Friday, November 28, 2008

!YO SOY YO!

¡YO SOY YO!
Por José Dávila Arellano.

Soy el centro de la tierra. Soy el sol que la ilumina y la galaxia que la cobija. ¿Por qué...? ¡Porque yo soy yo!
Así pensó Pablo desde el mismo instante en que fortuitamente admiró su cuerpo desnudo frente un espejo. En aquel momento, pese a su naciente juventud, se percató que era bello, sensual, inteligente y carismático. Entonces se enamoró de sí mismo y se dedicó a cultivar su físico y alimentar el ego.
Su narcisismo crecía día a día y llegó a una conclusión: conocedor de la idiosincrasia enfermiza del pueblo que suele rendir pleitesía a quien ostenta nombre de nobleza y no de la plebe, decidió cambiar su nombre de Pablo Hernández por el de Paolo Varese Ascoli de Calabria.
Su inesperada presentación ante los círculos de la alta sociedad, la envolvió en un halo de misterio, (jamás reveló su país de origen), aunque se asumía que sería italiano de buena sepa. La incógnita que suscitaba su presencia en el país, hacía suponer que deseaba realizar grandes inversiones en desconocidos proyectos a nivel internacional.
Así pues se le tendió la alfombra roja de acceso al círculo financiero.
Con el diario trabajo en el gimnasio para impactar con su físico a damas prominentes que le facilitaran sus propósitos y una buena dosis de audacia para cautivar a sus semejantes, Ascoli de Calabria pronto se doctoró en un estafador de la amistad, en un defraudador de la confianza y en un oportunista de la buena voluntad de su prójimo. Pronto conquistó a lo más granado de la gente de negocios, amasando una buena fortuna con base en inversiones para la instauración de empresas fantasmas.
Sus maquinaciones eran perfectamente analizadas y puestas en marcha con la seguridad de que en los negocios que había elucubrado, quedaría libre de culpa en caso de bancarrota. Los inversionistas se quedaban bolsillos al revés. Nunca hallaron una argumentación válida para demandarlo. Tan sólo encontraban resignación ante los desfalcos sufridos.
Sin embargo, se dice que “el que la hace…la paga”. Paolo, en una cena conoció a una deslumbrante mujer. Sin duda era la diosa de sus sueños. Hermosa, esbelta, curvilínea, provocativamente erótica, alegre y pícara, quizá demasiado pícara. Bastaron unos segundos para enamorarse de ella e iniciar un pertinaz acoso a fin de conquistarla. Ella, de nombre Elena, se resistía. Sin embargo, finalmente sucumbió a la tentación: accedió casarse, previa firma de un contrato prenupcial en el cual Paolo le legaba toda su fortuna.
Sin miramientos ambos firmaron y dos días después se matrimoniaron. Tras un fastuoso banquete para más de 300 invitados, al fin se consumó la anhelada noche nupcial.
A la mañana siguiente Varese se despertó más que satisfecho. Convencido de que era un conquistador, un adonis sin remedio, giró para abrazar a la mujer amada y sólo encontró un montón de sábanas coronado con una carta que a la letra decía:
“Querido Pedro:
Los tiempos cambian y me he tornado en toda una mujer. Agradezco tu generosa donación económica. No me llamo Elena, sino Petronila Sánchez Gutiérrez, la “mocosita” del barrio del “Tecolote” en donde vivíamos cuando éramos pobres y que desfloraste con violencia una noche en el oscuro callejón de los “Suspiros”. Con rencor, siempre tuya. Petris”.
P: D: “Yo soy yo…”

