Thursday, February 28, 2008

LOS BILLETES DE LOTERÌA

LOS BILLETES DE LOTERIA

Por José Dávila Arellano.


Era como el jorobado de nuestra Señora de París, pero sin joroba... Un hombrecillo de corta estatura y de caminar zambo; una pierna más corta que la otra, le hacía ondular el cuerpo como péndulo de reloj. Su cabeza era pequeña y en forma de cono. El pelo escaso, ralo y entintado de amarillo; la frente amplia y lisa como un zócalo, los ojos hundidos e inyectados de sangre y la nariz de pelota; la boca babeante de gruesos labios encogidos, enseñaba los dientes rotos, menos el colmillo izquierdo un colmillo grande, grueso y sarroso, que le hacía parecer una morsa de zoológico.

Y ahí estaba, de rodillas, junto al bote de basura. En el suelo había esparcido el contenido y seleccionaba de entre un cerro de papeles, billetes de la lotería; unos arrugados, otros rotos, y los menos, series enteras. También apartaba, de entre envolturas de dulces y paletas, quinelas deportivas, talones de colores fluorescentes de "ráscale a tu suerte y pégale al gordo".

Satisfecho de su labor, regresaba el material inservible al bote y el resto, con paciencia lo doblaba, y con esmero lo acomodaba en pequeños paquetes que amarraba con ligas. Luego empezaba de nuevo, si existía otro bote de basura.

Lucas le apodaban “La Morsa”. Nunca una persona le llamó por su nombre de pila. A resultas de chismes de comadres, se aseguraba que se había quedado sin nombre porque nació de madre desconocida. Dicen que después del mismo alumbramiento, le abandonó en el hospital sin que nadie se enterará del santo y seña de la parturienta.

A ciencia cierta se ignoraba si fue la afanadora o la espontánea nodriza que le amamantó, quien le bautizó como Lucas. El hecho es que, apenas conoció la luz del día, el desdichado niño convivió con la mala suerte; al punto que apenas creció los primeros centímetros, fue a parar con su incipiente esqueleto a un triste orfanato.

La figura encogida de Lucas pronto se hizo costumbre a las puertas de toda agencia de la Lotería Nacional o expendio de “Melate”, porque tenía perfectamente establecidas sus rutas.

La gente se burlaba y reía a sus espaldas, cuando le veía una y otra vez escoger el desperdicio de los basureros y guardárselo en una sucia chamarra de holgadas bolsas.

“Este infeliz está loco: ¡piensa que se va a sacar el premio mayor!” –era la sorna diaria.
No obstante, la burla cotidiana no molestaba al singular pepenador. Por el contrario, con una grotesca sonrisa festejaba las bufonadas de los demás.

En el orfanatorio, los médicos de turno diagnosticaron que Lucas sería un niño loquito y sellaron el expediente. Ya sentenciado, le arrumbaron. Ausente de calor humano, el niño, a medida que creció, se desarrolló en un medio hostil fregando pisos, trapeando zaguanes, recogiendo basura y tropezando con sus palabras, pues para colmo de males sólo tartamudeaba monosílabos. Por lo tanto, era un estorbo. A todo mundo le molestaba su fealdad y torpeza, hasta que un día el director Garmendia tronó:

–¡Ya basta, echen a ese idiota a la calle!

Y a la calle fue a parar, ignorante de su destino y presto a obedecer a quien le ofreciera un rincón en donde dormir y un pedazo de pan que comer. ¿Cuándo se hizo grande? ¿Cuándo perdió los dientes y ganó su colmillo de morsa? Nadie se enteró y la memoria no le alcanzó a Lucas para investigarlo. Para entonces, resultaba ocioso adivinar el origen de su apodo. Siempre vivió de los centavos que ganaba a cambio de cargar bultos y cajas en el mercado, porque en su camino también se trompicó con almas piadosas.

–¿Por qué recoges tanto billete de lotería que para nada sirve? –siempre le preguntaba más de un curioso.

-Pooor...quuu...quue, mmm..mme...gusss...gustan... –respondía con más dificultad que rubor y se alejaba satisfecho con su valioso cargamento a cuestas al galpón abandonado que tomó por casa a un lado del mercado.

Lucas, desde chamaco, disfrutó de los grabados de los billetes de lotería, de los personajes que aparecían, de los números de serie y de los intensos colores que les imprimían. Lo mismo acontecía con los boletos del “Rascale”, pues por largo tiempo gustaba exponerlos al sol para provocar los brillantes destellos que se desprendían de la fosfórica presentación tridimensional.

