Saturday, December 20, 2008

TESTIMONIO DE AMOR

TESTIMONIO DE AMOR

Por José Dávila A.



Había rebasado los sesenta años de edad, cuando murió mi madre tras una larga y penosa agonía. De ella heredé una pequeña caja de madera.

Al observarla, caí en cuenta que la había hecho en el taller de carpintería de la escuela secundaria; la tapa seguía chueca del lado derecho. El reencuentro, me sorprendió; me había olvidado de ella desde el mismo día en que la llevé a casa, es decir, 50 años atrás. Mi madre le había guardado toda la vida.

Con timidez la abrí y en el interior encontré un increíble bagaje de recuerdos. Descubrí retratos de familia que no conocía: la imagen de mi padre cuando soltero; un joven apuesto, elegante, seguro de sí. Siempre de sombrero, sentado en la mecedora preferida, parado en la puerta de la casa, y sonriente, recargado en la portezuela de un flamante "forcito"; en el reverso, la declaración de amor a la mujer amada.

Ella, apenas una jovencita, con el pelo ensortijado y una radiante sonrisa, posando alegre en un jardín, en una calle. Luego, la estampa color sepia de la boda. Tiempos de guerra cristera, tiempos de asedio y muerte, tiempos de matrimonios clandestinos. La novia, solemne, sentada con vestido blanco y gladiolos en las manos; el novio, parado, recto, de sobrio traje negro y corbata de moño. Al fondo pesados cortinajes.

Después, fotografías del orgulloso padre con el primogénito recién nacido; meciéndolo en la cuna, cargándolo y vistiéndolo amorosamente. Otras más; el hijo con pantalón corto o blanco traje de marinero. También yo -¿seis años de edad?–, en un balneario público. Entreverada, una carta fechada en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, el seis de febrero de l913; el color amarillento denunciaba la vejez. De la relatoría apenas legible, descifré el párrafo final: “Tengo el honor mi Teniente Coronel de hacer a usted presentes mi subordinación y respeto. Libertad y Constitución. El Mayor Juez Instructor: Eliseo Arellano.”

Entonces lo adiviné: la firma correspondía al hombre que fue pasado por las armas zapatistas. Cuando niño, así lo escuché de boca de las tías. Eliseo Arellano era mi abuelo. ¡Por fin sabía el nombre! Un soldado orgulloso de su militancia que combatió en la revolución. ¿Y la abuela, cómo se llamaba? No hallé posterior relación. ¿Por qué nunca habló mi madre de ellos? Jamás lo sabría...

A estas alturas, sentimientos diversos empezaron a sacudirme el alma. Otro paquete. Retratos míos de escolar y de adolescente; de estudiante y de conscripto con casco de guerra y fusil en bandolera. También de mi primer trabajo en el aeropuerto y la primera novia; de mi casamiento y luego mis hijos. Además, un atado con listón rojo con cartas y postales que, cuando viajero, siempre le escribía.

En la cajita, la primera pipa con la que jugué de mozalbete a ser hombre. La cazoleta guardaba un papelito bien doblado; lo extraje, lo desdoble y me encontré un diente de leche con un mensaje escrito: “Segundo diente de mi hijo; el primero se lo tragó”. Junto a la pipa, un puro reseco: “Este me lo regalaste al nacer tu segundo hijo”. A un lado, en una bolsita de franela, mi primer encendedor “Ronson” de gas con las iníciales grabadas.

¡Demonios! ¿Cómo es posible todo esto?, me preguntaba admirado al revivir aquellos vanos desplantes en donde, rápido, era el primero en sacar el encendedor para presumir y prender los cigarrillos de los amigos. Recriminándome me regalé una pequeña sonrisa de justificación.

Después siguió un mechón de pelo: “De tu segunda visita a la peluquería”. Mi primer reloj, el de carátula negra. Dos sobres del sueldo quincenal que siempre entregaba a mi madre sin abrir. ¡No puedo creerlo!, exclamé al encontrar una bolsita con canicas “que debes de repartir entre tus hijos y sobrinos.” ¡Eran mis tiritos preferidos! “Agüitas” y “ponches” multicolores con los que jugué y aposté muchas veces. ¡Dios mío! No es verdad, no puede serlo, me repetía aturdido.

Igualmente, con emoción, tropecé con el escudo de la Secundaria, la "U" de la Universidad, y la “M” de Medicina que llevaba en el suéter azul y oro; adjunto otro recado: “Las canijas y ociosas polillas se comieron los estambres. ¿Los recuerdas? De todos modos conserva estas chacharitas que me hacían tan feliz”. Ahí también se empalmaban las boletas de calificaciones de primaria, de secundaria; las credenciales de la preparatoria, la escarapela que llevaba en la cuartelera de conscripto; un peso de plata “el cual te dejo porque cada día subirá de valor; ya no circulará. Deseo que lo guardes y a su tiempo lo heredes a tus hijos, como un recuerdo mío”.

