró los pantanos. El fuego llegó hasta las madrigueras devorando nidos con hembras y machos. Los incendios fueron descomunales. Todo se chamuscaba. ¡Era el abismo de la locura! El hedor que despedían las densas humaredas era insoportable a kilómetros de distancia. Los reptiles que salían con el humo rezumando de sus lomos, eran balaceados y después masacrados a golpes de palo y tajo de hacha. Pronto, todo fue silencio y desolación.
Tras otro nuevo sorbo de aguardiente, Luciano comentó: “De aquel delirante exterminio, todavía hay algunos lagartos que habitan en la Poza Azul. Ahí están esperando, aguardando por nosotros, acechando al asesino. Al Pijije, un lagarto lo botó al agua en Paso Colomo. Gritó y aulló el malaventurado. Era viernes santo, pero el animal no sabía de religiones. Llevaba el rencor en los ojos y como el mismo demonio no perdonó. El cielo se vistió de sangre y el fangal se estremeció con tanta tarascada de viento frío. Hoy, el Pijije vaga sin descanso por el pueblo, buscando todavía al fantasma de colmillos tan blancos como un peine de marfil, que le mutiló el cuerpo y el pensamiento.
El viejo Luciano suspiró y fatigado por tan dolorosas evocaciones, enmudeció. Vencido por la leyenda, entristecido por las almas en pena de Pancho Bobo, el Viejo Carita y Juan Guao, cruzó los brazos y, como un niño, se durmió sentado con la luz de la luna envolviendo su alma. Un rescoldo de colilla cayó de su mano y la noche apagó su historia. Hoy todavía, en el jardín de la plaza de Macuspana, en sus calles silenciosas, en las húmedas baldosas y en los barrotes del balcón de la viuda de Anselmo Triste, se asegura que están colgadas las memorias del anciano.

LA AGONÍA DEL PALMAR

LA AGONÍA DEL PALMAR

Por José Dávila A.



Ahí estaba el patriarca del pueblo. Sentado. Escuchando.
Las arrugas del tiempo corrían por su anguloso rostro hablando de avanzada edad y se hundían en el recio semblante como cuando naufragan los sentimientos en el profundo latir del corazón. Silencioso, reflexivo, apoyaba la barbilla sobre las dos manos que acunaban la rústica empuñadura de una raíz de árbol utilizada como bastón para poder caminar.
Ahí estaba de una sola pieza, como figura de museo rural con rebeldes cejas y tupido bigote.
En torno a él, discutían exaltados los miembros del Comisariato Ejidal sobre el futuro de las tierras bautizadas como “El Palmar”, un predio en donde nunca existió huella de una blandengue palma.
Ahí estaba. Quieto. Sin hacer ruido.
Donaciano Silverino; tal se nombraba. El gesto denunciaba carácter y preocupación; la mirada enérgica, penetrante, estaba clavada sobre una mesa desvencijada en donde yacía un legajo de documentos oficiales. Parecía no parpadear, no respirar; no estremecerse. Embargado por el mutismo, continuaba lúgubre, atento.
Llevaba calado a la cabeza un terroso sombrero de palma, el de siempre; el que le regaló su madre Inés cuando cumplió 17 años de edad; el mismo que le acompañó de joven cuando abría surcos en la tierra reseca; con el que llegó a la iglesia para casarse con la niña de sus ojos; el que se quitó con doloroso respeto cuando enterró a la esposa, y el mismo con el que se presentaba a las reuniones vecinales.
Viejo él y viejo el sombrero de cuya ala enmohecida escapaba un desordenado mechón de cabello blanco; vieja la descolorida camisa que se untaba a sus anchos y huesudos hombros; viejos los pantalones de manta y viejos los huaraches de cuero. Vieja toda su historia...
Como él de ruinoso, también eran los escasos habitantes de “El Palmar”: un pedazo de tierra por el cual lucharon a pecho abierto sus antepasados al decidir establecerse en esta región cuyo prometedor palpitar lentamente desfalleció. Atrás, sólo quedó un reguero de chozas de madera con techos de lámina o cartón
-El Tata parece harto corajudo –siseó un ejidatario.
-Mejor cállate; mira que te suena un varazo –advirtió el vecino.
Mejores tiempos vivió “El Palmar”. Cuando la lluvia se acordaba de su existencia, hacía germinar la mazorca, la papa y el fríjol. Hoy, marchito, apenas se cosecha un puñado de maíz para echar tortilla. . .
En el momento en que las autoridades municipales al fin les reconocieron derechos de propiedad, porque “la tierra es de quien la trabaja”, se les prometió forraje, semillas mejoradas, tractores, agua potable, electricidad, un camino empedrado y hasta una caseta telefónica para incorporarlos al “progreso”. ¿A cambio de qué? A cambio de apoyar el asentamiento de un deslumbrante centro turístico de la municipalidad ya naciente detrás del “Cerro del Pilón”, desde cuya cima se contemplaba la majestad de un mar de azul turquesa.
-El crecimiento de la economía alcanzará a todos, don Silverino...
Las promesas nunca se cumplieron. Ni un céntimo de regalías se recibió por el sacrificio de “El Palmar”, y los hombres, desesperados, poco a poco empezaron a emigrar al otro lado del monte, dejando atrás, bajo sepultura, sueños inconclusos. Por un miserable sueldo, como bestias de carga, levantaban cimientos de hoteles y condominios apenas despertaba el sol. Cuando anochecía, descansaban hacinados como puercos en malolientes cobertizos, tal como si fueran calabozos de la edad media.
Aparejado al nuevo polo de desarrollo, nació una ciudad cuyo explosivo crecimiento requería de la invaluable participación del ejido.
En torno a Donaciano Silverino, las discusiones parecían no tener fin y ni siquiera los tragos de aguardiente parecían atemperar el pensamiento. Al problema se le daba vueltas y vueltas sin encontrar la punta del hilo para escapar del laberinto en donde se encontraban extraviados.
-El Tata no está corajudo.
-¿Entos qué...?
-Está triste, está resignado...
Como si el patriarca adivinara el diálogo, sin moverse, como un santón, musitó. “Está bien, señor licenciado; abran otro entierro a cielo abierto...”
Todos guardaron silencio y envolvieron su tristeza. Donaciano Silverino movió la mano derecha y firmó el acuerdo en donde se confirmaba que “El Palmar” continuaría siendo el monstruoso basurero municipal, en donde sus escasos ejidatarios estaban condenados a deambular entre los pestilentes desechos en busca de comida.

LA PLAGA

LA PLAGA

Por José Dávila A.




Una plaga mortal azota a la ciudad...
Por doquier se encuentran regados miles de cadáveres. Unos, abandonados en lotes baldíos, en los jardines, en las banquetas de las calles o a las puertas de un convento clausurado. Otros, como soldados muertos en combate, alineados pecho a tierra reposan a lo largo de los camellones o entorno a las glorietas destinadas a encumbrar la memoria de hombres ilustres. Los más, hacinados en una esquina de barrio o grotescamente amontonados en torno a los botes de basura rebosantes de pestilentes deshechos.
Sus cuerpos, bajo los rayos del sol o presas del intenso frío nocturnal, se tornan cada vez más rígidos. Sus miembros poco a poco adoptan formas caprichosas y sus cuerpos se tiñen de un gris fantasma.
Es un ciclo que se renueva año con año...
La gente hace caso omiso de los despojos y deambula tranquila entre ellos sin que les invada el más mínimo sentimiento de compasión. Se trata tan sólo de seres desechables; incluso algunos ya son esqueletos carbonizados. Nadie, pues, se ocupa si aún palpitan y menos aún se interesan en auxiliar a quienes agonizan, sabedores de que pronto exhalarán su último aliento.
Una plaga mortal azota a la ciudad...
Cosa curiosa: pese a su repentina y profusa aparición, los cuerpos no apestan. Es por ello que nadie demanda su entierro, cava tumbas o en acción emergente se ordena crear una monumental fosa común. En tanto, nadie teme una posible contaminación y mucho menos se desate una epidemia. Quizá algún día, un despistado barrendero se ocupara de ellos.
Sin embargo, las víctimas hace poco tiempo fueron objeto de admiración y se les brindó cobijo en el rincón más cálido del hogar. Fueron bienvenidos, halagados, admirados y la mar de consentidos. Su belleza arrobaba; su presencia hechizaba y el delicado aroma que despedían provocaba sentimientos de ilusión, paz, alegría, nobleza y esperanza.
No obstante, para ellos la muerte resultaba inevitable. Lo sabían. Desde que fueron arrancados de su habitat natural, se inició su angustia. Después de todo para ello fueron concebidos. Triste destino...
Son los arbolitos de navidad que apenas ayer presumían su majestad, esa incomparable belleza natural alegremente adornada con esferas, moños de colores, escarcha y luces multicolores. Ahora han cumplido con creces su misión, mientras que en el monte ya crecen los retoños que habrán de ser mutilados en el último mes de este año.
Hoy, ya no huelen a nada. Yertos se han convertido en un molesto estorbo y lanzados sin misericordia a la calle, paradójicamente, con una cruz de madera clavada al pie de su tronco.

