Friday, August 31, 2007

VIDA DE PERRO

VIDA DE PERRO
Por José Dávila A.

Llevaba vida de perro, porque era un perro callejero.
Nada que ver con la alta aristocracia de los dálmata, pointer, terrier, afgano, collie, chow-chow, labrador, pastor alemán, samoyedo y demás corte palaciega con pedigrí como acta de nacimiento. Menos aún terranova o San Bernardo. Vaya ni sabueso o de caza; guía de ciegos, escucha de sordos o rastreador de drogas. No, absolutamente nada de que presumir.
Abandonado desde tierna edad, su imagen era dolorosa. Caminaba lento y sin rumbo en busca de un mendrugo que comer o de una charca en donde beber. A cada paso, sus omoplatos sobresalían sobre un escuálido lomo en donde se podía contar las vértebras, así como las costillas que semejaban teclas de piano viejo. Por supuesto, los dientes lucían amarillentos, la lengua de fuera y el rabo oculto entre las patas traseras. Su estampa, pues, era de triste derrota, a la que se añadían unos ojos lagañosos, el pelaje pulgoso, las orejas pobladas de garrapatas y sin duda alguna, lombriciento.
En pocas palabras era un milagro viviente. Vaya, ni siquiera sabía que era el mejor amigo del hombre desde hace más o menos 14 mil años. Lo anterior lo afirmaban testimonios de arqueólogos que habían descubierto su imagen en pinturas rupestres o huesos caninos en un entierro persa correspondiente al siglo V antes de Cristo.
Como consecuencia de lo anterior, lo que menos le interesaba era su origen, si descendía del lobo, si estaba dotado para arrear ganado, arrastrar trineos o poseer el fino olfato de cazador. Él tan sólo deseaba comer y un rincón en donde se encontrara a salvo de maldiciones, golpes y patadas, que le propinaba ese espécimen inteligente llamado hombre. Si hubiera escuchado hablar del suicidio, no lo pensaría dos veces. Así de desgraciada era su vida.
Sin embargo, un golpe de suerte se atravesó en su camino: topó con un viejo feliz. En la calle, dormía plácidamente sobre su costal de pepenador. Su rostro era el de un bendito. Su semblante tan sereno como el de un niño bien amado y un atisbo de sonrisa a flor de labios. La pátina del tiempo que estaba hincada en su maraña de arrugas, hablaba de muchos ayeres de libertad.
La crecida barba blanca iluminaba la tez cobriza quemada por los rayos del sol. Su cabeza reposaba sobre el brazo derecho; el izquierdo se mantenía inerte sobre el pecho. La respiración era profunda, tranquila. Para el anciano, nada ni nadie ni siquiera el ruido del tráfago urbano, turbaba su tregua pactada con la vida.
Descansaba ajeno a toda preocupación. ¿Qué podría sobresaltarle? Nada. No se afanaba por pagar impuestos. De hambre no tenía síntomas. De miedo tampoco. ¿Quién desearía sus atesoradas pertenencias? ¿Quién envidiaría su precario costal? ¿Quién osaría arrebatarle un apaleado sombrero de fieltro tan patrimonial como su propia edad? ¿Quién podría despojarle de un saco sucio, sin bolsas ni solapas, heredado en el vagar de sus años errantes? ¿Quién se atrevería a quitarle el pantalón remendado o los zapatos agobiados de aplanar tanto asfalto?
El instinto del perro faldero no se equivocó. Había encontrado a su protector: un hombre tan humilde como él, pero sin preocupación que nublara su vida. Por varios minutos lo observó con una mirada en donde cintilaba la nobleza. Sus ojos se convirtieron en dos esferitas de miel y sus orejas se pusieron en alto como un par de banderillas en todo lo alto en el morro de un toro de lidia.
Atento, empezó a mover su cola, al tiempo que comenzó a gemir bajo para despertarlo sin sobresaltos. Cuando el anciano se avivó y le vio, adivinó todas las desgracias del animalito. Sin dejar de sonreír, de un bolso sacó un pedazo de pan y se lo ofreció. El perro, sin dudarlo, se acercó confiado y con admirable delicadeza atrapó el alimento con sus dientes. En un santiamén se lo devoró y movió con mayor ímpetu su cola.
El viejo no lo dudó: le ofreció el resto del pan que había guardado para su cena y cuando el perro lo engulló, estiró su mano para acariciarle. Después lo atrajo hacia él, lo arropó contra su pecho, le besó la cabeza y los dos se quedaron dormidos.

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