Wednesday, August 27, 2008

CALOR DESENFRENADO

CALOR DESENFRENADO


Azota el calor…
Tanto así que obligó al mismo Diablo a huir del averno para refugiarse en su penthouse con aire acondicionado.
Por las calles la gente deambula untada a las paredes en vano intento de escamotearle un pedazo de sombra que las cobija.
La ciudad hierve. El asfalto se derrite, las tuberías de agua revientan y evaporan el precioso líquido. Los pozos languidecen. Los volcanes, antes eternamente nevados, muestran sus cimas agrestes. Los glaciares se derriten y se despedazan. Los enormes bloques de hielo que vende don Poncho, triplican su valor antes de evaporarse y la gente los compra como un preciado tesoro y corre a su casa a resguardarlos para gozar de unos instantes de frescura.
Los lagos se secan. Los bosques, ¿cuáles bosques?
La brutal deforestación de los talamontes los ha convertido en desolados páramos. La lluvia escasea. La tierra se agrieta y desierto avanza y asesina.
El deslumbrante reflejo de la arena ciega la vista, reseca la piel y despierta el hambre de sed.
Sí, azota el calor.
Año con año aumenta el termómetro alrededor de todo el mundo. Es el calentamiento caótico que año tras año se advertido de sus pavorosos estragos.
Cierto. Sn embargo, nadie hace algo por frenar el daño que ha causado la “civilización”, esa raza humana indiferente y sorda que, en aras de la modernización y el desenfreno de la tecnología rampante, no repara en el costo final
El agorero, con la cabeza a punto de reventar, clama:
“¡Pecadores sin confesión alguna, las llamas nos consumirán! ¡El castigo será catastrófico y su destino infernal!”
“¡Pecadores confesos, a ustedes también los devorará el fuego que han alimentado!”
“¡Pecadores, no se olviden que un día alguien aseguró que hasta el sol suda…!”

Sunday, August 10, 2008

LOS BILLETES DE LOTERÍA

LOS BILLETES DE LOTERIA

Por José Dávila Arellano.


Era como el jorobado de nuestra Señora de París, pero sin joroba... Un hombrecillo de corta estatura y de caminar zambo; una pierna más corta que la otra, le hacía ondular el cuerpo como péndulo de reloj. Su cabeza era pequeña y en forma de cono. El pelo escaso, ralo y entintado de amarillo; la frente amplia y lisa como un zócalo, los ojos hundidos e inyectados de sangre y la nariz de pelota; la boca babeante de gruesos labios encogidos, enseñaba los dientes rotos, menos el colmillo izquierdo un colmillo grande, grueso y sarroso, que le hacía parecer una morsa de zoológico.

Y ahí estaba, de rodillas, junto al bote de basura. En el suelo había esparcido el contenido y seleccionaba de entre un cerro de papeles, billetes de la lotería; unos arrugados, otros rotos, y los menos, series enteras. También apartaba, de entre envolturas de dulces y paletas, quinelas deportivas, talones de colores fluorescentes de "ráscale a tu suerte y pégale al gordo".

Satisfecho de su labor, regresaba el material inservible al bote y el resto, con paciencia lo doblaba, y con esmero lo acomodaba en pequeños paquetes que amarraba con ligas. Luego empezaba de nuevo, si existía otro bote de basura.

Lucas le apodaban “La Morsa”. Nunca una persona le llamó por su nombre de pila. A resultas de chismes de comadres, se aseguraba que se había quedado sin nombre porque nació de madre desconocida. Dicen que después del mismo alumbramiento, le abandonó en el hospital sin que nadie se enterará del santo y seña de la parturienta.

A ciencia cierta se ignoraba si fue la afanadora o la espontánea nodriza que le amamantó, quien le bautizó como Lucas. El hecho es que, apenas conoció la luz del día, el desdichado niño convivió con la mala suerte; al punto que apenas creció los primeros centímetros, fue a parar con su incipiente esqueleto a un triste orfanato.

La figura encogida de Lucas pronto se hizo costumbre a las puertas de toda agencia de la Lotería Nacional o expendio de “Melate”, porque tenía perfectamente establecidas sus rutas.

La gente se burlaba y reía a sus espaldas, cuando le veía una y otra vez escoger el desperdicio de los basureros y guardárselo en una sucia chamarra de holgadas bolsas.