LAVOZ DEL SILENCIO

LA VOZ DEL SILENCIO


Por José Dávila A.


Es desconcertante sentir como el silencio ensordece...
El no percibirse un solo ruido mundano, provoca que el silencio encuentre su propio lenguaje y se haga escuchar. Entonces atrapa. En ocasiones tranquiliza o inmoviliza; en otras desespera, perturba, paraliza, intimida o aterroriza.
El ser humano está acostumbrado a coexistir con un universo de murmullos, ecos, chirridos, traqueteos, explosiones, voces, rumores, pero no para ir de la mano con la profunda insonoridad.
Se puede estar en un páramo desierto, en la cima de una montaña sin viento, en un oscuro sótano, en una imponente bóveda, y la voz del silencio se hinca en los oídos.
Tener el silencio como acompañante, trasciende. Puede ser bueno o malo, pero habla mucho de la soledad. De esa soledad de espíritu, de calma, resignación o cólera.
A lo largo de mi vida he tenido muchos momentos de silencio. ¿Cuántos? No lo sé y creo que nadie lo sabe si en una ocasión detiene su andar y repara en ellos. Sería estúpido tratar de contabilizarlos y más estúpido estar atento con pluma y papel en mano para marcar una raya más cuando éste se produce.
Y de ser así, ¿a qué catálogo de estadística se le registraría? ¿Alguna vez se ha pensado cuántos géneros de silencios existen? Hay muchos; todos y cada uno de ellos, opuestos. Para encasillarlos, habría que apelar a una buena dosis de nuestra honestidad y confesar el por qué se está sumergido en uno de ellos. ¿Al respecto existe un tratado o método para poder identificarlos sin equívoco? Lo dudo.
El silencio tiene su propia majestad y lo mismo fugazmente se interpone entre el ruido urbano, que irrumpe en un confidente diálogo o surge en el momento menos inesperado de nuestro devenir. Y cuando ello acontece, puede pasar inadvertido o dejar marcada nuestra existencia para siempre.
Al respecto, es posible que haya experimentado casi todas las clases de silencio posibles, incluso cuando la sirena de una ambulancia aborta intempestivamente dejando en el ambiente un presagio de tragedia.
Sin embargo, hay un silencio que nunca he superado; ese silencio que golpea, que emociona, que asombra, que estremece, que demanda respeto y finalmente, enorgullece tu origen de nacimiento. Es esa inolvidable sensación que todavía entorpece mi sueño y me hace despertar con los nervios anudados. Me refiero, vaya la redundancia, al asombroso silencio de la gran Marcha del Silencio correspondiente al ensangrentado capítulo histórico del Movimiento Estudiantil del año de 1968 que se suscitó en México.
Fue el día 27 de agosto. Miles y miles de estudiantes se congregaban y se organizaban a un lado del Museo de Antropología de Chapultepec. Se agrupaban en relación al centro de estudios al que representaban. Respetuosos y conscientes de la trascendencia de su causa, entre ellos no existía ni diferencias ni rivalidad social. Sólo un pensamiento les dominaba: protestar ordenada y calladamente en contra de la despiadada represión de que eran objeto por parte de las autoridades de gobierno. Días antes, al concluir otra marcha de protesta, el propio Presidente de la República, justificaba la violenta represión oficial por el soez lenguaje que a voz en cuello agredían su investidura de Estado.
La respuesta no se hizo esperar. La lección de civismo estaba en marcha. La consigna era desfilar a lo largo de la avenida Reforma hasta el Zócalo, el corazón mismo del país, sin pronunciar palabra. La gran mayoría se puso un gran parche en la boca y los que no, apretaban los labios o se mordían la lengua. Lemas de protesta, demanda y denuncia se mostraban en grandes pancartas, carteles y volantes.
Pasadas de las cinco de la tarde se inició la admirable manifestación con paso firme. Entrelazados por sus brazos, desfilaban cientos, miles de filas de jóvenes, hombres y mujeres, con el gesto firme, el pecho henchido y la ilusión palpitando en el corazón. Unos dicen que eran más 200 mil, otros que rebasaban los 400 mil, los más que se acercaban a un millón.
Yo no sé cuántos eran. Lo que sí sé es que cuando la vanguardia alcanzaba el centro histórico del país, apenas salían del Museo de Antropología los últimos contingentes. Eran kilómetros y kilómetros de una juventud que avanzaba lento y despertaba la admiración de padres de familia, de trabajadores, de niños y ancianos que a lo largo de toda la avenida habían formado un gran valla humana. Inmortal muestra de fervor enmarcado en un espeso ambiente de camposanto.
El ejemplo cívico de esta cabal generación provocaba que, por instantes se quebrara el silencio. En ocasiones por las voces de aliento del pueblo, en otras por los aplausos con que eran premiados cuando la garganta se hacía un nudo y las lágrimas nublaban los ojos.
Contagiados por la determinación y el valor de esta juventud, la gente empezó a sumarse a su causa y caminar solidariamente hasta el Zócalo. El imponente silencio en ocasiones sólo admitía el sordo pisar de los zapatos.
En aquella época me desempeñaba como fotógrafo de prensa y a pesar de las gráficas logradas, decidí correr, adelantarme a la manifestación para subir al mirador de la Torre Latinoamericana, en aquella época el edifico más alto del país.
Mirar hacia abajo y presenciar la gigantesca columna humana me sobrecogió, pero lo que más me sacudió el aliento fue eso: el silencio que imperaba en el centro de la metrópoli. No se escuchaba nada. Ni el grito de un niño o el ladrido de un perro. El cotidiano tráfago citadino había enmudecido; ni el ronronear de un motor, ni los siseos de las hojas de los árboles, ni un claxonazo ni un reproche. Ese gigantesco silencio a medida que aumentaba la procesión se levantaba al cielo en inmensas oleadas, una tras otra, cual más impresionantes que me golpeaban el alma.
Pocas veces una cámara fotográfica me había temblado en mis manos. Ante la Marcha del Silencio, mis nervios me traicionaban y hacían que por instantes la emoción me poseyera sin control. Sentía como los potentes latidos del corazón rebotaban en mis sienes, secaba mi boca y agitaba la respiración.
En aquella atalaya, nunca fui testigo de tanto silencio multitudinario. Apenas tenía noción del espectáculo que estaba presenciando y que marcó un hito en la historia de nuestro país. Ignoro cuánto tiempo estuve allá, en la alturas. Sólo las brumas de la noche y el alegre y sonoro repiquetear las campanas de la Catedral que saludaban el arribo de la avanzada estudiantil me hizo reaccionar y dar rienda suelta a mis emociones. Entonces empecé a llorar. Mis lágrimas eran una mezcla de conmoción, tristeza y miedo.
En aquellos instantes triunfales de un ejemplar comportamiento cívico, sabía que la victoria sería pasajera. Tarde o temprano se iba a teñir de sangre.
En altas horas de la madrugada, las fuerzas del ejército se lanzaron inmisericordes contra las quijotescas brigadas de jóvenes voluntarios que decidieron hacer guardia en la gran explanada hasta no obtener una razonada contestación del gobierno. ¡Ay, cuánto inocente idealismo! El temible empuje de la tanquetas y la punta de la bayoneta fue la respuesta final..
En la Plaza Mayor otra vez se hizo el silencio...

Wednesday, March 21, 2007

LA REBELIÓN

LA REBELIÓN

Por José Dávila A.