Friday, November 14, 2008

lLA CRISIS

LA CRISIS
Por José Dávila A.
Esther, mujer bien casada con cinco hijos. Discreta, sencilla, atenta. Madre ejemplar, recatada y servicial.
Eduardo esposo, responsable, hombre de negocios cuyas inversiones siempre se columpiaban en la cuerda floja de la Bolsa de Valores. Sin embargo poseedor de una visión envidiable, gustaba de correr riesgos y terminaba ganando lo necesario para disfrutar de una vida sin sobresaltos.
Paseos dominicales, fiestas de cumpleaños, aniversarios de bodas, escapadas a la playa y festivas celebraciones de navidad y fin de año. Todo era paz y concordia.
Tiempos estables, tranquilos. Sin nubarrones en el horizonte. Eran días que se vivían sin miedo. Sin embargo, de pronto Eduardo desapareció de la faz de la tierra. Se diría que se lo tragó la nada, porque a nada se concluyó su búsqueda. Simplemente, se evaporó.
A la par, empezó a despertar la carestía, el desempleo, la inseguridad, la especulación. Los ricos se volvían más ricos y los pobres más pobres. La clase media quedó aplastada entre ambos. Difícil se tornó la existencia de Esther. Ella era ama de casa y consciente de la responsabilidad que tenía de mantener a sus hijos, no se amilanó. Desnudó ese temple de acero que poseen las mujeres para encarar la adversidad y que en ocasiones se extravía en la capacidad de los hombres.
Sin dudar se lanzó a buscar trabajo. Había concluido sus estudios en Economía y no le fue fácil encontrar una ocupación que marchara a la par de sus conocimientos. Las puertas a las que tocó jamás se abrieron. Las empresas desocupaban trabajadores eventuales y escasos consorcios que llegaban a ofertar algunas plazas de medio pelo. Por supuesto. los aspirantes se disputaban la oportunidad doblegando su orgullo y dignidad: abogados, arquitectos, licenciados, médicos, ingenieros, maestros o burócratas, se convirtieron en choferes particulares, veladores, policías, ayudantes de oficina, taxistas, empleados de oficina, mensajeros o vendedores de puerta en puerta.
Ante este panorama, para Esther se convirtió en un desafío encontrar una ocupación. Estaba desesperada y los escasos ahorros que había logrado reunir, se esfumaban en el mantenimiento de sus críos. La falta de dinero la obligó a abandonar el confortable departamento en que vivía, para alquilar una vivienda de barrio bravo. Las avenidas pavimentadas y arboladas, se transformaron en callejuelas de tierra en donde la pestilencia era el común denominador: abandono, inmundicia, basura, excremento, cacharros viejos, perros famélicos y sarnosos, vagabundos sin rumbo y temibles pandillas de rufianes.
Sin embargo, ella podría soportarlo todo, menos que agredieran a sus hijos y los hombres la trataran como a una prostituta. Entonces aprendió a defenderse sacando las uñas. Sin rubor alguno se enfrentó al vecindario adoptando el mismo lenguaje soez y amenazó con apalear a quien se atreviera a tocar su familia.
Larga fue la lista de trabajos temporales que se vio obligada a aceptar: desde sirvienta hasta tareas de limpieza de baños, pisos y caños. Concluidas las tareas regresaba con la angustia a flor de boca para encontrar a sus hijos sanos y salvos encerrados en la casa. Para los chiquillos era como vivir en una cárcel. Pronto ella lo comprendió; no podía aceptar arrebatarles su libertad. Para cuidar de ellos decidió que tenía que encontrar una labor a realizar en su hogar. Pronto lo solventó: lavar ropa ajena.
Así, mañana, tarde y noche se la pasaba fregando en el lavadero sábanas, camisas, calzones, calcetines, pantalones, camisetas, fundas, playeras y faldas. Día tras día, mes tras mes, año tras año. Manos desolladas, pies ampollados… y cada vez ganaba menos dinero. Aguantando el dolor de espalda y riñones redobló el esfuerzo. A través del tiempo sus fuerzas fueron menguando, hasta que un día se cimbró, se aferró al lavadero, se negaba a caer. Tenía que entregar la ropa encargada, para llevar el magro alimento a sus hijos Sin embargo, se desplomó.
Cuando los vecinos conocieron de su muerte, concluyeron que era culpa de la crisis…

Monday, November 03, 2008

LA MUJER IDEAL

LA MUJER IDEAL
Por José Dávila A.