Mi confusión creció al toparme con los primeros regalitos que le obsequiaba en el Día de las Madres. Olían a tiempo ido. Un corazón pirograbado en madera, una minúscula talega de percal con flores bordadas, las tarjetas dedicadas el 10 de Mayo, y algunas cartas que les escribí a los Reyes Magos.

Los recuerdos me golpeaban; desordenadas imágenes se arremolinaban y lastimaban mi alma de niño. ¡Qué años aquellos!

En la caja mágica, delicadamente envuelto, se agregaba el misal de la primera comunión y las estampitas conmemorativas que se acostumbraban regalar. Seguía un paquetito del que se escaparon unas migajas: “Aquí dejo un pan bendito que conservó tu papá, como símbolo del pan diario que da el trabajo honrado; yo sé que nunca faltará en tu hogar”.

Con manos temblorosas, pasé lista a dos boletos de autobús de la línea “Estrella de Oro” con destino al puerto de Acapulco: Noviembre de 1955; sobre una ajada tarjeta–Amueblados Silva: cuartos ventilados, ambiente familiar y precios módicos –un apunte: “Recuerdo de los siete días más maravillosos de mi triste vida y que nunca agradeceré lo bastante a mi hijo por la enorme felicidad que me proporcionó”.

Al seguir hurgando, el corazón me dio un brinco al ver un pequeño y mutilado soldado de pasta, heroico sobreviviente de las batallas infantiles. Un aviso atado a la única pierna sana, rezaba:

“Hijo mío: este no es un sólo recuerdo de tu niñez, de tu padre y una época tan bella como es la Navidad. Es también un símbolo. Observarlo: le falta un brazo, una pierna. En el rostro parece haber un gesto de dolor, y, sin embargo, sigue adelante en la lucha con valentía y determinación. No olvides que son los defectos del alma y los del carácter, los que hacen amarga y difícil la existencia. Espero que tú tengas igual entereza para la dura batalla de la vida. Conserva este soldadito y cuando estén tus hijos en edad de comprender, explícales lo que representa. Tu madre que te adora”.

En ese momento, se me trompicaron las dudas. Por vez primera me cuestioné: “¿Acaso tuve la capacidad de transmitir a mis hijos tan vital enseñanza?”

Enseguida liberé otra saquito, ahora de terciopelo negro; contenía los fistoles, prendedores y camafeos que le había regalado en el transcurrir del tiempo. El asombro aumentó al encontrar en un sobre de papel celofán, los restos de unos pétalos de flores que todavía conservaban delicado aroma: “En mi cincuenta aniversario, ¡fueron las flores más bellas que jamás me diste!”

Las evocaciones que experimentaba empezaron a minar mi ánimo; estaba flaqueando y, terco, contenía el llanto. Cuando vacié todos los objetos, en el fondo se escondía el mensaje póstumo, la despedida final que ella había escrito diez años atrás, cuando ya le pedía a Dios morirse.

“Hijo: nunca te repetiré bastante que estoy orgullosa de ti y que me hiciste muy feliz. Que no me diste penas y sí muchas satisfacciones por tu conducta derecha, por tu cariño y respeto hacia mí y que, desde lo más profundo de mí ser rezo porque tengas la felicidad que mereces. Debes saber que hasta el último momento te cubro de bendiciones. Un beso final en el que va para ti todo mi corazón y todo el amor que desde que naciste te entregué. Adiós amado hijo, mi siempre amado hijo”.

A lo largo de hallazgos tan imprevistos, la imagen de mi madre había crecido y crecido. Ahora cobraba una dimensión infinita; emociones encontradas me oprimían el aliento. Un nudo en la garganta ahogó un sollozo; me sentía aplastado, doblado bajo el peso de tan abrumador testimonio de amor.

De la profundidad de tantos desgarramientos y añoranzas, me rescató la voz de mi nieta María Elisa, quien al verle con semblante tan triste, me preguntó:

– ¿Abuelo, por qué de pronto te hiciste viejito?

No supe que contestar.

Sin embargo, ella dio pronta respuesta:

–Por la vida, ¿verdad abuelo?

–Si hija, por la vida…

Después la abracé acunándola en mi pecho y empecé a llorar.

Tuesday, December 16, 2008

EL SUICIDIO

EL SUICIDIO
Por José Dávila A.