El decreto fue tajante...
Los muertos de San Sebastián el Alto tenían que abandonar sus tumbas El cementerio en donde desde hacía muchos años descansaban en santa paz, había sido expropiado. Para el gobierno el motivo del desalojo era de vital importancia estratégica para detonar el crecimiento económico del país: Los terrenos habían sido escogidos para construir el primer Casino al estilo Montecarlo a fin de combatir la pobreza extrema.
La noticia causó estupor entre las ruinas de esqueletos cuyos títulos de perpetuidad, como por obra de magia, habían caducado. Era cierto, en el nuevo país del cambio, la perpetuidad ya no era perpetua, es decir, se había dispuesto estipularle un tiempo determinado. ¿Cuál? Aún no lo definían los dirigentes de las bancadas políticas de oposición, frotándose las manos por las regalías que, bajo la mesa, obtendrían por aprobar la propuesta del Ejecutivo por mayoría absoluta.
Indignados, al grito de ¡”La tierra es de quien la habita!”, los muertos de San Sebastián el Alto, fueron a consultar a los vecinos del camposanto de San Sebastián el Bajo. Quien encabezada la procesión, era don Apolonio Zambrano, mejor conocido como el “Bombazo de Acapatzingo”; en combate revolucionario de fuego graneado perdió ojo, mandíbula, costillas, brazo y pierna izquierda de un certero cañonazo de las fuerzas federales. Después, con medio cuerpo sobreviviente a la epopeya, fue nombrado Comisario Ejidal Vitalicio por ordenanza de Emiliano Zapata.
La procesión era patética. A quien no le faltaba el hueso mastoideo y las cuatro vértebras cervicales, tenía perforado el parietal y extraviadas las muelas, el fémur y el peroné; asimismo, hacían acto de presencia los decapitados cargando su cabeza como preciado trofeo, así como los cojos y los mancos que ni con engrudo habían podido pegar sus esqueletos para presentarse en buenas condiciones de conservación. Por supuesto, también desfilaban otros aún más tullidos que llevaban las piernas acunadas entre los brazos faltos de clavículas, húmeros y falanges. De plano, los más ruinosos arrastraban la mitad de su armadura ósea en viejos costales de yute.
Además, los fallecidos estaban enterados por los noticiarios de cable visión que las sepulturas serían liquidadas al precio de veinticinco centavos el metro cúbico, en referencia al último avalúo catastral registrado antes de que el caudillo muriese cobardemente emboscado en la hacienda de Chinameca. Por lo tanto, como siempre acontece en nuestro país, el Congreso de la Unión estaba actuando conforme a derecho.
-¡No venderemos nuestras tierras! –gritaba colérico Apolonio Zambrano, cuando se encontró a la mitad de la carretera que dividía los dos panteones, con su homólogo de San Sebastián el Bajo, Galdino Barrera, mejor conocido como el “Machetero”, no precisamente porque macheteara en la escuela las tablas de multiplicar hasta entrarle en la cabeza, sino porque a machetazo limpio hacía entrar en razón a quienes no deseaban observar la ley y el orden en Sebastián el Bajo, cuando apenas era rancho.
-¡Pos claro que no! ¡No venderemos nuestras casas! –confirmó Galdino, quien también comandaba a otra doliente manifestación esquelética, blandiendo un amenazante machete más oxidado y terroso que sus fosas nasales
-Óigame compadre ¿a usté por qué le expropian el panteón? –preguntó Apolonio
-Porque quieren poner un casino en la rotonda de los hombres ilustres, dizque con capital extranjero. ¿Y a usté? –reviró Galdino.
-¡Un casino igualito! Aí merito ónde está el hemiciclo a los héroes que nos dieron patria y libertad.
-¿Y cómo se va a llamar su casino?
-El Forum Azteca.
-¡Ah, jijo! ¿Y él de usté?
-El Forum Azteca II –confirmó Apolonio
-¡Ah qué jijos de toda su matriculada maternidad!
-Y lo que es pior compadre, quieren hacer los dados y las fichas de apuesta con nuestros huesos, con el cuento de darle al juego un toque histórico que no tienen otros casinos –advirtió muy molesto Apolonio.
-¡Ni madres, compadre! Sólo falta que las barajas las hagan con nuestros pellejos
-¡Vamos a levantarnos en armas!
-Usté querrá decir ¡levantarnos en huesos! –corrigió Galdino.
-¡Eso mero!
-¿Y cómo, compadre?
-Bloqueando la carretera; por aquí pasa todo el abasto para la ciudad –propuso Apolonio.
-¡A cerrar la carretera! –apoyó entusiasta Simplicio Buenaventura, campesino de nacimiento cuyo generoso patrón de la hacienda “La Providencia”,le había obsequiado como reconocimiento a toda su vida de trabajo, la primera tarjeta de débito para tienda de raya.
-!Órale mis esqueletos, pos a darle! –animó Galdino esgrimiendo una vez más el prehistórico. machete
Los muertos enterrados de los dos Sebastianes, con ejemplar solidaridad y espíritu de sacrificio se pusieron a trabajar como si estuvieran vivos. Bajo el parpadeo de la luz amarillenta de cirios y velas, acarreaban lápidas rajadas, cruces cuarteadas, restos de criptas coloniales, pedazos de angelitos de la guarda con las alitas mochas, ruinas de macetones, estatuas y astillas de ataúdes desvencijados. En cuestión de horas, habían levantado dos muros fúnebres. En medio de sendas trincheras los difuntos aguardaban impacientes a los representantes de la ley..
La nueva alborada coincidió con el día de “Halloween”. Traileros, peseros, gaseros, chafiretes, gruyeros, camioneros, taxistas y patrulleros, toparon con la inusitada barricada creyendo que campesinos lugareños se habían disfrazado, en son de broma, para sacarles unos pesos. Sin embargo, a medida que se levantaba la bruma mañanera y se acercaban a demandar libre paso a sus vehículos, empezaron palidecer: Frente a ellos estaban bien despatarrados esqueletos de verdad: la muerte se dibujaba en la cara, profunda la oscuridad en las vacías cuencas de los ojos, el infinito vacío en las fosas nasales, las bocas chimuelas sonriendo satánicas, henchidas las costillas al aire y las falanges de las manos empuñando, palos, fierros, piedras y por supuesto, Galdino el “Machetero” con la reliquia de machete en ristre.
-¡Nuestras sepulturas no se venden a ningún precio! –advirtió Apolonio con voz cavernosa
La estampida de los trabajadores del volante fue cómica y brutal. Temblorosos se encerraron a piedra y lodo en sus vehículos. Enmudecían. Lo que veían no podían creerlo. Frente a ellos dos centenares de esqueletos desarrapados y mutilados les desafiaban. Era una visión macabra. Fantasmal. Unos a otros, pasmados, se miraban en busca de una respuesta lógica. El congestionamiento de camiones, coches, camionetas, trailers, autobuses, en ambos sentidos, empezó a ser kilométrica. Sin embargo, no se escuchaba un claxonazo de protesta. Sólo el viento aullaba... En cuestión de horas se había provocado el caos vial mas silencioso en los anales de los bloqueos carreteros de que se tenían registro en el acontecer nacional.
Para reafirmar su posición, con los primeros rayos del sol, los cadáveres rebeldes enarbolaron las primeras pancartas:
“¡Los muertos unidos, jamás serán vencidos! ¡No al Forum Azteca! ¡Primero muertos que exhumados! ¡Esta tierra no se vende! ¡Las sepulturas son patria, alma y corazón! ¡Vivan los panteones de San Sebastián el Alto y el Bajo!
Las autoridades no podían concebir los despachos emitidos desde los helicópteros y las patrullas: “¿Qué son más de doscientos esqueletos? ¿Qué han bloqueado la autopista con las lápidas? ¡No se dejen engañar, es Día de Muertos! ¡Qué son mártires revolucionarios! ¿Cuántos son los muertos vivos? ¿Qué se niegan a la enajenación de los cementerios? ¿Qué es la manifestación de muertos más viva que jamás se haya contemplado?
Las increíbles imágenes, vía internet, ya recorrían el mundo entero. Era noticia de ocho columnas..“¡Muertos mexicanos exigen justicia!”; “Decreto oficial despoja de sus tumbas a humildes cadáveres mexicanos” “Fuentes oficiales, aseguran que con el nuevo casino, se construirá para los difuntos afectados un nuevo y confortable panteón bajo el régimen de condómino”, informaban comentaristas y reporteros de la CNN en español.. La reacción mundial no se hizo esperar. Organizaciones civiles de Europa, África, Sudamérica, Asia y Oceanía, exigían absoluto respeto al derecho de los muertos de descansar en paz en sus sepulturas particulares..
Diputados y senadores, sorprendidos por el imprevisto curso que tomaban los acontecimientos, nombraron una comisión negociadora a fin de zanjar favorablemente tan delicado problema.
Apolonio Zambrano y Galdino Barrera, previamente denunciados ante el Ministerio Público por ataques a las vías generales de comunicación, recibieron a los escamados legisladores. Después de todo, no todos los días conciliaban intereses con seres del más allá. Los líderes difuntos, con extremada tolerancia escucharon una retahíla de argumentos demagógicos. Cuando la paciencia les colmó el cráneo, advirtieron con voz de ultratumba.
-Nuestra tierra no se vende... ¡punto final!
-Pero es que los dos cementerios empantanan el progreso del país: tan sólo se trata de una prueba piloto para hacer despegar la economía nacional y...
-¡No vendemos! –aclaró tajante Galdino mientras se fajaba el machete en el costillar derecho.
-Nos obligan al uso de la fuerza pública. ¡Lo van a perder todo! –amenazaron los políticos.
-¿Qué mas podemos perder nosotros? Ya estamos muertos ¿y ustedes...? –observó sarcástico Galdino
-Viendo así las cosas, nosotros estamos legalmente vivos y ustedes ya no existen –se atrevió a encarar a Galdino el famoso diputado del tricolor que en sexenios pasados inventó la fórmula de inscribir a los muertos en el padrón electoral para que por unanimidad votaran por el partido oficial.
-¿Entos quién gana? –preguntó bronco Apolonio
-Nadie gana don Apolonio, nadie –dijo soberbio el diputado y después, con tono petulante, propuso-.. Mire usted, podemos llegar a un arreglo y firmar un convenio garantizándoles...
-¡La mano del muerto, qué! Ustedes no respetan, nomás engañan. Escúchenlo bien –reitero Apolonio: “¡Jamás podrán vencer a la muerte! A ver explíqueme usté: ¿Con qué la mataran?” Después entrecerrando las cuencas de los ojos, deslizó amenazante:.
-Si quieren tumbas, más tumbas tendrán....
Mientras tanto, en lo oscurito, los asesores de la presidencia ya habían puesto en marcha la “Operación Ósea”. Tres batallones de la elite de granaderos, perfectamente pertrechados con cascos con visera protectora, escudos romanos, toletes y granadas lacrimógenas, estaban prontos a entrar en acción. Confiaban en un ataque frontal: una caricaturesca carga de los seiscientos dragones. Tan sólo se trataba de quebrar más huesos de los que diariamente estaban acostumbrados.
Rotas las negociaciones, el primer contingente avanzó con sonoro paso veloz y cuando estaban a tiro de pichón, fueron recibidos por una andanada de cráneos descalabrados, desorejados y algunos con poco pelos, abollándoles a los elementos uniformados no sólo el casco sino hasta la conciencia. Una cosa era enfrentarse con los vivos y otra muy distinta con los difuntos, quienes para acabarla de amolar en los flancos de la carretera se habían atrincherado dentro de las fosas de su propiedad. La desordenada retirada policial fue saludaba por una clamorosa ovación de los camioneros.
La segunda embestida desató una furiosa lucha campal de fémures, rótulas y peronés contra toletes y escudos. Los cadáveres mantenían la superioridad: dos o tres huesos contra una sola macana. La paliza a las fuerzas del orden entrenadas especialmente por el FBI, fue de pronóstico reservado. Explosiva fue la alegría de los espectadores.
-¡Estos huesos sí se ven! ¡Estos huesos sí se ven! –gritaban felices los vencedores.
El comandante responsable de la fracasada “Operación Ósea”, cambió la estratégica: El último batallón de reserva se protegió con máscaras antigases y lanzó una granizada de bombas lacrimógenas. A los muertos, el gas les hizo lo que el aire a Juárez. Sencillamente el humo traspasaba los esqueletos sin efecto alguno; ya no tenían ni ojos, ni narices ni pulmones. Ahora sí que muertos de la risa, los esqueletos disparaban con resorteras centenas de vértebras cervicales, dorsales y lumbares, apófisis, carpos, metatarsos, falanges y de pilón, una andanada de sacros y cóccix Los granaderos ya no sentían lo duro si no lo tupido. Cubiertos de moretes, avergonzados abandonaron el campo de batalla, conscientes de no poder matar a la muerte.
. Entonces estalló el júbilo popular; las barricadas fúnebres se reforzaron con una veintena de trailers de doble caja..
El bloqueo se extendió hasta la noche de muertos. Ya no se intentó agredir a los inquilinos de ambos panteones. Mientras tanto, el pueblo fiel observante de sus costumbres, a los difuntos les llevaron de comer sabrosas viandas, les obsequiaron botellas de aguardiente y adornaron las barricadas con veladores y flores de cempasúchil.
A la mañana siguiente se les hizo llegar un lacónico mensaje: “Estamos dispuestos a mejorar la oferta inicial en un 500%”.
-¡No vendemos! –reiteraron con gravedad Apolonio y Galdino.
Minutos después, en cadena nacional se difundió un boletín informativo en donde el gobierno había girado instrucciones precisas para cancelar la expropiación de los cementerios de Sebastián el Alto y Sebastián el Bajo, alegando que existían múltiples alternativas para reubicar los proyectos de referencia. “No pasaremos por encima de los derechos humanos de nuestros propios difuntos”, concluía.
En los dos Sebastianes se armó la pachanga. El festejo era en grande. Había mariachis, onda grupera, grupos raperos y rocanroleros, mientras que el cielo se iluminaba con el estallido de los cohetones y fuegos artificiales. Los sonrientes cadáveres bailaban sin descanso y cantaban a coro “...no estaban muertos, andaban de parranda”..
En la entrada de los dos cementerios se habían colocado monumentales arreglos florales con una sola leyenda: “¡Arriba la muerte!”.

