Wednesday, March 21, 2007

EL ÁRBOL DE NAVIDAD

EL ÁRBOL DE NAVIDAD

Por José Dávila




Era Nochebuena, noche de confesión...
Visitaba a mi amigo Juan Manuel, como lo había hecho durante 30 años. Podíamos dejar de vernos 364 días, pero no esa noche. Lo habíamos prometido y lo habíamos cumplido. Puntual, mi amigo de siempre, me aguardaba para brindar por la Navidad y el año viejo a punto de extinguirse. Ahí estábamos otra vez con el único deseo de reafirmar nuestra añeja hermandad.
Él, con el cotidiano cigarrillo apagado entre los labios y la mirada anclada en el arbolito navideño intensamente iluminado de la casa de enfrente, melancólico, musitó irónico: “A más años, menos baños. Ya es ganancia, ¿no es cierto, amigo?”
Afirmé en silencio.
En su hogar, el epicentro de tanta soledad, la nostalgia lo consumía. La tristeza otra vez afloraba con la inevitable carga de recuerdos. Por ello, ni en las puertas ni en las paredes y menos aún, en el rincón favorito de la sala, había presencia de un adorno alusivo a las festividades. Nada de flores de nochebuena y velas; nada de nacimiento o niño Dios. Sólo él y los apolillados muebles de madera. Atrás, su tronco familiar se desmoronó por la muerte. Ya no existían vestigios paternos, ni efigies maternas o complicidades fraternas. Los retoños, sus hijos, eran frutos que, lejos, daban vida a otras arboledas.
De pronto, confidente, empezó a relatarme.
“Apenas nacía diciembre, mi padre nos llevaba a comprar el árbol de Navidad. A su lado, mi hermano Raúl y yo, íbamos felices. Era el anuncio previo a la época de los sueños y fantasías infantiles; se acercaban los días de escribir cartas a Santa Clos y a los Reyes Magos; sus imágenes cobraban nueva dimensión. Se acercaban, pues, las posadas y las piñatas; las velas, los cánticos y los rezos; se empezaba a oler a ponche, a tejocote, a lima y mandarina. Sí, se acercaban los días en que nuestros padres se iban a hablar otra vez, tras un año más de impactante silencio”.
Así recordaba sus ayeres. Dispuso dos copas de vino tinto, me concedió una y volviendo la vista a la casa vecina, advirtió irónico. “Un año más, como que el. tiempo nos quiere doblar, ¿no crees?”.
Yo le respondí.
-Como dice la gente, Juan Manuel; ya somos “grandes”.
-¿Te sientes quebrado? –me preguntó serio.
-No, ¿y tú?
-Tampoco. Si el tiempo quiere quebrarnos, tendrá que ser muy paciente.
-Viejos los cerros y reverdecen, Juan Manuel –le contesté con sorna, pero ya no me escuchó. Él volvía al pasado sin dejar de mirar la casa de enfrente. .
“¿Cómo no íbamos a estar contentos si en la cena de Nochebuena mis padres iniciaban el diálogo que concluía al amanecer del año nuevo? Cierto; se avecinaban días de perdonar. Qué irónico ¿no? Sí, se perdonaban. Él creía perdonar más. Si la hubiese dejado, mi madre le hubiera hablado todos los días de su existencia. No obstante, el guión tenía por mandato sólo una semana de parlamento al año. Una semana en donde se acababa el “dile a tu madre esto o el dile a tu padre esto otro”. ¿Sabes? ¡Cuánto trabajo le costaba a mi papá romper el mutismo! Y nosotros pensábamos: ¡Ay, si todo el año fuera Navidad...!
‘Todo empezaba con la compra del árbol. Con la emoción contenida, siempre al anochecer, mi hermano y yo, acompañábamos sus pasos al mercado de la Lagunilla. En un solar de las calles de Allende, se apretujaban los arbolitos, qué digo, ¡los pinos! Así eran de grandes. Enormes, con su tupido y enorme follaje elevándose al cielo. Y mi padre gustaba de ellos. Nuestra vivienda correspondía a una enorme construcción colonial. Ya te imaginarás, las habitaciones eran espaciosas y los techos muy altos. Y para tal talla, tal árbol. Mi papá lo escogía. Tardaba en decidirse. Repasaba uno por uno, calculando estatura y preguntando costo. Tras el tradicional regateo, compraba. Listo. “¡Claven al tronco la cruz de madera!”
