Monday, February 04, 2008

LA GRAN BATALLA

LA GRAN BATALLA
Por Josè Dàvila Arellano.

Hacia el filo del mediodía me apresté para la gran batalla. Para ello tenía que protegerme con mi mejor armadura: casco, uniforme de campaña, grueso cinturón con hebilla de plata, par de botas, guantes de fina piel, fusta y gafas oscuras. Momentos después, valiente, me lancé a la calle.
Iba a librar una cruzada en un vasto y complicado terreno, pleno de corredores y cruces propios de un complejo laberinto, en donde los combatientes se mezclaban entre sí para demandar su tributo de guerra.
¿El centro de operaciones? Un supermercado transnacional…
Incapacitado físicamente por las heridas causadas en pasadas contiendas, por supuesto que no pertenecía a un destacamento de infantería, sino a una brigada motorizada. Para tal objeto monté con gallardía en un carrito eléctrico con una cesta de alambre al frente, como un escudo para soportar el embate de otros vehículos blindados de mayor capacidad de carga que surgían por doquier, chocando, esquivando, zigzagueando o aparentemente abandonados en estado de alerta.
Desde temprana hora se había iniciado un fuego cruzado. El multitudinario enemigo nunca miraba de frente a su más próximo contendiente; con semblante huraño y patente nerviosismo, se apresuraba por capturar los productos que se amontonaban en diversos exhibidores. Nervioso, pero con ojo clínico, escogía los mejores trofeos, atractivos y maduros. Su vital comportamiento, semejaba a la serpiente ante la que sucumbieron Adán y Eva.
El arrebato era cruel y despiadado. Cuando estaban a `punto de extinguirse las existencias en algunos anaqueles, de inmediato se escuchaba en el etéreo espacio una voz de alerta. Como por obra de magia surgían entre silenciosos portones, neutrales y resignados voluntarios, transportando nuevo avituallamiento para no conceder respiro al combate.
La competencia no desmayaba. Los famosos carritos, que superaban mi hidalgo transporte, lucían cerros de mercancía que amenazaban con desbordarse, en tanto que otros, más humildes, apenas mostraban cuatro o cinco víctimas encarceladas.
Por mi parte, veterano condecorado, ya había logrado mis propias conquistas: pan, verduras, frutas, tortillas, papas, ajos, aguacates, lechugas, jugos, cebollas, ajos, filetes de pescado y cuando me disponía a victimar chícharos, jitomates y atún, surgió a mi lado otro guerrero con similar, pero más moderno trasporte eléctrico.
Ambos, impulsivamente frenamos, quedando frente a frente. Nos observamos de pies a cabeza y después comparamos nuestras valiosas capturas. En tal revisión nos encontrábamos, cuando de nuevo se escuchó esa voz impersonal, anunciando que sólo quedaba un pollo a la leña y que dilatarían dos horas en freír nuevas víctimas. Un mismo pensamiento cruzó por nuestras mentes. Al unísono aceleramos nuestros coches, escogiendo distintas rutas.
¡Se iniciaba una ofensiva sin cuartel!
En tanto mi rival escogía el derrotero, panadería, carnes frías, lácteos, semillas, quesos y aderezos para aterrizar en el objetivo clave, el área de comida rápida, yo, sobreviviente de incontables escaramuzas, me lancé por conocidos atajos, convencido de la victoria.
Con la adrenalina desatada, acelerando a toda máquina (15 metros por minuto), penetré en el área de ropa íntima de mujer, recreando la pupila en especímenes femeninos que con minúsculos atuendos mostraban con desbordante esplendor la doble tracción delantera, sin menospreciar la provocativa redondez de la anatomía posterior, así como tentadoras y firmes piernas bronceadas por el sol caribeño.
Gracias a mi capacidad de concentración, no me dejé atrapar por tan irresistible y desenfadada seducción, dando un golpe de timón por el área de ropa de caballeros ( en la cual no existía asomo de esparcimiento), proseguí por el andador de llantas y lubricantes para automóviles, viré en diagonal por tapetes y alfombras, cruce por la zona deportiva, después libré el corredor de herramientas, fugaz dejé atrás la estantería de juguetes, y al rodear la exhibición de aparatos electrónicos, consciente de que el triunfo estaba al alcance de mi mano, en el último viraje lindando con el área de cosméticos, me topé de frente con una maraña de carritos estacionados al desgaire.
Para mi desesperación, sus respectivas conductoras, con el celular pegado a la oreja, no se decidían por una increíble variedad de cremas para suavizar, depilar la piel o adelgazar la cintura; jabones rejuvenecedores, tintes y tónicos para el cabello, uñas postizas, pelucas de todos colores y sabores, sugestivos desodorantes, miel de abeja para las pecas, sensuales lociones, polvos diversos, sugerentes abanico de “lipsticks”, minúsculos rizadores, peinetas de carey, polveras fosforescentes, secadores de cabello con memoria propia, polvos mágicos para las arrugas, descomunales pestañas y hasta remedios para los callos.
El pánico me sobrecogió: estaba bloqueado a unos cuantos metros de la conquista final. Decidido, con admirable valor, consciente de mi reputación de reconocido estratega, cerré los ojos y, determinado, aceleré a fondo mi cabalgadura mecánica para impactarme contra tan intrincado obstáculo. El estruendo fue de órdago; los carritos de referencia, como pinos de boliche, salieron disparados en diferentes direcciones, en tanto que mi trayectoria no había variado y a la vista se perfilaba el horno a la leña.
Fue cuestión de una fracción de segundo…
Del corredor de detergentes, como por obra del diablo, apareció una señora con talla de paquidermo y una impresionante cadera que obstruía todo el pasillo. Lento era su paso y sus gigantescos globos traseros danzaban al ritmo de una cadencia macabra.
Resignado, con la derrota a cuestas, dos horas después al fin adquirí mi pollo…

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