NARCICISMO AL DESNUDO

NARCISISMO AL DESNUDO

Por José Dávila A.





El se mató...
No, no fue un suicidio; fue una torpeza.
Todo se inició cuando el holocausto de su narcisismo se precipitó.
Apenas joven ya se amaba cuando se examinaba en el espejo. Altivo y sereno, le gustaba lo que veía y sin medida de tiempo se extraviaba en la contemplación. El cabello negro ensortijado, la frente amplia, los ojos enigmáticos de un negro profundo, la nariz recta, la boca sensual y la firmeza del mentón con un hoyuelo juguetón.
Después exploraba el cuerpo. Recto, alto, musculoso; ancho de espalda y esbelto de cintura. Bien formado y bien vestido. Se acercaba a la perfección. Creía ser elegido por el dedo de Dios.
Sin embargo, el espejo no reflejaba el alma; quizá se refugiaba en el extravío.
Desde niño se percató, sin comprender, que su estampa causaba admiración; en el hogar, en la escuela, en la calle, por doquier que se presentaba, atraía la admiración sin límites: Desde los padres, hasta la maestra de escuela, pasando por la cuadrilla de amigos. Jovencitas adolescentes o mujeres hechas y derechas, no podían evitar el imán de su atracción. Consciente de los dones recibidos, amaba esa vida regalada. Para colmo, nació en buena cuna y jamás problema alguno podría ensombrecer el legado de su destino.
Cuando se convirtió en hombre jugó a ser Dorian Gray... y perdió.
En descargo de su envanecimiento, jamás supo del famoso personaje de Oscar Wilde, porque nunca leyó un libro. Ni siquiera el misal para recibir la ostia de la comunión; la catequista también sucumbió a tanta belleza natural.
Satisfecho, soberbio, se adoraba, como adoraba la vida. Gozaba de ella con toda intensidad sin importarle la silenciosa marcha de Cronos.
-Cuando el tiempo llame a mi puerta, será el momento de darle cuerda al reloj –pensaba con desenfado lejano y cierto.
Viajó sin medida. El mundo le rendía pleitesía. La fortuna le amparaba, le consentía y le premiaba. Sin proponérselo, enamoraba sin esfuerzo. Las mujeres se le ofrecían sin condición. Tras de sí iba hilando un rosario de corazones destruidos, engañados, traicionados, abandonados. Presuntuoso, se relamía con el sentimiento ajeno
Si Wilde le hubiese conocido, sin duda sería la fuente de inspiración que le llevó a escribir. “¿Qué es un cínico? Una persona que conoce el precio de todo y el valor de nada”.
Posesión, dominio, influjo, misterio, desafío; todo en su conjunto lo emanaba de un golpe. Cautivar le era fácil; bastaba desearlo para conseguirlo. Así pues, creyéndose dueño del mundo, alcanzó la cima de la madurez con pleno despilfarro de su persona. El hartazgo empezó a socavarlo y eligió transitar de exceso en exceso en busca de una satisfacción desconocida.
“El que busca encuentra”, advierte la sabiduría popular.
Y él encontró. Tropezó con alguien que le ignoró y con ello, sin proponérselo, le desafió.
A partir de entonces, jamás volvió a descifrar el rumbo. Sentimientos encontrados le zarandeaban el pensamiento y la razón. Esa sensación de vacío en el estómago le angustiaba. Con irritación empezó a conocer de la ansiedad, el insomnio, la incertidumbre y desesperación. Ese alguien le había hincado el aguijón del amor y el desden no lo podía soportar.
Creyó haber perdido su encanto y frente al espejo escudriñaba los signos de la declinación. Sí, empezaba a cambiar; el miedo le aprisionaba las entrañas. Había descubierto las primeras huellas de la edad, pero un algo más le torturaba ¿Qué le estrujaba el corazón?
Quien adivinó la desazón en su semblante, le advirtió: “Estás enamorado”.
A partir de entonces se cuestionaba sin conceder tregua: “¿Enamorado? ¡Patrañas! ¿Yo, enamorado? ¡Jamás! ¿Es que el amor tortura? ¡Mentira! ¿El amor es inclemente, incontrolable, inmortal? ¡Al diablo con él! ¿El amor es sufrimiento? ¡Basta, basta ya! ¿El amor es silencio? ¡Más vale pudrirse!”
Antes de confesar sus sentimientos, prefirió callar. Ante nadie se rendiría, como todavía se le rendían hermosas mujeres.
Por resguardo escogió la soledad. No quería, no podía, no soportaba encontrarse con esa persona. Empezó a beber licor con frecuencia enloquecedora y por dislate a consumir un carrusel de drogas que le nublaran la razón, le indujeran al engaño, le permitieran dilapidarse y demolerse las neuronas para enterrar la memoria.
-No quiero ser el muerto más sano del panteón –intentaba burlarse bajo una máscara de impotencia.
Nadie fue capaz de frenarlo, sin comprender las causas que le empujaban a cometer abundantes actos plenos de estupidez, hasta que su derrotado narcisismo sucumbió cuando el espejo le arrojó a los ojos de negro profundo la imagen de un espectro.
Violento destrozó el espejo y destrozó sus venas.