A continuación, Juan Manuel me hacía saber del asombro que le causaba ver a su padre pagar tres pesos de plata.“Éramos pobres. Amigo; para mí era una verdadera fortuna. Pero el pino los valía. Además, esa misma noche debía ser adornado. En casa, la Navidad se vivía desde la primera alborada decembrina”.
Y los tres partían de regreso con un gigante a cuestas. A él, por ser el más pequeño, le tocaba la punta; Raúl se ubicaba un poco más atrás y su papá se encargaba del resto. Tres, cuatro veces se detenían antes de llegar a casa; la carga era demasiada para su fuerza. Sin embargo, no importaba el esfuerzo cuando en la calle eran objeto de admiración y envidia por el hermoso ejemplar que transportaban.
Sin embargo, una cosa era cargarlo y otra muy diferente introducirlo a casa. Por la puerta principal el árbol entraba acostado y apenas pasaba su “cola”, ya había que virar a la izquierda para entrar a una recámara e inmediatamente después torcer a la derecha para aterrizar en un amplio comedor. Así pues, las maniobras se tornaban difíciles y pesadas en un constante avanzar y retroceder, entre pujidos y empujones, acompañados del “¡Cómo demonios que no entras!” o el “¡Empújenle más fuerte!”. Por adelantado, su papá, sabedor del pino que tenía en mente, había dispuesto desalojar el comedor acumulando mesa, sillas, vitrina y trinchador en la pieza contigua al baño. Sólo así se despejaba el espacio requerido para poder levantarlo libre de obstáculos. Ponerlo en pie era una aventura; lograr su equilibrio, una hazaña. Ya presentado, era necesario afirmarlo contra la pared con alcayatas, clavos e hilo de cáñamo.
Con todo, en ocasiones se presentaba un problema mayor: la punta del árbol no libraba, se doblaba al topar con las vigas del techo. ¡Así de alto era el condenado! En tal caso, Raúl, con cerrote en mano, subía por una escalera para cortar el pico sobrante que permitiera poner la estrella de Belén. Para los hermanos empezaba la divertida tarea de engalanarlo bajo la vigilante mirada del padre, y cuando se distraía, se preguntaban en secreto: “¿Hablara papá con mamá? ¡Claro que hablará! ¿Cuándo? No lo sé. ¿Hasta la cena de Nochebuena o antes? Ojalá sea antes... Ojalá...”
Juan Manuel, de nueva cuenta sirvió su copa sin atender a la mía. Alcanzó a sus labios un nuevo tabaco apagado y su mente continuaba estacionada en la remembranza. Apostaría que se veía admirando la majestad del árbol navideño. Después, como si hablara consigo mismo, susurró: “¿Cómo olvidar el olor a pino que invadía todos los rincones de la casa, tornándola cálida y promisoria? ¿Cómo olvidar aquellos momentos en que por nuestras mentes ya soplaban vientos de vacilación sobre los juguetes a pedir en nuestras cartas?”
Su gesto se conmovió al recordar: “¡Difícil costaba decidirnos! Raúl y yo íbamos a los almacenes “El Palacio de Hierro” y la “Casa Boker” a dejar los ojos en los departamentos de juguetería. Quedábamos deslumbrados por las bicicletas, triciclos, trenes eléctricos, pelotas, patines, balones de cuero, manoplas, pistolas y rifles de fulminantes, arcos y flechas con punta de goma, rompecabezas, barcos de madera, coches y aviones de cuerda, soldaditos de pasta o plomo con impedimenta de guerra; ejércitos de ellos, encabezados por una caballería de hermosos corceles y jinetes con uniforme de gala de vivos colores. Después las cureñas con cañones cortos, tanques con bandas goma, armones con ametralladoras y ambulancias, doctores, enfermeros y camilleros con brazalete de la Cruz Roja en el brazo derecho. El camino de regreso se nos iba en soñar. ¡Lo queríamos todo! Escribíamos largas listas de lo que deseábamos, sin reparar en nada, porque Santa Clos y los Reyes Magos complacían a los niños que pasaban de año en la escuela. Lejos estábamos de intuir las tribulaciones de nuestros padres para cumplir siquiera con un poco de lo que pedíamos”.