Bodegueros, comerciantes, macheteros, cargadores y verduleros, con curiosidad le veían ir y venir a su refugio. Sin embargo, nunca se atrevieron a penetrar en la misteriosa guarida porque podía volverse loco, y un tonto redoblado como él, podría ser muy peligroso. Así que, a parte de estar inscrito en el catálogo de los idiotas, los ignorantes que presumían de conocimiento le habían endosado, sin costo alguno, una personalidad inexistente.

Ajeno a la maledicencia, Lucas tenía su mundo propio. Nada le ofendía, nada le turbaba, ni mucho menos nada le angustiaba. Pese a la sorna cáustica de la gente, sonreía y saludaba complacido.

A lo largo de tantos años de hurgar en los botes de basura se había convertido en un sorprendente coleccionista. Las cuatro paredes del cobertizo estaban, con maestría, tapizadas con los billetes escogidos. Con atole de fresa había pegado en el lado norte, lo representativo a treinta años atrás; con atole de piloncillo, en el lado sur había hecho lo propio con lo atesorado en las dos décadas anteriores; con atole de masa había estampado la porción oriental con lo recopilado en el último lustro; y con atole de membrillo estaba forrando la pared occidental.

Lucas era dueño de una impresionante galería de hombres ilustres, templos e ídolos prehispánicos, edificios coloniales, monumentos históricos, símbolos patrios y múltiples denominaciones monetarias, perfectamente distribuidas en forma piramidal, romboidal, circular y rectangular.

En Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Allende, Zapata, Villa y Carranza, tenía los padres, los tíos, los primos que nunca tuvo. En Teotihuacán, Bonambak, Tlaloc y Huitzilopotchtli, las raíces culturales que no conoció. En la Catedral, el Palacio Nacional y el Correo, las casas de las que careció. En la Columna de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el monumento a los Niños Héroes, el sentimiento patrio que no heredó, y en los valores numéricos de cinco, diez, veinte, cien, quinientos y mil pesos, el dinero que jamás acumuló.

Más allá del entendimiento popular, ahí, en el humilde hogar que habitaba con su inseparable soledad, Lucas era feliz sin importarle, porque lo sabía, que muchos billetes estuvieran premiados.

Monday, February 04, 2008

LA GRAN BATALLA

LA GRAN BATALLA
Por Josè Dàvila Arellano.