UN HELADO DE ESPERANZA

UN HELADO DE ESPERANZA.

Por José Dávila A.



En aquel cálido y sereno atardecer teñido por un sol crepuscular, saboreando un helado se distraía viendo pasar a la gente. De pronto, una niña de tez canela y con cara de querubín de iglesia, le preguntó con candor.
-¿Estás solo?
–Sí... –dijo sin ocultar su extrañeza
–¿Por qué?
Responderle, pensó, implicaba explicar muchas cosas no deseadas del pasado. Así pues, en defensa propia se decidió por el primer atajo: su mente urdió contestar con un: “No lo sé”. Sin embargo, la intempestiva pregunta le había pillado descuidado cuando estaba sentado a la mesa de una nevería.
Ella, con la frescura de su pureza, sonreía como sólo saben sonreír los niños con alma blanca. Era pequeña y endeble como una varita de rosal. Quizá siete espléndidas primaveras. Tenía su pelo trenzado, caminaba con la misma gracia de un pingüinito en busca del mar y sus ojos eran dos canicas negras en donde daba brincos la vida.
–A tu edad no debes estar solo –aconsejó ella, mientras gustaba de su helado.
–¿A mi edad?
–Si, ya estás grande ¿o no? ¿Cuántos años tienes?
–Setenta y pico...
–Ya ves, alguien debía de acompañarte.
–¿Debería de estarlo?
–¡Claro! A poco no acompañabas a tu papá cuando se hizo grande.
–Creo que sí.
–Ya ves. ¿Puedo hacerte compañía?
Él, aún más sorprendido, asintió sin pronunciar palabra. Rápido, con sobrada seguridad, ella se acomodó en una silla y dijo. “¿Te sientes mejor?”
–Con tan hermosa vecina ¡me siento estupendo!
–Me llamo Cristina ¿y tú?
–Julián Pastor.
La niña pareció no escuchar; curiosa le estudió el gesto. Después, clavó sus ojos azabaches en los ojos de él y con certeza sentenció: “Estás cansado ¿verdad?”
–En verdad, sí; pero he tenido días peores...
–No quiero decir “orita”; quiero decir que estás cansado de vivir ¿no es cierto?
Julián Pastor sintió un relámpago chicotearle en la boca del estómago. ¿Quién era esa mocosita que con tanta agudeza le husmeaba el aburrimiento por la vida? Inquieto, respiró profundo antes de preguntarle: “¿Por qué piensas eso?”
–Porque tu mirada ya no dice nada.
Él palideció y ella aseguró: “Tienes la misma mirada de mi tío Alberto antes de morir...”.
–¿Cómo? –balbució sobresaltado.
–Sí, la tenía como la tuya; veía sin mirar. Como si se le hubiera acabado la calle... Entonces se murió.
Julián preguntó de qué se había muerto el tío Alberto.
–De ausencia en el corazón.
–¿De ausencia de qué?
Cristina, al parecer distante, probó tres veces su helado y luego aventuró: “¿Es cierto que se puede morir de amor?
–No lo sé –él volvió a evadir.
–Pues mi tío Alberto se murió después de que se murió mi tía Alberta
¡Santo cielo! Julián Pastor se cimbró de pies a cabeza. ¿Cristina le estaba pronosticando su final?. Él no pensaba en la muerte, aunque a lo largo de su vida había tropezado con ella más de tres veces. Pero ahora, ¿acaso su soledad le estaba derrotando la voluntad? ¿Tras largos cinco años de haber perdido a la mujer de su vida, aún no había encontrado la resignación que concede el tiempo y la reconciliación con el Santísimo? ¿La ausencia en el corazón le estaba ganando? “Vivo, como dice ella, ¿viendo sin mirar?” -se examinó en silencio y el recuerdo le descompuso el talante.
Cristina, ajena a su perturbación, le jaló por la manga de la camisa y preguntó: “Oye, ¿cómo se llama tu helado?”
Él tardó en volver a su realidad. Traicionando una sonrisa, se expresó con falsa naturalidad: “¡Ah!, se llama “Un beso de amor”; tiene nieves de mamey, mango, mandarina y guanábana. Y el tuyo, ¿cómo se llama?”
–“Un sueño infantil” y tiene un poco de chocolate, nuez, vainilla, rompope y chispitas de caramelo –explicó Cristina y luego confesó: “Tengo miedo de quedarme tan sola como tú”.
La última frase, Julián apenas la registró. A su memoria había acudido el rostro de la compañera de siempre, sonriendo pícara ante una pirámide de nueve bolas de nieve de sabores distintos que en el mercado de la Lagunilla vendían con el nombre de “Arlequín”. Sí, la debilidad de su esposa eran los helados. Por las noches jugaba a ser sonámbula para justificar una visita a la nevera y despacharse a gusto con repetidas cucharadas de helado de fresa. ¡Qué ironía! Tras cincuenta años de amorosa comunión, ella no le avisó su fuga al cielo en busca de arlequines celestiales. No hubo tiempo. ¡Todo fue tan breve! Un espasmo, una punzada y Julián se quedó con las manos vacías. Después de todo, en su reducido espacio se conocieron mejor en la intimidad de los silencios. ¿Para qué tantas palabras si se adivinaban el pensamiento? Quizá por ello se resistieron a escuchar las voces del adiós. Y ahora el pensamiento se lo había desnudado aquella enigmática niña temerosa de quedarse tan sola como él.
–¿Cómo dices? –reaccionó tarde Julián Pastor.
–Tengo miedo de quedarme sola; mis padres pelean mucho. Se amenazan y dicen que se van a separar; que se van a ir y me voy a quedar sin ellos.
Él, conmovido, trató de tranquilizarle los miedos: “No va a suceder nada, ya verás. Tus papás se quieren. Cristina, en ocasiones las parejas discuten, se enojan y luego se arrepienten y vuelven a empezar. No te van a abandonar, te lo puedo asegurar”.
Ella aguantó las lágrimas, contuvo un sollozo y con el discreto matiz de quien demanda un pacto de complicidad, le advirtió: “¿Te digo un secreto?”
–Por favor.
–Todas las noches tengo un sueño. En mi recámara entra gente que habla sin mentira. Entra mucha, mucha gente. La puerta nunca se cierra. Cuando ya no caben las personas, empiezan a salir por la ventana y desde afuera, flotando, miran contentos para adentro porque se olvidaron de ser adultos. Desde mi cama veo como entran y entran; es gente bonita y del techo llueven gotas de amor que vuelve buenos a lo malos. Es lluvia tibia que canta y rompe el sueño de mis muñecas. Es agua rica que une y no separa. Es agua tranquila que no grita como mis papás y hace que todos se tomen de la mano y se quieran confiando uno en el otro. Y así por toda la noche. Yo soy feliz y al último me toca entrar con mis amigos para divertirnos viendo a los demás bailar, cantar y reír.
–¿Y en tu sueño me has visto pasar? –dijo Julián Pastor arrepintiéndose al instante de su insensatez.
–No, tú nunca has entrado –le respondió Cristina y con sencillez le previno–: Pero podrás entrar esta noche si pruebas nieve de un “Sueño infantil”. Entonces recordarás que también eres niño y ya no mirarás como miraba mi tío Alberto. Al mojarte con la lluvia de mi cuarto, ya no estarás solo; alguien te tomará de la mano...
Y Julián soñó entrar, detrás de mucha gente, al recinto de Cristina en donde una diáfana luminosidad rebotaba en las paredes de color azul cielo con dibujos de pájaros, elefantes, jirafas y cebras. Era curioso: aquella deslumbrante luz venía de ninguna parte; las lámparas estaban apagadas. En tornó a la cama y al tocador, muñecas de trapo y animalitos de peluche danzaban sin descanso. Cristina, en compañía de sus amigas, estaba sentada en el marco de la ventana como aguardando por él. Al verla tan sonriente, con la felicidad brillándole en la profundidad de sus negros ojazos, empezaron a llover tibias gotas del techo. Entonces se sintió distinto: sereno, muy sereno, mientras un extraño cosquilleo empezó a tocar a las puertas de su corazón. Al confiarse, abrió sus sentimientos. Alguien le tomó su mano. Él volteó y ahí estaba su añorada esposa, tan hermosa y pícara como la conoció desde el primer día, saboreando feliz un enorme helado de chocolate.
“Julián Pastor, lo que estás viendo será verdad...”, empezaron a tocarle las palabras de Cristina como aquellas gotas de agua rica que unen y no separan. Luego, en su entorno todo se empezó a disolver..
–Lo triste de mi sueño es que nunca aparecen mis papás y entonces despierto llorando. ¿Sabes?, a veces quisiera volver a dormir aunque sea de día, esperando por ellos.
Julián Pastor estaba perplejo. ¿Qué le había acontecido? ¿Un sueño? ¿Un desvarío? ¿Una premonición? Cerró los ojos en un esfuerzo por situarse en su tiempo y severo le dijo a Cristina: “Esta noche entrarán”.
-¿Estás seguro?
Él, despacio, se levantó; su aspecto ya era calmo. Fue hacia el mostrador de la nevería y minutos después regresó con un helado diferente.
–Toma, es para ti –le dijo a su pequeña amiga–. Se llama “Sueño de esperanza”. Tiene nieves de fresa, piñón, zarzamora, pétalos de rosa y mermelada de frambuesa.
Cristina lo probó y sonrió como sólo saben sonreír los niños con alma blanca. Julián Pastor, ocupó su lugar a la mesa y mirando aquellas inquietas canicas negras, ofreció cariñoso:
–A tu edad no debes estar sola... ¿Puedo hacerte compañía?

