Monday, February 09, 2009

MEMORIAS DEL PASADO

MEMORIAS DEL PASADO
Por José Dávila Arellano.

En mi casa no hay televisión, ni control remoto. Tampoco X Box, ni computadora y por consecuencia imposible soñar con internet. De igual manera se carece de un iPod, consola de “cidis”, celular, cámara digital, y mucho menos un Home Theather.
Nada de nada. Vaya, ni siquiera un triste teléfono de mesa. Sin embargo, se vive bien…
Sólo existe un radio sobre una mesita de la recámara. Es un radio austero: un cajón de madera barnizada, una bocina oculta tras una tela de terciopelo carmesí, de pequeño cuadrante y dos perillas: una para calibrar el sonido y la otra para controlar el dial que sintoniza tan sólo tres estaciones radiofónicas.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento. Tiempos en los que se prevalece un cielo azul inmaculado, tiempos en donde se convive con respeto y decencia; tiempos en que se puede jugar en la calle o caminar a altas horas de noche sin temor alguno. Tiempos sin presiones, ni premuras ni depresiones ni calamidades ni amenazas ni secuestros o ejecuciones.
El aparato es un lujo que se permitió mi padre con dos propósitos: tener acceso a las noticias y como vínculo de unión familiar entorno a una programación que se concentra la mayor parte del día en escuchar música clásica y por la noche, programas de acción y de miedo.
Mi hermano y yo, por supuesto que nos abstenemos de prenderlo durante el día: la música de “buen gusto”...aburre. Sin embargo, por la noche, ya en cama, las circunstancias son diferentes.
¿Los programas preferidos?: las aventuras de Carlos Lacroix y su secretaria Margot, mujer de hierro que siempre obedece el mandato de su jefe investigador. “¡Dispara, Margot, dispara!” Y dispara sin perder tino. ¡Qué maravilla!
Cosa distinta resulta escuchar las narraciones de miedo del “Monje Loco” o “La Momia”: siniestros relatos con fondo de impactante música de órgano, aullidos de lobo, risas cavernosas y un chirriante arrastrar de cadenas, que nos hace temblar debajo de las cobijas, pero con la oreja siempre atenta al desenlace de la historia.
Época del despertar a la vida y poner los ojos en las niñas quinceañeras con faldas hasta los tobillos. Días inciertos que hacen latir fuerte el corazón y provocan relámpagos de intranquilidad. Miradas desmayadas que se evaden cuando topan con la jovencita que ya nos roba el sueño. Pánico de tocar su mano y fugaz placer cuando tímido le tomas por el brazo para atravesar la calle. El contacto de su tersa piel, estremece y deseas que perdure para siempre. ¿Declararle tu amor? ¡Imposible! La simple idea aterra, porque no sabes cómo empezar cuando la boca se seca atenazada por los nervios. Entonces, cómplices los dos, inician un secreto intercambio epistolar a través de una tercera persona.
Amores platónicos, amores escondidos, amores que duelen. Dudas que asaltan y maniatan sentimientos en flor. Y ella también es presa de la inquietud, de revelar su impaciencia. La sola idea espanta…
Armarte de valor, cuesta mucho trabajo. La sombra del rechazo amordaza y te prometes en vano que le declararás tu amor al día siguiente. Y cuando llega la hora de la verdad, retrocedes y postergas. Y así pasan los días, las semanas, hasta que por fin, tartamudeando confiesas y temes la respuesta.
Una tímida aceptación te sorprende, te hace volar a las nubes y te dispara el insomnio al pensar en darle el primer beso. Ella, nerviosa, lo desea y aguarda. “¿Cuándo, cuándo será?”, se preguntan los dos en silencio. “¿Acaso pecaremos?”
Es el hombre quien debe tomar la iniciativa, la mujer ¡nunca!
¿Cómo resolver el problema? Se requiere una buena dosis de valor. Decisión es lo que falta.
Al fin encuentras una solución: pedírselo por escrito. Retorno a los recados secretos. Ella lo abre y lee. Se ruboriza y con la mirada clavada en el suelo, acepta.
Tímido te acercas; ella cierra los ojos, levanta el rostro y abre sus delicados labios. El primer beso lo consumas…en su mejilla.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento.

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