Friday, March 16, 2007

EL PLANETA MUERTO

EL PLANETA MUERTO

Por José Dávila A.



-Yo quiero ser astronauta.
-¿Por qué?
-Porque me gustaría viajar por el espacio y encontrar un planeta muerto.
-¿Para qué?
-Para estar solo... Caminar por ahí, dándole y dándole la vuelta hasta llegar abajo y entonces caer...”
La respuesta me violenta los sentimientos. Frente a mi tengo a un niño que desea morir.
Él se llama Feliciano; Feliciano Alfonso Arsenio Camargo. Un chamaco de apenas 13 años de edad. En su rostro moreno vela una sombra de desconsuelo. Sin embargo, una centella de rebeldía arde en su mirada. Es una mirada que sabe ver de frente; son ojos que retan, que confrontan, que reclaman a la vida. Voz grave, sonora. Correcto en su trato, muy propio en su hablar. Inquilino de una casa hogar...Un grupo de niños de una escuela particular, acompañados de sus padres, irrumpe en la vieja y abandonada casona habilitada como asilo para menores de edad. La fachada es tan gris, como deslucida su existencia. El olvido se unta a los muros descalichados de los dormitorios, a las sillas adoloridas, a los desnudos salones de clase, a los baños oscuros y malolientes. El tiempo no punza; yace amortajado, tan amortajado como el palpitar mismo de sus pequeños moradores.
Asisto a una convivencia infantil; me ha invitado mi nieto. Le he dejado con sus amigos y acercado a estos seres desheredados, marcados de por vida por la orfandad, porque son chiquillos de barrio, como yo lo fui en mi infancia.
-¿Que otra cosa te gustaría hacer? –le pregunto a Feliciano.
-Tocar la guitarra.
-¿Estás aprendiendo?
-Mi papá me enseñaba... No supe de qué murió. El doctor sólo me dijo que ya se había ido. Era un hombre bueno; me regañaba, pero era bueno... Cuando se lo llevaron al panteón, busqué la guitarra y ya se la habían robado.
Los niños de afuera sonríen; traen consigo comida y regalos. Los niños de adentro, callan y tienen las manos vacías. Observan. Enfrentan lo que les ha sido arrebatado: el amor, la ternura, la caricia paterna. Entrelazan sentimientos encontrados: la seguridad y la incertidumbre; la ilusión y la desesperanza, la risa y la tristeza; la protección y el abandono. Incluso, absorben el contraste de la ropa y el calzado. No obstante, esas almas nubladas lo que más desean es su hogar.
Con el rubor a flor de piel, unos y otros, extienden la mano y se saludan. Después, preguntan sin protocolo el “cómo te llamas”, el “qué haces” el “en qué año vas”, el “que edad tienes”. Finalmente se mezclan, y gobernados por su admirable inocencia, pronto se identifican. Para ellos no existen barreras sociales; las desconocen.
-¿Estudias? -le pregunto a Feliciano
-Sí.
-¿Qué te gusta más?
-Civismo, porque se aprende de moral, de responsabilidad, de honestidad, de obligaciones, de disciplina y, sobre todo, de respeto. Yo respetaba mucho a mi padre.
Los niños de adentro quieren saber; los niños de afuera, jugar: “¿Cómo es tu escuela? Grande, muy grande. ¿Tienen salones con bancas y pizarrones nuevos? Muchos, muchos salones, más de una docena. ¿Qué les enseñan? De todo, ¿a ti no? ¿Vives allí? No, yo vivo en mi casa. ¿Tu escuela tiene jardín? ¡Uy! Tiene mucho jardín; árboles, flores, y hasta una cancha de fútbol. ¿Una cancha de fútbol? Sí; ¿aquí no tienes una cancha de fútbol? ¿No...? ¿Entonces en dónde vamos a jugar?”
Feliciano escucha y pasea la vista por los alambrados que aprisionan su escuela; en las bardas, en los corredores, en la azotea. Se detiene en las rejas que copan las escaleras. Echa un vistazo a la puerta amarrada con cadenas y candados. Voltea hacia un patio empachado de basura y trebejos
-Vivo en una cárcel –murmura melancólico.
Llaman a la mesa. Disponen la comida y los regalos. Él se sienta y me alcanza una silla para sentarme a su lado. Agradezco el gesto. En torno mío hay cinco chiquillos más; todos con el desamparo dibujado en el gesto. Sus almas llevan grabado a fuego el hierro de la añoranza. Son caras con el amargor escondido. La mirada esquiva y la sonrisa partida por la mitad. Nacieron con la orfandad a cuestas. La razón de la sinrazón...
-¿Cuántos años tiene? –ahora él me cuestiona
-¿Cuántos crees?
-Demasiados.
-¿Cómo?
-Sí, tan demasiados como los que tenía mi padre al morir.
No sé que responder y pregunto sin reflexionar: “¿Y tu mamá?”