Conoció a muchas mujeres, pero ninguna como ella…
A lo largo de su vida amorosa, cuando creía haber encontrado la mujer anhelada, al final se quedaba con el corazón desolado.
La historia ya la conocía: la atracción mutua, las sonrisas provocativas, los primeros paseos, las primeras cenas, los primeros besos, el apasionamiento tempranero que hacía de la relación sexual un estallido de emociones encontradas. Después, el tiempo hacia su labor: lentamente desnudaba la realidad y las máscaras se iban desvaneciendo y con ella los sentimientos mutuos.
Entonces se abría la puerta de las exigencias, de los disgustos, de los rechazos y sobre todo la negativa al matrimonio.
Tal era la prueba de fuego que rehuían ambos, ellas que buscaban la seguridad de un techo y la dependencia moral y material de la pareja; él, la comodidad de una compañía que complaciera sus expectativas sin mayores complicaciones.
La historia se repetía una y otra vez. A medida que se conocían, el fuego ardiente que los había unido se convertía en cenizas y afloraban más los defectos que los aciertos. Se terminaba con el consabido adiós.
De nueva cuenta no había futuro. Y no era precisamente que temiera la determinación de unir su vida con la novia en turno. El fracaso de su primer y único matrimonio en donde se entregó incondicionalmente en cuerpo y alma, culminó en un inesperado divorcio por parte de la mujer que amaba cuando ella le confesó haberse enamorado de otro hombre.
Este golpe decapitó su confianza y ahora se manejaba con tiento en la búsqueda de la mujer ideal, sincera y honesta.
Cuando decidió que era inútil insistir en encontrar su alma gemela y se acostumbraba a poseer y ser desposeído, se encontró con una mujercita frágil y sencilla de origen japonés. Ella no era bella ni tampoco tenía un cuerpo sensual. Sin embargo, se conducía con admirable sencillez y honestidad. Se entregó a él incondicionalmente. Su franqueza le hizo bajar la guardia y empezó a amarla día a día, hasta enamorarse totalmente de ella.
Por su parte, la mujercita se mostraba feliz. No estaba acostumbrada a recibir las atenciones de un caballero. En su tierra natal el hombre era en verdad un macho por naturaleza propia. Así nacía, así lo educaban y así se conducía; mandón, déspota, egoísta, caprichoso, burlón y para rematar violento.
De esta manera, con la delicadeza con que él la amaba y la pasión que encendía en ella, se forjó una pareja indisoluble. Se unieron sin condiciones ni temores. Simplemente se amaban. Él se sentía el hombre más feliz del mundo y ella creí a habitar en un mundo que no le correspondía. Quienes les conocían sentían envidia de una relación tan real y honesta. Los amigos de él no se cansaban de decirle lo afortunado que era ,y ella no requería de que le convencieran de haber encontrado al hombre ideal.
Sin embargo, se dice que la felicidad es inquilino de paso. Y así fue. Ella empezó a languidecer, pese a los esfuerzos que hacía por complacer al hombre amado. Se había enterado que tenía cáncer y que empezaba a invadirle todo el cuerpo. Sin embargo, no se inmutó. Sin mostrar asomo de dolor ,cada hora, cada minuto, cada segundo, lo vivía con gran intensidad en compañía a del hombre que jamás soñó tener.
Él jamás se enteró de que la vida de la mujer amada se escapaba.
Ni una palabra, ni una queja por parte de ella. No deseaba ensombrecer los últimos días de su vida. Así se mantuvo leal y amorosa, alegre y comprensiva, sin olvidar esa cautivadora sonrisa que no desapareció jamás de su rostro hasta el último respiro de su vida.