En vísperas de Navidad del año pasado, lo conocí cuando era un joven de 16 años de edad; sano, estudioso, inteligente y prometedor. Se llamaba David, y digo que se llamaba, porque ayer se suicidó.
Su habitación, como siempre, lucía inmaculadamente arreglada. Se había vestido con su mejor ropa. La que usaba exclusivamente para ocasiones especiales: el único traje que tenía, su camisa blanca, corbata roja, calcetines azules y zapatos nuevos.
Se ahorcó en su recámara. Su madre, extrañada de que no se presentaba a desayunar, intuyó que algo andaba mal. Su corazón se lo decía y le latía cada vez más fuerte en la medida que se acercaba a la puerta del cuarto de su hijo. Cuando la abrió, se encontró a David colgando de una viga; le había anudado una sábana que después la enrolló en su cuello.
No existía mensaje de despedida. Sólo privaba el silencio…
Uno de sus inseparables amigos, al conocer la fatal noticia, comentó: “A David la vida lo arrolló sin piedad”.
La noticia de su fallecimiento me causó gran conmoción. Sus familiares y más cercanos allegados, no podían entender las causas que le llevaron a tan fatal decisión, porque estaban muy ajenos a su devenir. Era indudable que su muerte se derivó de una acción desesperada.
La actual sociedad, cada vez más individualista, exigente y selectiva, demanda de la juventud en ciernes responsabilidades tempranas difíciles de resolver, y se muestra indiferente al hecho de que las oportunidades de desarrollo humano en un ambiente descarnadamente competitivo, sean en extremo limitadas.
David se encontró en una difícil coyuntura: para poder aspirar a una carrera profesional, también tenía que trabajar. En ocasiones doblar turno. Su padre así se lo demandó. “O estudias o trabajas; en esta casa cada quien consigue su propio pan”. Sumiso, aceptó. Con tropezones, prosiguió sus estudios, pero le fue muy difícil encontrar un trabajo relacionado con su aprendizaje y por ende remunerativo.
Y se inició el vía crucis…
Las instancias académicas no le apoyaron para otorgarle una beca. Las fuentes de empleo que se identificaban con sus conocimientos, estaban saturadas. El día se le agotaba en largas horas de espera a las puertas de la gerencia de contratación de una empresa, una fábrica, una tienda o en el consabido “vuelva mañana”. El único resquicio de escape eran tareas de suplente de mozo, barrendero de ocasión y con un poco de suerte, lavaplatos nocturno. Por supuesto, las condiciones económicas eran paupérrimas.
Resignado, aceptó el papel que la vida le asignó: aceptó actividades relacionadas con la prostitución y se inició en el consumo de alcohol y drogas. El siguiente paso fue convertirse en un “chico banda”. El clan de “Los Inmortales” lo reclutó, y como novicio le obligaron a cometer bajezas que atentaban contra su dignidad. Consciente de ello, al encontrarse sin futuro, fue presa de una profunda depresión.
En su hogar, la familia estaba muy ocupada en sus menesteres para preocuparse por él. Así lo imponían los tiempos modernos. Ganarse la vida no era fácil.
David, no soportó más. Con sentimientos encontrados de impotencia y frustración, decidió abandonar este mundo. Y lo hizo con sangre fría; se negó a ser soldado de lo desconocido.
Cuando su madre lo descubrió como un péndulo de reloj viejo, no comprendió los motivos por las cuales David se había fugado por “la puerta falsa”. Entonces le lloró por vez primera en su vida, lamentando que su hijo era un muchacho exitoso con un gran futuro por delante.
Desconocía que el suicidio es la tercera causa de muerte entre la juventud mexicana.

Wednesday, December 10, 2008

FIN DE AÑO

FIN DE AÑO

Por Josè Dàvila A


-Apenas nacía diciembre, mi padre iba a comprar el árbol de Navidad. A su lado, mi hermano Raúl y yo. Íbamos felices. Era el anuncio previo a la época de los sueños y fantasías infantiles; se acercaban los días de escribir cartas a Santa Clos y a los Reyes Magos; sus imágenes cobraban nueva dimensión. Se acercaban, pues, las posadas y las piñatas; las velas, los cánticos y los rezos; se empezaba a oler a ponche, a tejocote, a lima y mandarina. Sí, se acercaban los días en que nuestros padres se iban a hablar otra vez, tras un año más de impactante silencio”.

Así recordaba mis ayeres.