LO QUE EL VIENTO NO SE HA LLEVADO






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LO QUE EL VIENTO NO SE HA LLEVADO

Por José Dávila



-¡Felicidades abuelo!
-¿Felicidades? ¿Por qué? –pregunté curioso
-Porque hoy es el día de los abuelos.
-¿Hoy? No lo sabía.
-Bueno, mejor dicho, es el día de los ancianos
-¡Felicidades,abuelo!
¡Zácatelas, ya diste el viejazo! –escuché burlona la vocecita de mi diablillo interior.Con todo el candor de su inocencia, Clementina me había dado un mazazo en la cabeza. Por unos segundos me sentí confundido y enmudecí. Ella seguía hablando a través del alma blanca que regala la niñez y le complacía una y otra vez desearme muchas, pero muchas felicidadesLa palabra empezó a retumbar en mi cabeza:”¡Anciano!”En un principio lastimó mi ego, ese ego cultivado desde que mi padre me dijo que los hombres no lloran, porque nacieron para ser fuertes, trabajadores, responsables y mandones.Y después del retumbar, retornó el eco: ¡Anciano!El rebote también me acalambró. Nunca me había imaginado que, para decirlo con delicadeza, ella me viera tan avejentado. Sin embargo, si se trata de enfatizarlo con crudeza: tan senil.
Cierto. Todos los días el espejo denuncia mi realidad y la realidad por ser cotidiana no desnuda de golpe y porrazo el desgaste inexorable de mi sacrosanto organismo..Si el espejo me cuestionara. “¿Te gusta lo que ves?”, lo negaría. Sin embargo, resignado, acepto que han quedado atrás días mejores. El pasado en ocasiones me provoca nostalgia, o sea, ser un actor más de “lo que el viento se llevó”. En este caso reacciono y generoso me describo, digamos, como un hombre entrado en años, uno de tantos que consideraba tener la vida comprada.Sin embargo, fue hasta colgar la bocina que nació la pregunta jamás antes planteada: ¿Cuándo se es anciano? ¿Cuándo en términos contables se es grande? ¡Cuán grande, pues! ¿Cuando se joroba el cuerpo o cuando se joroba la mente? ¿Por acuñación de años, lustros o décadas? Al respecto, un amigo muy estimado, con sorna, me corrigió: “Hoy en día ya no se dice grande, sino acumulación de juventud”¡Así está mejor! –le respondí agradecido.No obstante, el mosquito ya me había picado: En resumidas cuentas, ¿qué es un anciano? Rápido busqué en el diccionario de la Lengua Española y tan sólo encontré: “Dícese de la persona de mucha edad” Me quedé en las mismas. Y luego busqué ancianidad: Edad avanzada. Lógico. Pero, ¿quién determina cuál es la edad avanzada? ¿Por tener, entre comillas, edad avanzada, el ser humano deja de ser pensante, capaz y productivo? Terrible e injusto desatino. A fuerza de ser sinceros en este mundo siempre han existido jóvenes-viejos y viejos-jóvenes. Entonces, ¿en qué quedamos?Según las autoridades, en un demagogo acto de concesión, oficialmente dictaminaron que a los sesenta años el individuo automáticamente forma parte de la senectud ingresándolo a las filas de la tercera edad. Poética definición que significa ya no ser explotable. Lo que había que exprimirle, se le exprimió y punto final. A tal razón obedece el hecho de ser etiquetado.En reconocimiento a largos años de trabajo se le otorga una credencial para identificarlo como un lastimoso objeto desechable y por ende merecedor de vergonzosas prebendas. ¡Valiente recompensa! Por mandato real, pues, el conocimiento, la experiencia, la madurez, la bendita lucidez, no valen un centavo. Y ya “encarrerado” el ratón: ¿Cuando se incurre en la cuarta, quinta o sexta edad? ¿Al graduarse de septuagenario, octogenario o nonagenario? De ser así, ¿los descuentos suben o bajan? ¿Suben por longevidad o bajan por defunción?Pese a todo, es posible que antaño las seis décadas fuesen la frontera de lo inservible. Quienes así lo visualizaron, se anticiparon a la globalización que acorta aún más el límite de la brevedad hombre-horas-trabajo. Apenas ayer a los 40 años de edad y hoy a los 30, la persona es marginada de la cadena productiva porque ya no es económicamente rentable. Triste realidad: Los primeros tendrán que esperar largos 20 años y los segundos 30, para ser merecedores a una credencial del flamante Instituto de la Senectud.. ¡Justicia divina!Así las cosas, ¿qué se puede esperar de un setentón? ¡Afortunado si recibe una miserable pensión! ¿Y los que no?Por otra parte, nadie se prepara para ser viejo. La vejez está muy, pero muy distante. Empero, cuando se descubren las primeras huellas del dios Cronos, la preocupación nos invade y acudimos en ayuda de todas clase de tratamientos incapaces de regresar las manecillas del reloj. Sólo se irá cambiando de máscaras. Lozanas por fuera, desgastadas por dentroResumiendo, ancianidad es la edad a la que se es anciano. Y anciano resulta ser sinónimo de viejo. Para ventura de muchos, en algunos países se les reverencia con admiración y respeto por atesorar la sabiduría que emerge de un largo andar por las aulas de la vida.. Por lo contrario, nuestra sociedad hace de este vocablo una palabreja para denostar al que carga el peso del tiempo y peina canas. “¡Quítate viejo! ¡Fíjate viejo güey! ¡A qué viejo tan pendejo!” Y todavía existe una conjugación aún más demostrativa “¡Viejo decrépito!”Conclusión, el inerme prospecto a la vejez, fuerte o débil, avispado o docto, inteligente o bizarro, lúcido o cansado, se le niega toda clase de mérito y automáticamente es visto y tratado como un estorbo humano. Sí, se siente feo el desprecio y la marginación, pero, ¿qué importa ser viejo si el espíritu se mantiene firme? El cuerpo podrá cuartearse, pero no la pasión que corre por sus venas. Mientras la capacidad de asombro se mantenga latente, se vivirá con extraordinaria intensidad. Quien orgulloso así lo refleja, se le galardona con el título de “viejo correoso”. Esto, finalmente, es lo que el viento no se ha llevado.En tales reflexiones me encontraba sumergido, cuando de nueva cuenta sonó el timbre del teléfono . Descolgué y volví a escuchar la voz de Clementina.:-¿Abuelito?-¿Sí?-Que dice mi mamá que te diga que me disculpes, que te diga que todavía no estás tan viejito, que sólo eres una persona mayor. ¡Otra vez felicidades, abuelo!¡Por supuesto que sí!, pensé: “De lo perdido lo que aparezca...”