“Este infeliz está loco: ¡piensa que se va a sacar el premio mayor!” –era la sorna diaria.
No obstante, la burla cotidiana no molestaba al singular pepenador. Por el contrario, con una grotesca sonrisa festejaba las bufonadas de los demás.

En el orfanatorio, los médicos de turno diagnosticaron que Lucas sería un niño loquito y sellaron el expediente. Ya sentenciado, le arrumbaron. Ausente de calor humano, el niño, a medida que creció, se desarrolló en un medio hostil fregando pisos, trapeando zaguanes, recogiendo basura y tropezando con sus palabras, pues para colmo de males sólo tartamudeaba monosílabos. Por lo tanto, era un estorbo. A todo mundo le molestaba su fealdad y torpeza, hasta que un día el director Garmendia tronó:

–¡Ya basta, echen a ese idiota a la calle!

Y a la calle fue a parar, ignorante de su destino y presto a obedecer a quien le ofreciera un rincón en donde dormir y un pedazo de pan que comer. ¿Cuándo se hizo grande? ¿Cuándo perdió los dientes y ganó su colmillo de morsa? Nadie se enteró y la memoria no le alcanzó a Lucas para investigarlo. Para entonces, resultaba ocioso adivinar el origen de su apodo. Siempre vivió de los centavos que ganaba a cambio de cargar bultos y cajas en el mercado, porque en su camino también se trompicó con almas piadosas.

–¿Por qué recoges tanto billete de lotería que para nada sirve? –siempre le preguntaba más de un curioso.

-Pooor...quuu...quue, mmm..mme...gusss...gustan... –respondía con más dificultad que rubor y se alejaba satisfecho con su valioso cargamento a cuestas al galpón abandonado que tomó por casa a un lado del mercado.

Lucas, desde chamaco, disfrutó de los grabados de los billetes de lotería, de los personajes que aparecían, de los números de serie y de los intensos colores que les imprimían. Lo mismo acontecía con los boletos del “Rascale”, pues por largo tiempo gustaba exponerlos al sol para provocar los brillantes destellos que se desprendían de la fosfórica presentación tridimensional.

Bodegueros, comerciantes, macheteros, cargadores y verduleros, con curiosidad le veían ir y venir a su refugio. Sin embargo, nunca se atrevieron a penetrar en la misteriosa guarida porque podía volverse loco, y un tonto redoblado como él, podría ser muy peligroso. Así que, a parte de estar inscrito en el catálogo de los idiotas, los ignorantes que presumían de conocimiento le habían endosado, sin costo alguno, una personalidad inexistente.

Ajeno a la maledicencia, Lucas tenía su mundo propio. Nada le ofendía, nada le turbaba, ni mucho menos nada le angustiaba. Pese a la sorna cáustica de la gente, sonreía y saludaba complacido.

A lo largo de tantos años de hurgar en los botes de basura se había convertido en un sorprendente coleccionista. Las cuatro paredes del cobertizo estaban, con maestría, tapizadas con los billetes escogidos. Con atole de fresa había pegado en el lado norte, lo representativo a treinta años atrás; con atole de piloncillo, en el lado sur había hecho lo propio con lo atesorado en las dos décadas anteriores; con atole de masa había estampado la porción oriental con lo recopilado en el último lustro; y con atole de membrillo estaba forrando la pared occidental.

Lucas era dueño de una impresionante galería de hombres ilustres, templos e ídolos prehispánicos, edificios coloniales, monumentos históricos, símbolos patrios y múltiples denominaciones monetarias, perfectamente distribuidas en forma piramidal, romboidal, circular y rectangular.

En Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Allende, Zapata, Villa y Carranza, tenía los padres, los tíos, los primos que nunca tuvo. En Teotihuacán, Bonambak, Tlaloc y Huitzilopotchtli, las raíces culturales que no conoció. En la Catedral, el Palacio Nacional y el Correo, las casas de las que careció. En la Columna de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el monumento a los Niños Héroes, el sentimiento patrio que no heredó, y en los valores numéricos de cinco, diez, veinte, cien, quinientos y mil pesos, el dinero que jamás acumuló.

Más allá del entendimiento popular, ahí, en el humilde hogar que habitaba con su inseparable soledad, Lucas era feliz sin importarle, porque lo sabía, que muchos billetes estuvieran premiados.