Hacia el filo del mediodía me apresté para la gran batalla. Para ello tenía que protegerme con mi mejor armadura: casco, uniforme de campaña, grueso cinturón con hebilla de plata, par de botas, guantes de fina piel, fusta y gafas oscuras. Momentos después, valiente, me lancé a la calle.
Iba a librar una cruzada en un vasto y complicado terreno, pleno de corredores y cruces propios de un complejo laberinto, en donde los combatientes se mezclaban entre sí para demandar su tributo de guerra.
¿El centro de operaciones? Un supermercado transnacional…
Incapacitado físicamente por las heridas causadas en pasadas contiendas, por supuesto que no pertenecía a un destacamento de infantería, sino a una brigada motorizada. Para tal objeto monté con gallardía en un carrito eléctrico con una cesta de alambre al frente, como un escudo para soportar el embate de otros vehículos blindados de mayor capacidad de carga que surgían por doquier, chocando, esquivando, zigzagueando o aparentemente abandonados en estado de alerta.
Desde temprana hora se había iniciado un fuego cruzado. El multitudinario enemigo nunca miraba de frente a su más próximo contendiente; con semblante huraño y patente nerviosismo, se apresuraba por capturar los productos que se amontonaban en diversos exhibidores. Nervioso, pero con ojo clínico, escogía los mejores trofeos, atractivos y maduros. Su vital comportamiento, semejaba a la serpiente ante la que sucumbieron Adán y Eva.
El arrebato era cruel y despiadado. Cuando estaban a `punto de extinguirse las existencias en algunos anaqueles, de inmediato se escuchaba en el etéreo espacio una voz de alerta. Como por obra de magia surgían entre silenciosos portones, neutrales y resignados voluntarios, transportando nuevo avituallamiento para no conceder respiro al combate.
La competencia no desmayaba. Los famosos carritos, que superaban mi hidalgo transporte, lucían cerros de mercancía que amenazaban con desbordarse, en tanto que otros, más humildes, apenas mostraban cuatro o cinco víctimas encarceladas.
Por mi parte, veterano condecorado, ya había logrado mis propias conquistas: pan, verduras, frutas, tortillas, papas, ajos, aguacates, lechugas, jugos, cebollas, ajos, filetes de pescado y cuando me disponía a victimar chícharos, jitomates y atún, surgió a mi lado otro guerrero con similar, pero más moderno trasporte eléctrico.
Ambos, impulsivamente frenamos, quedando frente a frente. Nos observamos de pies a cabeza y después comparamos nuestras valiosas capturas. En tal revisión nos encontrábamos, cuando de nuevo se escuchó esa voz impersonal, anunciando que sólo quedaba un pollo a la leña y que dilatarían dos horas en freír nuevas víctimas. Un mismo pensamiento cruzó por nuestras mentes. Al unísono aceleramos nuestros coches, escogiendo distintas rutas.
¡Se iniciaba una ofensiva sin cuartel!
En tanto mi rival escogía el derrotero, panadería, carnes frías, lácteos, semillas, quesos y aderezos para aterrizar en el objetivo clave, el área de comida rápida, yo, sobreviviente de incontables escaramuzas, me lancé por conocidos atajos, convencido de la victoria.
Con la adrenalina desatada, acelerando a toda máquina (15 metros por minuto), penetré en el área de ropa íntima de mujer, recreando la pupila en especímenes femeninos que con minúsculos atuendos mostraban con desbordante esplendor la doble tracción delantera, sin menospreciar la provocativa redondez de la anatomía posterior, así como tentadoras y firmes piernas bronceadas por el sol caribeño.
Gracias a mi capacidad de concentración, no me dejé atrapar por tan irresistible y desenfadada seducción, dando un golpe de timón por el área de ropa de caballeros ( en la cual no existía asomo de esparcimiento), proseguí por el andador de llantas y lubricantes para automóviles, viré en diagonal por tapetes y alfombras, cruce por la zona deportiva, después libré el corredor de herramientas, fugaz dejé atrás la estantería de juguetes, y al rodear la exhibición de aparatos electrónicos, consciente de que el triunfo estaba al alcance de mi mano, en el último viraje lindando con el área de cosméticos, me topé de frente con una maraña de carritos estacionados al desgaire.
Para mi desesperación, sus respectivas conductoras, con el celular pegado a la oreja, no se decidían por una increíble variedad de cremas para suavizar, depilar la piel o adelgazar la cintura; jabones rejuvenecedores, tintes y tónicos para el cabello, uñas postizas, pelucas de todos colores y sabores, sugestivos desodorantes, miel de abeja para las pecas, sensuales lociones, polvos diversos, sugerentes abanico de “lipsticks”, minúsculos rizadores, peinetas de carey, polveras fosforescentes, secadores de cabello con memoria propia, polvos mágicos para las arrugas, descomunales pestañas y hasta remedios para los callos.
El pánico me sobrecogió: estaba bloqueado a unos cuantos metros de la conquista final. Decidido, con admirable valor, consciente de mi reputación de reconocido estratega, cerré los ojos y, determinado, aceleré a fondo mi cabalgadura mecánica para impactarme contra tan intrincado obstáculo. El estruendo fue de órdago; los carritos de referencia, como pinos de boliche, salieron disparados en diferentes direcciones, en tanto que mi trayectoria no había variado y a la vista se perfilaba el horno a la leña.
Fue cuestión de una fracción de segundo…
Del corredor de detergentes, como por obra del diablo, apareció una señora con talla de paquidermo y una impresionante cadera que obstruía todo el pasillo. Lento era su paso y sus gigantescos globos traseros danzaban al ritmo de una cadencia macabra.
Resignado, con la derrota a cuestas, dos horas después al fin adquirí mi pollo…

DUELO PERPETUO

DUELO PERPETUO

Por Josè Dàvila Arellano.


