Monday, February 04, 2008

DUELO PERPETUO

DUELO PERPETUO

Por Josè Dàvila Arellano.


Otro año más que se inicia sepultando aún más el silencio de la historia. Ni esperanza de resurrección…
El tiempo se escurre tan veloz, que en su sigilosa marcha, devora horas, días y meses. En un abrir y cerrar de ojos se cumplirán cuarenta años de la tragedia. Y hoy, como siempre, inició el doloroso ritual. Soy hombre solitario y doblado por el tiempo. Con la tristeza atrapada en el alma, tomó papel y pluma. Por un segundo respiró profundo y con mano temblorosa empiezo a escribir al remitente.
Anotó el día, el mes y, como siempre, olvidándome del año, subrayó: “Dos de octubre”.
Así, nada más. Luego, lento, empiezo a liberar los sentimientos contenidos a lo largo de un año más de luto.
“Hoy, hermano, amigo mío, el campanario de la iglesia aún repica a muerto y no sé dónde ofrendar una flor en tu recuerdo. ¿En que fosa reposan tus huesos? ¿Lo sabes tú? No, tampoco lo sabes, porque te negaron la gracia de conocer dónde acabarías pudriéndote.
Sí, un día como el de hoy, el de tu cumpleaños, te extraviaste; desapareciste, como desaparecieron decenas de tus compañeros en el quijotesco y valeroso arrebato de afrontar al poder supremo. Tu incierto destino se resumió en una palabra: “Desaparecido”. ¡Qué afrenta a la verdad! “Desaparecido”. ¡Qué afrenta a la conciencia humana! “Desaparecido”: ¡Grotesca solución para embozar tu asesinato!
Y aquí estoy, como siempre, escribiéndote una carta más de felicitación. ¿Felicitación? ¡Vaya ironía! ¿De qué puedo felicitarte si estás muerto, cuando debías estar vivo?
¡Claro que estás muerto! Por supuesto que fuiste ultimado. Es indudable que en tus desbordados empeños jamás pensaste topar con una bala, la punta de una bayoneta o el inmisericorde tolete del granadero. De pronto, ya nadie te vio. Tu madre se derrumbó en el llanto y tu padre enmudeció de impotencia. Duelo perpetuo...
A ellos también les arrebataron el último anhelo: en dónde rendirte una oración.
Una noche, una madrugada o en un claro amanecer, sólo nos dejaste el recuerdo; en una calle, en un callejón o en un salón de clases, te extinguiste, te disolviste, te hiciste polvo. Nunca se supo más de ti. ¡Por Dios!, ni siquiera el verdugo que mataba sin preguntar, lo sabe ¿Yaces en una fosa común del campo militar, en las entrañas del desierto o en las profundidades del mar? ¡Qué diablos importa ya! Finalmente, fuiste carroña de la impunidad.
Cuando firme y gallardo marchaste por las calles al lado del rector de la Universidad, porque tu alma mater había sido ultrajada, empezaste a morir envuelto en un sudario de pasiones desatadas. Con el espíritu herido, caminabas solidario apostando tu vida a una sola carta: la justicia. No te importaba desafiar la temible presencia de las tanquetas de asalto; esos siniestros armatostes sin rostro y con entrañas de guerra .
Soñador, repartías volantes en las calles, organizabas mítines en los mercados y plazas públicas, pintabas consignas en las paredes, asistías a reuniones clandestinas, y en una alcancía de hojalata con la blanca paloma de la paz dibujada, suplicabas unas monedas para mantener viva la protesta.
. Al paso de los días, ya eras parte de un incontenible torbellino social que rechazaba el autoritarismo, dando nacimiento al suceso más importante del siglo pasado, epopeya que, en la brutal matanza de la Plaza de las Tres Culturas, fue decapitada. Retador, pues, te convertiste en una amenaza, en un enemigo a vencer.
Hábil, sorteabas el peligro; burlabas las emboscadas y eludías la cobarde persecución. Al final de cada escalofriante evasión, sonreías nervioso, con el pasmo en la mente, el temblor en las piernas, y el miedo anidado en el corazón. Sudabas frío, pero vivías momentos de gloria. Idealista, obedecías los dictados de tu conciencia. No deseabas una vida que fuese indiferente.
¿Cuántas veces libraste una y otra vez el embate policial o la fuerza militar? Y después, cuando surgía silencioso el fantasma de la noche, el siniestro cuerpo especial de paracaidismo que a fuego de metralla tomaba en fugaz asalto los planteles en huelga para dejar tras de sí arroyos de sangre, ¿cuántas veces, milagrosamente, salvaste el pellejo?
Hasta que un día...
¿Te acuerdas de la manifestación del silencio? Impresionante, multitudinaria marcha histórica. ¿Te acuerdas de la entrada triunfal al Zócalo? ¡Cómo olvidarlo! Las campanas al vuelo de la Catedral eran un himno a la alegría. Yo te vi feliz, amordazado por voluntad propia, con los ojos anegados de emoción y el pecho henchido de ilusión. Contigo iban tus compañeros y también el pueblo; ese pueblo despertando del letargo. Mientras, un oscuro Palacio Nacional, era mudo testigo. Nadie podía adivinarlo: muy lejos de ahí, en las tinieblas del rencor y la soberbia ya se fraguaba la bestial matanza.
Después, nada. Ni una huella tuya. Nada...
Más, el tiempo es juez implacable. Ya dictó sentencia. Finalmente, triunfaste. El sacrificio no fue vano. Tu voz cada vez se escucha más fuerte. Aquel grito libertario jamás se olvidará. Por fin soplan vientos de esperanza, esa esperanza germinada en ti.
En cada nueva alborada quisiera adivinarte en un apacible jirón de nube, en el luminoso parpadear de una estrella o en la borrasca incontenible de un huracán, porque así eras en vida: sereno, brillante y recio.
Hermano, amigo mío, hoy es tu cumpleaños y el campanario de la iglesia aún repica a muerto y aquí tengo una flor sin saber dónde dejarla...”
Doblé la hoja y la metí en un sobre sin dirección. Acto seguido la guardé en una caja de madera en donde reposban otras treinta y nueve cartas más...

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