UN RECUERDO

UN EJEMPLO DE VIDA

Por José Dávila




Pocas ocasiones a lo largo de mi vida he tenido la fortuna de presenciar un instante de solidaridad humana que me causara tanta ternura y emoción.
Como periodista con una larga, muy larga trayectoria, creía que ya lo había visto todo. Que en mis innumerables andanzas había vivido un embrollo de sentimientos y pasiones que un ser humano es capaz de experimentar: desde la paz de espíritu que provoca ver un inmenso mar en calma, hasta el insoportable tormento de perder a mis padres.
En los momentos de remembranzas pensaba que ya nada me sacudiría el alma derivadas de tantas emociones contenidas, de amores extraviados, alegrías inusitadas, aventuras temerarias, ilusiones abortadas, injusticias solapadas, temores desbocados, desconfianzas infundadas, traiciones inesperadas.
Sin duda, estaba muy equivocado...
En esta profesión, a medida que se paga el precio de acumular amargas experiencias se va socavando la sensibilidad, cincelando un escudo invisible para soportar lo imprevisto y poder cumplir con la misión encomendada. Es como cerrar los ojos y engañar al yo interno que retiembla ante hechos reales, terribles de naturaleza, inhumanos, catastróficos o increíbles, que hay relatarlos con la frialdad del hielo.
Convencido de lo anterior, sepultando toda desagradable vivencia, me encontraba enfrascado en tratar de darle forma a un ensayo, cuando ante las ventanas de mi estudio de cara a la calle, apareciendo dos pequeñuelos de tez morena caminando lento y cabizbajos. ¿Amigos o hermanos? Que importa...
El mayor, quizá no más de 11 años, cabello abundante y revuelto, con la ropa desfajada y arrastrando las agujetas de sus zapatos, hablaba con su acompañante, un chiquillo a lo más de siete años: flacucho, el pelo ensortijado. con la cabeza baja, la mirada clavada en el suelo, el semblante entristecido y con las manos sumergidas en las bolsas de su raído pantalón.
El mayor hablaba en voz baja, tanto así que no alcanzaba a escucharlo. Acaso musitaba. Era evidente que intentaba explicar, aclarar algo. Quizá, rogaba. Sin embargo, el otro permanecía inmutable y mantenía el silencio.
De pronto se detuvieron, justo antes que desaparecieran de mi vista. Quien evidentemente intentaba una reconciliación, se volteó hacia su compañero y le tomó de los hombros para encararlo cara a cara. En ese momento lo tuve de frente y me percaté que cargaba con una pesada culpa. Su rostro contrito denunciaba arrepentimiento y su mirada era suplicante. De sus labios surgían palabras entrecortadas, como buscando hilar su pesadumbre. Quien le escuchaba, mantenía la misma actitud. La tristeza lo abrumaba.
Fueron quizá unos segundos que se antojaban interminables para quien buscaba el perdón.
Ante la falta de respuesta, retiró sus manos, también las metió en los bolsillos de su deslavado pantalón y dos lágrimas empezaron a correr por sus carrillos.
Entonces, en aquel preciso momento sucedió lo inesperado.
El más pequeño, lento, empezó a mirarlo; recuperando el aliento, enderezó su cuerpecito y sin decir palabra alguna extendió sus brazos. Estaba perdonando y ambos, en un luminoso instante, se abrazaron con inmensa dulzura. ¡Qué bella estampa tan inocente y emotiva!
¿Cuánto tiempo permanecieron así? Lo ignoro. De lo que estoy cierto es que tenía un nudo en la garganta y me costaba un gran esfuerzo contener el respiro.
Los niños, en una acto de fe y amor, así permanecieron hasta que las lágrimas de ambos se secaron. Después, abrazándose por los hombros, volvieron a caminar callados con un esbozo de sonrisa en sus rostros infantiles.
Si quienes nos consideramos adultos aprendiéramos de estos chiquillos a perdonar y liberar nuestros sentimientos más puros, sin duda forjaríamos un mundo mejor.
¡Y yo que creía que ya lo había visto todo..!

TOLERANCIA DIVINA

TOLERANCIA DIVINA

Por José Dávila A.




¿Nosotros? Pues estamos muy bien. Claro, por supuesto que sí. ¡Nos llevamos de maravilla! En cada encuentro que tenemos nos abrazamos y cariñosamente nos besamos. Nunca dejamos de hacerlo. Día tras día, externamos nuestros mejores deseos para que nos vaya bien en nuestros respectivos trabajos. En ocasiones, si el tiempo lo permite, almorzamos juntos y luego vamos por los hijos a la escuela. Los fines de semana salimos todos a pasear; cuando uno no puede, pues el otro se va con los chamacos y no hay problema. ¿Qué si tenemos discusiones? ¡Ninguna! Ni pensarlo...No pasa nada, te lo juro. Mira, ayer ella tenía que salir de viaje y la llevé al aeropuerto para desearle un feliz viaje. Me despedí con un beso y le prometí que haría cargo de los críos. De veras, nos llevamos de maravilla. Vivimos un divorcio perfecto.

CULPABLE DE INFIDELIDAD

CULPABLE DE INFIDELIDAD

Por José Dávila A.