Otro año más que se inicia sepultando aún más el silencio de la historia. Ni esperanza de resurrección…
El tiempo se escurre tan veloz, que en su sigilosa marcha, devora horas, días y meses. En un abrir y cerrar de ojos se cumplirán cuarenta años de la tragedia. Y hoy, como siempre, inició el doloroso ritual. Soy hombre solitario y doblado por el tiempo. Con la tristeza atrapada en el alma, tomó papel y pluma. Por un segundo respiró profundo y con mano temblorosa empiezo a escribir al remitente.
Anotó el día, el mes y, como siempre, olvidándome del año, subrayó: “Dos de octubre”.
Así, nada más. Luego, lento, empiezo a liberar los sentimientos contenidos a lo largo de un año más de luto.
“Hoy, hermano, amigo mío, el campanario de la iglesia aún repica a muerto y no sé dónde ofrendar una flor en tu recuerdo. ¿En que fosa reposan tus huesos? ¿Lo sabes tú? No, tampoco lo sabes, porque te negaron la gracia de conocer dónde acabarías pudriéndote.
Sí, un día como el de hoy, el de tu cumpleaños, te extraviaste; desapareciste, como desaparecieron decenas de tus compañeros en el quijotesco y valeroso arrebato de afrontar al poder supremo. Tu incierto destino se resumió en una palabra: “Desaparecido”. ¡Qué afrenta a la verdad! “Desaparecido”. ¡Qué afrenta a la conciencia humana! “Desaparecido”: ¡Grotesca solución para embozar tu asesinato!
Y aquí estoy, como siempre, escribiéndote una carta más de felicitación. ¿Felicitación? ¡Vaya ironía! ¿De qué puedo felicitarte si estás muerto, cuando debías estar vivo?
¡Claro que estás muerto! Por supuesto que fuiste ultimado. Es indudable que en tus desbordados empeños jamás pensaste topar con una bala, la punta de una bayoneta o el inmisericorde tolete del granadero. De pronto, ya nadie te vio. Tu madre se derrumbó en el llanto y tu padre enmudeció de impotencia. Duelo perpetuo...
A ellos también les arrebataron el último anhelo: en dónde rendirte una oración.
Una noche, una madrugada o en un claro amanecer, sólo nos dejaste el recuerdo; en una calle, en un callejón o en un salón de clases, te extinguiste, te disolviste, te hiciste polvo. Nunca se supo más de ti. ¡Por Dios!, ni siquiera el verdugo que mataba sin preguntar, lo sabe ¿Yaces en una fosa común del campo militar, en las entrañas del desierto o en las profundidades del mar? ¡Qué diablos importa ya! Finalmente, fuiste carroña de la impunidad.
Cuando firme y gallardo marchaste por las calles al lado del rector de la Universidad, porque tu alma mater había sido ultrajada, empezaste a morir envuelto en un sudario de pasiones desatadas. Con el espíritu herido, caminabas solidario apostando tu vida a una sola carta: la justicia. No te importaba desafiar la temible presencia de las tanquetas de asalto; esos siniestros armatostes sin rostro y con entrañas de guerra .
Soñador, repartías volantes en las calles, organizabas mítines en los mercados y plazas públicas, pintabas consignas en las paredes, asistías a reuniones clandestinas, y en una alcancía de hojalata con la blanca paloma de la paz dibujada, suplicabas unas monedas para mantener viva la protesta.
. Al paso de los días, ya eras parte de un incontenible torbellino social que rechazaba el autoritarismo, dando nacimiento al suceso más importante del siglo pasado, epopeya que, en la brutal matanza de la Plaza de las Tres Culturas, fue decapitada. Retador, pues, te convertiste en una amenaza, en un enemigo a vencer.
Hábil, sorteabas el peligro; burlabas las emboscadas y eludías la cobarde persecución. Al final de cada escalofriante evasión, sonreías nervioso, con el pasmo en la mente, el temblor en las piernas, y el miedo anidado en el corazón. Sudabas frío, pero vivías momentos de gloria. Idealista, obedecías los dictados de tu conciencia. No deseabas una vida que fuese indiferente.
¿Cuántas veces libraste una y otra vez el embate policial o la fuerza militar? Y después, cuando surgía silencioso el fantasma de la noche, el siniestro cuerpo especial de paracaidismo que a fuego de metralla tomaba en fugaz asalto los planteles en huelga para dejar tras de sí arroyos de sangre, ¿cuántas veces, milagrosamente, salvaste el pellejo?
Hasta que un día...
¿Te acuerdas de la manifestación del silencio? Impresionante, multitudinaria marcha histórica. ¿Te acuerdas de la entrada triunfal al Zócalo? ¡Cómo olvidarlo! Las campanas al vuelo de la Catedral eran un himno a la alegría. Yo te vi feliz, amordazado por voluntad propia, con los ojos anegados de emoción y el pecho henchido de ilusión. Contigo iban tus compañeros y también el pueblo; ese pueblo despertando del letargo. Mientras, un oscuro Palacio Nacional, era mudo testigo. Nadie podía adivinarlo: muy lejos de ahí, en las tinieblas del rencor y la soberbia ya se fraguaba la bestial matanza.
Después, nada. Ni una huella tuya. Nada...
Más, el tiempo es juez implacable. Ya dictó sentencia. Finalmente, triunfaste. El sacrificio no fue vano. Tu voz cada vez se escucha más fuerte. Aquel grito libertario jamás se olvidará. Por fin soplan vientos de esperanza, esa esperanza germinada en ti.
En cada nueva alborada quisiera adivinarte en un apacible jirón de nube, en el luminoso parpadear de una estrella o en la borrasca incontenible de un huracán, porque así eras en vida: sereno, brillante y recio.
Hermano, amigo mío, hoy es tu cumpleaños y el campanario de la iglesia aún repica a muerto y aquí tengo una flor sin saber dónde dejarla...”
Doblé la hoja y la metí en un sobre sin dirección. Acto seguido la guardé en una caja de madera en donde reposban otras treinta y nueve cartas más...