El muchacho se cimbra. Un relámpago de ira lo estremece. Después, más dueño de sí, se encoge de hombros. No desea explicar. De pronto, uno de sus compañeros le grita: “¡No te hagas, Feliciano! Di la verdad: ¡Tu madre te abandonó!”
Feliciano, enfurece. Con esos ojos que retan, encara a sus compañeros de mesa, pero éstos, con crueldad, a coro le castigan: “¡Tu madre te abandonó! ¡Tu madre te abandonó! ¡Tu madre te abandonó!”
Ante la burla, ahora palidece. Ambiciona ensordecer. Eludiendo la agresión, me instruye que es el sargento primero de la escolta a la bandera. Orgulloso de ello se levanta enérgico; tan intenso que amenaza. Los niños cantores se atemorizan y silencian el brutal estribillo. “¿Le enseño?”-me pregunta, satisfecho de haber logrado amedrentar. No aguarda por mis palabras. Con rígido lenguaje corporal, observa posición de firmes. Con voz ronca manda el flanco derecho, el flanco izquierdo, el paso redoblado, y el paso corto, antes de ejecutar un desafiante alto marcial de cara a sus enemigos. Rinde honor al lábaro patrio recogiendo el brazo hacia su pecho. Tranquilo, vuelve a la silla con la expectativa de haber atajado el acoso de que fue objeto. Sin embargo, al menor descuido, sus compañeros, sesgadamente, se burlan de él.
Entre nosotros, por unos instantes, priva un pesado silencio. Ya no deseo indagar y él no encuentra cómo liberar el apremio que le maltrata el corazón. Bebe un sorbo de refresco, se acerca a mí y con voz muy baja me encuesta:
-¿Por qué mi padre vivió menos y usted vive más?
-No lo sé.
-¿Lo decide Dios?
-Tampoco lo sé
-¿Entonces quién? ¡Dígame! ¿Entonces quién?
-No tengo respuesta, hijo.
Feliciano Alfonso Arsenio, también es un estudiante avanzado. Su promedio es de diez y todos los meses comparte con otros cinco internos el cuadro de honor de la casa hogar.
-Venga, le voy a enseñar –me invita
Camino tras la ruta de sus pasos con la certidumbre de que algo va a sobrevenir. Llegamos ante un muro en donde pende un modesto cartón verde. En la parte superior destaca un festivo letrero elaborado con lentejuelas multicolores: “Cuadro de Honor”. Abajo, dispuestas en forma de abanico están pegadas las fotografías de los niños más destacados. En torno a ellas, con colores amarillo, verde y azul, se han trazado los recuadros. Al pie, los nombres respectivos..
- Sí, ella se fue... –me advierte
-¿De quién hablas?
-De mi mamá. Apenas la recuerdo. Cuando se fue de la casa mis dos hermanitos se quedaron solos. Después salieron a la calle y se perdieron... No los he vuelto a ver.
Un grito espontáneo, quiebra la confesión. .”¡Ya llegó la señorita directora!”
El sargento niño, con lágrimas en los ojos, voltea hacia a la puerta principal. Ahí está su benefactora, acompañada de un nutrido séquito de damas voluntarias. Bien vestidas, unas; bien trajeadas, otras. Bien calzadas todas. Se presentan emperifolladas con todas las joyas que pudieron echarse encima. Huelen a perfume caro. Con pasitos cortos discurren entre las mesas, guardándose de no contaminarse. A distancia, con ensayada voz atiplada, saludan a los niños. Sus manos enguantadas fingen tocarlos, pero se guardan de no hacerlo. Diestras en el engaño, sonríen con falsedad para la fotografía.
Al día siguiente aparecerán en las páginas de sociales de los periódicos. Su frivolidad estará colmada. Se hablará de su infinita misericordia, de su loable desprendimiento, de su admirable abnegación en pro de la niñez desamparada.
La fugaz visita concluye. La manipulación, felizmente, fue exitosa. Aquellas almas de la caridad que se han servido de la miseria infantil para glorificar públicamente su nobleza, desaparecen en el interior de lujosas camionetas. En el interior, se despojan de sus máscaras de compasión, liberando su maquillaje de hipocresía.
Feliciano, las observa. Triste, su gesto reprueba. En la casa hogar que tiene por cárcel, se siente condenado a perpetuidad. “¿Y mis hermanos? ¿Por qué no buscan a mis hermanos?” –se interroga sin respuesta.
Todos comen, menos él.
Su mirada vagabunda se clava en la mesa en donde la comida ya está fría. Quizá navega en el cosmos en busca de su planeta muerto para caminar solo por ahí, buscando a su papá. Dándole y dándole la vuelta, hasta llegar abajo y entonces, por fin caer...

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