Thursday, May 15, 2008

NARRACIONES DE UN PENSIONADO

NARRACIONES DE UN PENSIONADO

Por José Dávila Arellano.


Aprendí a escucharle atento; su conversación me gustaba.

Era pensionado, al igual que yo; sin embargo, en su época de oro fue un reconocido periodista. La gente que lo admiraba se dirigía a él con un respetuoso “señor escritor”. .Siempre nos reuníamos al atardecer de cada día martes en la misma banca de una arbolada plazuela y siempre él, con semblante gozoso, empezaba a evocar sus glorias de antaño. Aquel hombre, de paso renqueante, había vivido con gran intensidad y tenía mucho, muchísimo que contar; es por ello que bajo el brazo, siempre acunaba su libreta de apuntes. En sus páginas se resumía todas sus aventuras y desventuras. Odiaba la idea de vaciar tales experiencias en un “Diario” quinceañero. Su nombre: Augusto. Así, a secas.

-¡El único diario en el que he trabajado fue mi periódico! –advertía molesto.

Aunque ya cargaba en sus hombros el peso del tiempo, todavía se le advertía firme. Sin embargo, en la mirada asomaba la niebla de la añoranza que le causaba el recuerdo.

En esta ocasión don Augusto se mostraba nervioso, inquieto. Su inseparable amigo de la calle, porque en la calle se habían conocido y en la calle siempre se encontraban para encaminar sus pasos hacia el resguardo de un jardincillo en donde se encontraba su banca favorita, no se atrevía a preguntar el motivo de su disgusto, so pena de recibir una colérica reprimenda. Juntos parecían el remedo de don Quijote y Sancho Panza.

Así pues, en silencio se acomodaron en su guarida y permanecieron en silencio.

Don Augusto, fumador empedernido, fumaba sin cesar, exhalando el humo como un búfalo en celo. Tal parecía que con ello daba rienda suelta a su mal humor. Tras encender un nuevo cigarrillo, comentó entre dientes: “No habrá nada…”

Su amigo, tomado por sorpresa, se atrevió a cuestionarle en voz baja:

-¿Cómo dice, don Augusto?

-¿Acaso está sordo? –éste reclamó y en voz alta repitió lento, pero con todos los decibeles de que aún eran capaces sus cuerdas vocales:

-¡Qué-no- habrá- nada!

-¿Nada? ¿Nada de qué, don?

-¡De que no habrá aumento a nuestras miserables pensiones!

-Pero si el gobierno prometió…

-El gobierno, sí claro, el gobierno, ¡Usted siempre cree en lo que dice el gobierno!

El amigo, dubitativo, se atrevió a comentar:

-¿Es que acaso tenemos otra esperanza?

Don Augusto, tiró su humeante colilla. Rumiando por lo bajo, destemplado, empezó a buscar con enojo en todos sus bolsillos, hasta encontrar la ajada cajetilla de cigarrillos. Sacó uno con precipitación, se lo llevó a los labios y luego lo encendió cuando saltó la flama del cerillo.

Una fumada; una más y siguió otra y otra más. Don Augusto se removía inquieto, como buscando con quién o dónde descargar su ira. “¡Así que nada de nada! Somos menos que seres desechables, después de que nos han exprimido hasta el tuétano”, maldijo.

-Cierto, don Augusto.

-¡Qué piensan esos idiotas! ¡Que con nuestra mísera pensión podemos irnos de vacaciones a la Riviera francesa!

-No desde luego que no…

-¡Carajo, apenas alcanza para pagar la renta de un maldito cuarto, pan, leche y cigarros!

-Yo no gasto en cigarros –acotó el amigo.

-¡¿Entonces en qué los gasta?!

-En un plato de frijoles. Al menos, eso no me falta todos los días.

-¡Pues debía de fumar para que se diera cuenta como vuelan los centavos!

Impresionado el amigo por la respuesta, se concedió ánimos para advertir sin convicción: “Tiene razón don, lo pensaré…”

El “don” asintió con la cabeza y luego, susurrando, evocó: “Ah, qué días aquellos”

-¿Cuáles, señor?

-Mis tiempos de periodista, ¡cuáles si no! Entonces vivía bien. No era salariado, era “free lance”
-Free… ¿qué?

-Free lance; así se dice en extranjero cuando se es colaborador libre. Escribía mis columnas, reflexiones y ensayos en diversos periódicos y siempre de política, el tema que más me dejaba. No sólo dinero; sino una montaña de alabanzas, banquetes, cenas, mujeres, bebidas, regalos, viajes. ¡Qué época más maravillosa! El mundo lo tenía aquí ¡en mi mano! Y…
-¿Y…?
-De mi mano se me fue –confesó don Augusto, con atisbos de arrepentimiento-. No supe prever, menos aún ahorrar. Estaba henchido de soberbia. Creí que todo sería para siempre. Me había convertido en el columnista estrella, todo mundo me temía… ¡hasta que me estrellé
!
-¿Cómo?

-Sí, me estrellé con mi automóvil. Conducía inconsciente; para decirlo claro, borracho hasta las orejas. Y la borrachera me heredó un nuevo título: “Pensionado por invalidez”.

-Lo siento don Augusto.

-¡No requiero de su lástima!

-No, no, señor, no es lástima, es tan solo que…

-¿Y sabe qué es lo que más me indigna?

-No, no lo sé.

-Que ahora todos los pensionados, cada seis meses, tenemos que hacer cola ante una ventanilla, para dar fe de estar vivos ante un burócrata de pacotilla.

-¿Cómo? ¿Cada seis meses tenemos que qué…?

-Dar fe de que estamos vivitos y coleando, amigo mío. De lo contrario nos cancelarán la pensión.

-Pero es que eso es más humillante que la miserable dádiva.

Entonces, inconsciente, el viejo Augusto, explotó: “Cierto. Pero van a ver; ¡mañana mismo lo voy a escribir en el periódico!

La utopía, lentamente, se fue diluyendo con las primeras tinieblas del anochecer, así como las sombras encorvadas de los dos amigos.


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