-¿Cómo no íbamos a estar contentos si en la cena de Nochebuena ellos iniciaban el titubeante diálogo que concluía al amanecer del año nuevo? Cierto; se avecinaban días de perdonar. Qué irónico ¿no? Sí, se perdonaban. Él creía perdonar más. Si la hubiese dejado, mi madre le hubiera hablado todos los días de su existencia. No obstante, el guión tenía por mandato sólo una semana de parlamento al año. Una semana en donde se acababa el “dile a tu madre esto o el dile a tu padre esto otro”. ¿Saben? ¡Cuánto trabajo le costaba a mi papá romper el mutismo! Y nosotros pensábamos: “¡Ay, si todo el año fuera Navidad!”

‘Todo empezaba con la compra del árbol. Con la emoción contenida, siempre al anochecer, mi hermano y yo, acompañábamos sus pasos al mercado de la Lagunilla. En un solar de las calles de Allende, se apretujaban los arbolitos, qué digo, ¡los pinos! Así eran de grandes. Enormes, con su tupido y enorme follaje elevándose al cielo. ¿Cómo olvidar su olor que invadía todos los rincones de la casa, tornándola cálida y promisoria? ¿Cómo olvidar aquellos momentos en que por nuestras mentes ya soplaban vientos de vacilación sobre los juguetes a pedir en nuestras cartas?”

-Los dos contábamos el paso de los días aferrados a la esperanza de la reconciliación de mamá y papá antes de lo establecido. ¿Será hoy? ¿Acaso mañana? ¿La próxima semana? Era inútil anticipar lo ya programado. Por las noches, cuando mi padre regresaba del trabajo, no descubríamos en su cara señal alguna: siempre adusto, al igual que a lo largo de todo el año.

-Tiempo después sabría que no hay grandes razones para que reine el silencio. La de mi familia tampoco fue una gran razón- Al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio > paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la > indiferencia acompañada del silencio

¿La razón del distanciamiento? Tiempo después lo sabría: al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la indiferencia acompañada del silencio.

-Recuerdo que el día 24, todo era movimiento y nerviosidad Mi mamá se pasaba el día en la cocina preparando una sabrosa cena y nosotros corriendo al mercado a comprar los olvidos. Felices íbamos y veníamos; la emoción nos aceleraba el corazón.

Sabíamos que papá ahora llegaría con semblante sereno y cargando una botella de vino tinto y dos de sidra, mientras por la casa ya corrían los olores de la sopa de coles, de los romeritos, el pollo asado, las papas fritas, y la ensalada de Nochebuena. Que luego se bañaría y vestiría el traje dominguero, en tanto mi madre se daría tiempo de arreglarse con discreción.

Que iríamos a la iglesia a dar gracias y regresaríamos sin pronunciar palabra. Que, con la incertidumbre golpeándonos el pecho, nos sentaríamos a la mesa ya dispuesta. Raúl y yo en cada una de las cabeceras y ellos en medio, frente a frente. ¿Sería ahora? Turbados empezaban a pronunciar monosílabos: “Buenas noches”, decía mi papá. “Buenas noches”, decía mi mamá. “Felicidades a todos”, deseaba mi papá. “Sí, felicidades a todos...”, deseaba mi mamá, siempre con la mirada fija en el mantel”.

-En silencio, mi hermano buscaba mis ojos y yo los suyos. Eran optimistas mensajes cifrados. Así compartíamos el goce que nos invadía. Por ello, mucho nos cuidábamos de llamar la atención. No decíamos nada, no hacíamos ruido, sólo los mirábamos.

“¿Brindamos?” –proponía mi papá. “Si...”, aceptaba mi mamá. “¿Un vaso de sidra?”, ofrecía mi papá. “Sí, como tú quieras...”, asentía mi mamá. Con mano firme mi padre aflojaba el corcho de la botella hasta dejarlo listo para salir disparado. Cuando el estallido se producía, todos reíamos y él servía. Pronto se levantaba; miraba a mi madre y luego a nosotros. Alzaba su vaso y nos deseaba felicidad. “¡Feliz Navidad!”, le respondíamos en coro. Entonces, por fin... ¡por fin sonreían los dos!”.

En el transcurso de la semana la conversación no progresaba demasiado, pero tan poco decaía. En ocasiones todos acudíamos al cine, a pasear al Zócalo o a la Alameda. Eran alborozados días en los cuales el enojo se exiliaba del vínculo conyugal. En las caminatas disfrutaban de los algodones de azúcar, de las castañas asadas, de los buñuelos y el atole de fresa.
La cena de año nuevo, era calca de la anterior. No variaba el protocolo y no variaban los platillos. Pese a los abrazos emocionados y amorosos acompañando las doce campanadas, sabíamos que el ensueño agonizaba. Al concluir la velada, así como se apagaba la última vela del árbol, así se apagaba la voz de nuestros padres…