Saturday, January 03, 2009

LA CONFESIÓN DE APOLONIO

LA CONFESIÓN DE APOLONIO.
Por José Dávila A.

La enorme nave de la iglesia estaba en silencio y sólo iluminada a intervalos por los rayos del sol del atardecer que se colaban por su altos ventanales. Un ejército de bancas de madera fue testigo de la presencia de un joven sacerdote con sotana negra, escapulario a la cintura y misal en mano, quien al pasar frente al altar mayor, bajó la cabeza en señal de reverencia al Altísimo, se persignó, y prosiguió su camino hacia el confesionario en donde ceremoniosamente se encerró.
Tras rezar un padrenuestro, descubrió el velo de la ventanilla izquierda y con voz baja, susurró: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. A continuación, expresó: “Te escucho, hijo mío; confiesa tus pecados”.
Fuera del confesionario, hincado en un reclinatorio, estaba un hombre calvo, de rostro demacrado, tupida ceja, ojeroso, poblada barba, de edad avanzada y ciertamente decaído.
-Me llamo Apolonio, padre, pero de cariño me dicen “Apo” –advirtió arrastrando una voz cascada.
-¿Qué puedo hacer por ti, Apolonio?
-Aquí en confianza, mejor dígame “Apo”, es más fácil y familiar.
-Está bien Apo, siempre es bueno confesarse cuando empieza un nuevo año.
-¿Cómo? Este…bueno…no sé…yo sólo venía a…
-No te avergüences, hijo mío. Comprendo, anda, te escucho- insistió el confesor.
-Apo, padre, Apo.
-Está bien Apo, dime tus pecados -apresuró el religioso.
- Es que ya estoy tan viejo que ya ni me acuerdo qué debo confesar…
- Tus pecados, hijo; abre tu corazón a Dios y confiesa tus tormentos.
-¿Tormentos? ¿Cuáles tormentos? No me asuste padre.
-Está bien, Apo, está bien. Me refiero a tus faltas.
-¿Pues ya cuales padre? Nomás dígame a los 79 años de años ¿qué puedo confesar…?
-Algo que te atormente y quieras arrepentirte.
-Viera que no, padrecito. Nunca me he visto en la hoguera del martirio –aseguró Apo.
-Vamos, vamos. ¡De algo podrás acordarte! -.empezó a desesperar el eclesiástico- ¡De algo tendrás que arrepentirte!
- Pues sí, ¿pero como de qué…? –ahora si confesó ignorancia el anciano.
--No lo sé, tú mejor que nadie lo sabrá.
-Bueno, pues veo la televisión.
-Todos vemos la televisión, hijo mío; eso no es pecado- aceptó el padre en tono conciliador.
-¿Hasta las telenovelas?
-Bueno…pues sí.
-Entonces me confieso que se me brincan las lágrimas cuando sale en la pantalla una mujer en ropíta interior.
-¡Calla! ¡Es el diablo quien guía tu conciencia!
-¿Seguro, padre?
-¡Segurísimo!
-No padre, no tan sólo son las lágrimas; también el corazón se me altera como si fuera un tambor.
-A ver, vamos por el principio: ¿Estas casado?
-Lo estuve, padrecito. Creo que con siete mujeres.
-¡Siete veces! ¿Esposas o amantes?
-No padre, se lo juró, no fueron amantes.
-¿Entonces no vivías en amasiato?
-Tampoco, padrecito, por éstas que no –confirmó Apo
-Pues no te entiendo…
-Estuve casado siete veces con todas de la ley; se lo prometo –acentuó con vehemencia el viejo haciendo con la mano derecha la señal de la cruz y besándola con vehemencia.
-¿Al mismo tiempo, Apo? –exclamó con asombró el confesor.
-¡Ni Dios los quiera, padre, me hubiera vuelto loco!
-Perdón, perdón, hijo mío; es que me alarmas con todo lo que dices. A ver, dime, porque hablas de que “tuviste…”
-Porque toditas se murieron padre.
-¿Todas se fueron al cielo?
-A lo mejor, padre. La verdad no lo sé, nunca las vi volar.
-¡No seas…no seas…! Mejor, mejor prosigue.
-Debo advertirle que todas eran buenas personas. Creo que la primera era cuando tenía 23 años de edad. Lo que no me acuerdo es si fue Elena, Casimira, Elodia, Eduarda, Dolores o Crisanta. ¡Sí, sí…fue Crisanta!
-¿Y de qué murieron, hijo mío? –preguntó curioso el confesor.
-Pues a Elena la atropelló una bicicleta; Casimira se intoxicó con taco de carnitas; Elodia, se resbaló en la tina del baño; Eduarda se cayó de un balcón de tres pisos de altura, cuando regaba sus macetas Y Dolores, creo que de mal de ojo; bueno eso me dijo la yerbera Juliana, buena mujer de de los rumbos de Río Frío, que hacía pócimas para el dolor de tripas. De las demás, la verdad que ya ni me acuerdo. Pero ha sido muy triste, padrecito, muy triste. Siempre viudo y viudo, una y otra vez...
-Así lo quiso el Señor –advirtió con resignación el clérigo.
Después de un respetuoso minuto de silencio, se animó a preguntar: “¿Y cuántos hijos tuviste, hijo mío?”
--Ninguno, padrecito -aseguró el ya casi octogenario.
-¡¿Ninguno?!
-No hubo tiempo.
-¿Cómo qué no hubo tiempo?
-Pues ya sabe lo caprichosas que son las mujeres. No siempre a las primeras de cambio encargan. La verdad que algunas me salieron “saladas” y con el resto que estaba más puesto que un tigre….pues ya era tarde
-¿Tarde? ¿Por qué?
-Pues, pues…cosas de la edad, Usted entiende, ¿no?: me pegó el climaterio masculino.
-¿Climaterio masculino? No entiendo, hijo. Querrás decir andropausia
-¡Pues eso mismo! La mera verdad que ya no podía: mi cabeza decía que si, pero, pero, lo principal decía que no. Entonces, cuando mucho se trataba de unos besitos y ya… ¿Ahora me comprende?
-Lástima, digo, ni modo, hijo, ni modo; así es la vida. Con el tiempo van mermando muchas cosas. ¿Cuándo te casaste por última vez? –preguntó curioso el sacerdote.
.Pues hora lo verá, como hace un mes.
-¿Un mes? Entonces tienes una esposa viva.
-No padre, tampoco; se murió de un aire en el pecho. No le digo que tengo mala suerte.
-Olvídate de las muertitas, hijo. Dime, estoy seguro de que alguna vez has pecado de pensamiento, palabra u omisión. ¿No es así?
- No, viera que no. Soy bien portado y mejor hablado.
-¡Entonces que deseas confesar! – gritó con desespero el pobre párroco.
Dudando un poco, Apo decidió decir verdad: “Es que no vine a confesarme, padre”.
-¿Entonces?
-Vine a pedirle me conceda una fecha para casarme otra vez, eso sí, por la santa iglesia como Dios manda…

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