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Jamás lo dudé. Desde el primer momento en que te conocí adiviné que serías mi amante...
Y fuiste más que eso: cómplice secreto, amiga incondicional, discreta confidente, acompañante de los silencios, refugio de la soledad, fuente de ilusiones, y confianza sin fronteras. En pocas palabras eras mi alma gemela.
Lucías tan hermosa cuando mis ojos por vez primera se posaron en ti. Radiante, seductora, vanidosa, orgullosa y muy segura de ti, presumiendo de una belleza ajena a todo maquillaje artificial. No lo necesitabas. Tu belleza era natural, tan luminosa y nítida como luna llena iluminando una selva tropical.
Tu prestancia de inmediato me sedujo. Tu atuendo negro con ribetes plateados, te acentuaba la personalidad. Y no es porque estuvieras de luto, sino bien sabías que en la sencillez se incuba la semilla de la elegancia. Y eso me enloqueció.
Tenías ese porte misterioso que inspiraba seguridad, confianza, nobleza y sacrificio. Tu cuerpo esbelto, bien formado, de provocativas líneas, se tornaba irresistible. Y tu voz, tu dulce canto y melodía, me hablaba de mil promesas y desafíos, de encuentros y desencuentros, de repetidas sorpresas e interminables remansos en donde sólo el silencio nos identificaba.
Cuando te descubrí, las amigas que te acompañaban se morían de celos a tu lado, mientras mis ojos, lenta, sensualmente te recorrían de pies a cabeza. No existía otro espacio en dónde posar la mirada. Pronto, en mi corazón nació ese sentimiento de felicidad que de un marrazo te sacude el alma. Jamás temí acercarme a ti. Nunca vacilé en confesarte mi admiración, admiración que de pronto se tornó en ternura y después en amor.
Ahora te lo descubro: desde el primer segundo confié en ti sin temor a una traición. Bien lo sabes; sin dudar te regalé los sentimientos más profundos de mi alma que jamás persona alguna conocía. Y sí, lo sé, en un principio te sorprendiste que yo, como buen guerrero, entregara mis armas a quien le había vencido tan sólo con su presencia. Después vislumbraste mi verdad y decidimos marchar juntos.
¡Ay amor, cuánto te amaba! No podía tocar otro cuerpo que no fuera el tuyo. Tú eras el universo infinito.
Cierto, vivimos tiempos de armonía, desesperos, confrontaciones, derrotas y victorias. No importaba que la alborada nos sorprendiera después de una larga noche de diálogo inagotable. Juntos, los débiles rayos del sol nos devolvía la esperanza de vivir otro día aún más intenso que el anterior. Sin desmayo, decidida, combatiste a mi lado en busca de la solución acertada. Jamás olvidaré que me iniciaste en un nuevo lenguaje y atenuabas mi ignorancia con tu infinito bagaje de conocimiento. Siempre te mantuviste atenta a encontrar la salida a los laberintos en donde se extraviaba mi imaginación. Nuestra convivencia fue única. Nunca un reproche, jamás un disgusto, menos aún el arrepentimiento.¿Recuerdas cómo disfrutábamos navegar juntos por mares desconocidos?
Y cuando más feliz era, empezaste a enfermar, a desmayar; se te escapaba el brío, lentas eran tus respuestas, tu semblante sufría repentinas sacudidas. ¡Demonios! ¿Qué te sucedía? Empezamos a recorrer un arduo camino de inútiles consultas, sin encontrar el antídoto a los males que persistían. Todos los remedios, las vacunas que la ciencia conocía te fueron administrados sin resultado alguno. El dictamen final fue escalofriante: tu cuerpo estaba invadido por virus y gusanos desconocidos. Tu estado físico estaba en fase terminal... Así, lentamente, te fuiste apagando como un pabilo a los pies de un altar de iglesia. Y ahí estaba a tu lado, impotente, amarrando las lágrimas y derrotado por la tristeza. Mi alma gemela, irremediablemente, se escapaba lánguida.
Desconsolado te dejé descansar al tiempo que tu voz se convertía en un susurro. Velaba junto a ti sin atreverme a tocarte para no inquietar tu espíritu rebelde. Tan sólo diálogos sin palabras. Necesitabas reposo, tranquilidad y respeto. Es por ello que me negué a un trasplante, a la mutilación de tu cuerpo como una última posibilidad de salvar algo tuyo que siguiera acompañándome en mi camino. No mi amor, no podía consentirlo, porque te sigo amando tal cual eres.
Sin embargo, antes que dejes de escucharme te juro que jamás te abandonaré. Siempre permanecerás a mi lado. No obstante, tengo que ser honesto, porque jamás nos mentimos. Difícil es hacerte esta cruel confesión: Ya tengo otra amante. No, no tan perfecta como tú. Eso sería imposible. Ni su pantalla, ni su cerebro, ni su teclado, se asemejan a ti. ¡Nunca podrán! Por favor, no me rechaces, compréndeme. Necesitaba de ella, porque sin una dirección de e mail no existo en este mundo...

SE AGOTA EL TIEMPO

EL TIEMPO SE AGOTA

Por José Dávila



Cuando me enteré que he vivido 2,270,592,000 segundos, permanecí paralizado por unos instantes... Jamás se me había ocurrido pensar en sacar cuentas del tiempo que he invertido como inquilino de este planeta.
De momento no supe que pensar, excepto quedar asombrado por el monto total de los segundos, minutos, horas, días, meses y años que llevo a cuestas provocándome un confusa mezcla de sentimientos de pasmo, sorpresa e incertidumbre .
Empecinado en comprobar la suma, una y otra y otra vez, en aras de encontrar una posible equivocación que me permitiera deshacerme del estupor que me invadía, surgió la gran pregunta: “¿Cuánto tiempo me resta por vivir?”
Tras sacudirme tan ambivalente cuestionamiento, me consideré un hombre con suerte. ¿Por qué? Porque hasta ahora creo que si mi destino así lo hubiera determinado, bastaba la milésima de un segundo para que mi vida hubiera dado un vuelco en sentido contrario.
Si la curiosidad en unos momentos de ociosidad me llevó a investigar y multiplicar el espacio que he vivido en el universo, consideré comprensible que mal gastaría lo que resta de vivencia en descubrir los segundos que aún me restan antes de que las manecillas de mi reloj decidan detenerse para siempre.
Ahora, en este mismo momento, ¿cuántos segundos se han restado de mi diario acontecer en el intento de escribir estas reflexiones y tú, cuántos también has extraviado en detenerte en leerlos?
¿Quién puede diagnosticar el futuro? ¿Acaso vale la pena extraviarse o martirizarse inútilmente en adivinar el día del juicio final? ¡Vivir, vivir el día! Valorar cada momento de nuestra existencia adquiere un sentido verdadero.
Creo que es humano olvidar que el dios Cronos es imperturbable en su pertinaz avance, como tampoco existe la posibilidad de hacer un alto en el camino. Es decir, que nada se mueva en torno nuestro, incluyendo la marcha del sol, para examinar si hemos aprovechado satisfactoriamente o no la jornada diaria.
Por regla general, el ser humano es cautivo de lo cotidiano. Está inmerso en otros menesteres: La familia, el trabajo, las responsabilidades, las ilusiones, las metas trazadas, los sueños imposibles, las diversiones, los banales compromisos y un racimo más de imponderables, evita que piense a plenitud en el presente. ¡el siempre valioso presente! ¿Al morir el día acaso medita si ha invertido el tiempo en una acción fructífera, en una caricia al ser amado, en un abrazo al amigo, en un consuelo al hermano, en la amistad sincera, en el deber cumplido, en un instante de felicidad y de optimismo? De lo contrario, al caer la noche, ¿reconoce que sobraron minutos y horas que tristemente arrojó al bote de la basura sin aprovechamiento alguno?
Día a día, mes tras mes, año tras año, el tiempo descuenta nuestra permanencia en este mundo. Jamás lo repone y mucho menos otorga dividendos o regalías.
No son frecuentes las ocasiones que he detenido mi marcha para ver hacia atrás, por estar abstraído en el futuro, ese futuro desconocido. Entonces al rememorar, como una tormenta de relámpagos se acumulan imágenes felices y amargas, eventos afortunados y desventurados. También ocasiones desconcertantes e indefinidas sin que hasta ahora aún comprenda su razón de ser. Simplemente cierro los ojos por que no puedo remediar el pasado.
Cuando me ocurre este recuento, reconozco que el fiel de la balanza ha sido generoso conmigo. O ¿acaso así lo quiero interpretar para justificar los errores cometidos?
Repasar todo mi vida me es imposible: acuño fogonazos de mi niñez, adolescencia y juventud; de ilusiones, sueños y miedos; de amores y desamores; de alegrías y desilusiones, de angustia y desolación al perder a mis seres queridos; también de temerarias andanzas en donde descargaba toda la adrenalina que me impulsaba a ir en busca de lo desconocido. ¡Ay, cuántas aventuras memorables, así como fracasos inconfesables! Ahora, al recapitular sonrío y a la vez acepto que a veces aún me avergüenzo, ya hombre, de mi increíble inocencia.
No obstante, he de reconocer que nunca había recapacitado en lo agraciado que he sido al involucrarme en inconscientes desafíos y salir ileso de ellos. Por ende, confieso que tampoco había valorado todo lo que Dios me ha concedido y...perdonado.
Es por ello que ahora padezco el síndrome del tiempo. Empieza a preocuparme que el segundero decida interrumpir su marcha. Ahora me asaltan muchos deseos; entre ellos el de vivir a plenitud cada nuevo amanecer. Sí, vivir más de prisa que antes para hacer lo que todavía me falta por realizar. Pero también he de aceptar que ahora me interrogo si a mis hijos y escasos amigos les de dedicado un tiempo de calidad. Tal es la razón de estas vacilaciones y quizá, un intento inútil me impulse a reparar lo que quizá alguna vez descompuse.
Es verdad, siento que el tiempo se agota y hasta ahora tengo la certeza que debo disfrutar el presente con toda la pasión que aún late en mi corazón. ¡Pobre de mí que no valoré tanto tiempo perdido!
A pesar de todo, creo que nunca es tarde para atesorarlo; atesorar cada soplo de vida para encontrar el significado a mi presencia en esta tierra. Alegrarse en lugar de lamentar. Brindar amistad, comprensión, amor, confianza, auxilio a quien más lo necesita. Entonces esta solidaria actitud se transformará en una gigantesca satisfacción que sólo quien ha obrado en consecuencia sabrá identificar la verdadera felicidad día tras día sin desperdiciar un asomo de aliento.
Por cierto, quizá te asalte la curiosidad de conocer cuál es mi edad: si eres buen matemático no te costará adivinarlo...

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