Saturday, February 07, 2009

EL TRITURADOR

EL TRITURADOR
Por José Dávila Arellano.

Calles sucias y oscuras de barriada olvidada, tan olvidada que ya nadie se acuerda de su nombre cuando en el pasado fue una prometedora unidad habitacional.
Casas arrumbadas, abandonadas. Muros oscuros y carcomidos. Ventanas ciegas, lúgubres. Techos vencidos. Sin embargo, aún hay quien sin horizonte alguno, habita en algunas de ellas. Son los miserables, los apátridas. En conjunto, semejan fantasmas mudos, doblegados, que deambulan y se dispersan al amanecer de cada día, para retornar como sombras al anochecer y arrinconarse en el silencio de su miseria.
Después de medianoche es común la presencia de una camioneta negra. Misteriosa, siempre rueda lento. Transita por las mismas cuadras y dobla en las mismas esquinas, sin perder rumbo, hasta esfumarse en la oscuridad de un callejón. Antes de las primeras luces del alba, retorna por la misma ruta. Rodar lento envuelto en un velo siniestro.
Tal presencia intimida y nadie se aventura a cuestionar su origen y destino. Quienes conocen el motivo tampoco se atreven a develarlo. La vida les va en ello. En el ambiente se respira un aire de aprensión, de advertencia, de maldad.
En su interior siempre viajan cuatro personas. Los vidrios polarizados impiden vislumbrar las facciones de sus rostros. No hablan. Sólo miran al frente. Al llegar a su objetivo, bajan rápido, abren la cajuela, sacan un bulto que semeja un ser humano; no es en sí un ser humano: es un cadáver. Insensibles, penetran en una casa con portón de madera y remaches de fierro. Desaparecen en cuestión de segundos. A simple vista no es difícil adivinar que están perfectamente entrenados para cumplir su misión con limpieza, sin tropiezo alguno. Minutos después, reaparecen en la calle, abordan el vehículo y se retiran sin premura alguna. Son integrantes de un cartel de narcotraficantes.
Así, todos los días, semanas, meses, años quizá…
En la misteriosa vivienda se aloja un hombre maduro. Rostro duro, insensible. Mirada torva, intimidatoria. Se le conoce con el apodo de “El Triturador”; se dedica a desintegrar cuerpos humanos. Él no hace preguntas. No le interesa saber quién es la nueva víctima, en qué laboraba, el por qué lo asesinaron, ni tampoco si era rico pobre, soltero o casado. Simplemente cumple con su tarea. A cambio recibe una sustanciosa mesada.
En un barril hierve agua y la mezcla con dos o tres costales de sosa cáustica. La fórmula depende de la masa corporal del “encargo”. Previsor a la agresiva contaminación ambiental, se protege el rostro con una máscara, el cuerpo con un grueso mandil y las manos con guantes de asbesto. Su aspecto se torna aún más diabólico.
Cuando la mezcolanza está lista, es el momento de vaciar en su interior al candidato en turno. ¿Él tiempo de cocción?: promedio de ocho horas. Dantesco espectáculo resulta presenciar cómo se zarandea el cuerpo; escenas escalofriantes que sólo un desequilibrado mental puede atestiguar. Finalmente todo queda reducido a una especie de revoltijo lechoso. ¿Los únicos residuos? Acaso dientes postizos y uñas de manos o pies, restos que rociará con gasolina y les prenderá fuego..
Vanidoso de su tarea, sin temor a ser descubierto, lleva un registro puntual de su “profesión”: una bitácora que rebasa ¡tres centenas de cadáveres!
Quizá podría pensarse que es una locura poseer una prueba contundente del perverso proceder. Sin embargo, avieso, el Triturador sabe perfectamente que no se le puede acusar de asesinato o cómplice del mismo. Legalmente, disolver cuerpos humanos no es delito grave…
Al respecto, reflexiona con sangre fría: “¿Acaso en los panteones no existen crematorios?”

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