Para el pino de Juan Manuel no alcanzaban las pocas esferas, campanas de cartón, coronitas con ramilletes de flores de nochebuena y muñequitos de alambre y trapo que su mamá, año con año, envolvía en papel de china y guardaba con delicadeza en cajas de cartón. Entonces se recurría al heno, a moños de listón rojo, a las serpentinas chinas, a los copos de algodón y a las tiritas de papel de estaño que simulaban la escarcha invernal. Después, se distribuían dos docenas de velitas de cera que se enganchaban a las ramas con un broche metálico. Una vez encendidas, se apagaba el foco del comedor y el recinto quedaba cálidamente iluminado con el titilar de las flamas que arrancaban luminosos destellos de las esferas y la escarcha.
“¡Qué emoción, por Dios!” –exclamó con nostalgia y rápido observó: “Ni de broma descuidábamos las velas mientras ardían, ante el eminente peligro de que quemara el árbol; así pues, siempre existía un centinela de guardia con una buena jarra de agua a la mano”.
Los dos hermanos contaban el paso de los días aferrados a la esperanza de la reconciliación de su padre antes de lo establecido. ¿Será hoy? ¿Acaso mañana? ¿La próxima semana? Mas, era inútil anticipar lo ya programado. Por las noches, cuando regresaba del trabajo, no descubrían en su cara señal alguna: Siempre adusto, al igual que a lo largo de todo el año. ¿Cuándo y por qué se rompió entre sus padres la comunicación? Su infantil memoria no registraba ni lo uno ni lo otro.
¿La razón del distanciamiento? Muchos, muchos años después se enterarían: Al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente las exigencias de la familia, su mamá buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras. La decisión materna lastimó el amor propio paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la indiferencia acompañada del silencio.
“El día 24, todo era movimiento y nerviosidad –evocaba Juan Manuel-. Mi mamá se pasaba el día en la cocina preparando una cena de lujo y nosotros corriendo al mercado a comprar los olvidos. Felices íbamos y veníamos; la emoción nos aceleraba el corazón. Sabíamos que papá ahora llegaría con semblante sereno y cargando una botella de vino tinto y dos de sidra, mientras por la casa ya corrían los olores de la sopa de coles, de los romeritos, el pollo asado, las papas fritas, y la ensalada de Nochebuena. Que luego se bañaría y vestiría el traje dominguero, en tanto mi madre se daría tiempo de arreglarse con discreción. Que iríamos a la iglesia a dar gracias y regresaríamos sin pronunciar palabra. Que, con la incertidumbre golpeándonos el pecho, nos sentaríamos a la mesa ya dispuesta. Raúl y yo en cada una de las cabeceras y ellos en medio, frente a frente. ¿Sería ahora? Turbados empezaban a pronunciar monosílabos: “Buenas noches”, decía mi papá. “Buenas noches”, decía mi mamá. “Felicidades a todos”, deseaba mi papá. “Sí, felicidades a todos...”, deseaba mi mamá, siempre con la mirada fija en el mantel”.
“En silencio, Raúl buscaba mis ojos y yo los suyos. Eran optimistas mensajes cifrados. Así compartíamos el goce que nos invadía. Por ello, mucho nos cuidábamos de llamar la atención. No decíamos nada, no hacíamos ruido, sólo los mirábamos. “¿Brindamos?” –proponía mi papá. “Si...”, aceptaba mi mamá. “¿Un vaso de sidra?”, ofrecía mi papá. “Sí, como tú quieras...”, asentía mi mamá. Con mano firme mi padre aflojaba el corcho de la botella hasta dejarlo listo para salir disparado. Cuando el estallido se producía, todos reíamos y él servía. Pronto se levantaba; miraba a mi madre y luego a nosotros. Alzaba su vaso y nos deseaba felicidad. “¡Feliz Navidad!”, le respondíamos en coro. Entonces, por fin... ¡por fin sonreían los dos!”.
El ánimo parecía renacer en el espíritu de mi amigo..
“¡Ya te imaginarás! Empezábamos a cenar entre murmullos y risas contenidas. Con tropiezos cargados de embarazo, con embozadas cortesías, se arrastraba la plática. “¿Te gustó la sopa de coles?, mi madre preguntaba. “Claro” –aseguraba mi padre. “¿Y el trabajo?” “Como siempre, difícil; pero don Maximino me dio buen aguinaldo”. “¿Y el camión?” “A veces no camina bien, pero ni modo”. “¿Quieres más pollo?” “Sí, una pieza más; ¿y tú?” “No, ya no, fue suficiente”. “No hablo de eso, pregunto ¿y tú?” “¿Yo qué?” “Tú sabes...” “¡Ah!, bueno, como siempre, cosiendo”. Y luego las reservas, las indecisiones; desviando el compromiso nos preguntaban qué le pedíamos a Santa Clos. Cuando escuchaban la atropellada retahíla de cosas que cada uno deseaba, asombrados, se quedaban mirando. “¿Y ahora qué?”, parecían cuestionarse”.
Juan Manuel cerró los ojos en vano intento para frenar una lágrima. Aguardó por unos segundos; recuperó la respiración y trató de disculparse. Detuvo el intento y con renovada emoción, prosiguió:
“:Cuando aún no salía el sol, nos despertaban advirtiéndonos que ya había llegado Santa Clos. Como de rayo nos parábamos y acudíamos al árbol para descubrir bajo sus ramas los regalos concedidos. Unos deseados, otros no. Sin embargo, la verdadera dicha era verlos a nuestro lado con la alegría dibujada en sus rostros. Y después jugábamos; sí, ¡jugábamos los cuatro!”
En el transcurso de la semana la conversación no progresaba demasiado, pero tan poco decaía. En ocasiones todos acudían al cine, a pasear al Zócalo o a la Alameda. Eran alborozados días en los cuales el enojo se exiliaba del vínculo conyugal. En las caminatas disfrutaban de los algodones de azúcar, de las castañas asadas, de los buñuelos y el atole de fresa La cena de año nuevo, era calca de la celebrada en Nochebuena. No variaba el protocolo y no variaban los platillos. Pese a los abrazos emocionados y amorosos acompañando las doce campanadas, los hermanos sabían que el ensueño agonizaba. Al concluir la velada, así como se apagaba la última vela del árbol, así se apagaba la voz de sus padres.
Al otro día reaparecían los espacios de “dile a tu madre esto” y “dile a tu padre esto otro”. Los hijos tendrían que esperar hasta el nuevo diciembre. Mas, no todas las historias navideñas terminan como se sueñan. Un día, el padre ya no vislumbró la siguiente cena de reconciliación temporal; expiró despacio sin hablar con su esposa...
Juan Manuel volvió a enmudecer. Con semblante sombrío me arrebató la copa y al igual que la suya la llenó al borde. “¡Toma!”, me dijo enérgico al regresármela. Nervioso tomó otro cigarrillo y ahora si lo encendió tras de 20 años de no hacerlo. Aspiró y exhaló violento. Alterado, buscaba... buscaba valentía sin encontrarla. Una segunda fumada y sus ojos se colmaron de lágrimas; se había vencido. Con voz trémula, propuso:
-Brindemos, amigo, mi amigo de siempre. Hoy es Nochebuena. Quizá arriba de las estrellas, entre nubes de velas, esferas y escarcha, mis padres están volviendo a conversar. ¡Feliz mi hermano que los está escuchando!
Al otro lado de la ventana, en la casa de enfrente, el arbolito navideño cintilaba alegremente.

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