Saturday, June 30, 2007

LA CASA DE LOS ESPEJOS

LA CASA DE LOS ESPEJOS

Por José Dávila A.



Daniel era todo un caballero... Así siempre se le distinguió, pero nada tenía que ver con Sir Lancelot.

Hombre tranquilo, muy tranquilo; honrado, leal, respetuoso. Callado. Demasiado fiel, servicial, gentil y modesto. “Es toda nobleza, siempre cede y sólo piensa en complacer a los demás y nunca en satisfacer sus propios deseos. Es un pobre idealista. ¡Vaya estúpido!” –se comentaba con desdén.

Arrastrado por su rectitud ofrecía amistad a quien la requería sin ser comprendida su desmedida generosidad. Daniel pertenecía a esa clase de ser humano en peligro de extinción que se quitaba el pan de la boca para dárselo al que más lo necesitaba. Asimismo, en varias ocasiones, se enamoró entregando sin condición sus más caros sentimientos; sin embargo, nunca fue correspondido y se le reprobó porque “era demasiado complaciente e incapaz de tomar una decisión propia”.

Tras los repetidos fracasos sentimentales, nació un gran vacío en su interior cerrándole el camino al amor y al aprecio personal. Buscaba en su interior y no encontraba huella de una inquietud, una nueva pasión o un deseo.

Desconcertado, pensó que le habían robado el alma. Entonces se sintió desamparado; su corazón se había convertido en una piedra. La brutal soledad en que se encerró, le golpeaba con mayor fuerza y la desolación se convirtió en compañera de cabecera. A modo de recompensa, vivía con cierta serenidad: ya no padecía desengaños, recriminaciones, burlas o exigencias. Pero tampoco tenía con quien compartirse así mismo.

Daniel estaba harto de culminar su jornada de trabajo bebiendo una copa en la barra de un bar, en donde la mayoría de la gente estaba en solitario concentrada en su bebida y sosteniendo entre sus dedos un humeante cigarrillo.

Entonces ideó rodearse de amigos que no fueran prisioneros de tan estresante comportamiento. Algo semejante a la clonación. Deseaba que pensaran y se comportaran como él. Para ello, las paredes de cada una de las habitaciones de su casa las revistió de espejos.

Sí de espejos... El dispositivo más sencillo para manifestarse así mismo.

Sin embargo, ninguno de ellos debería reflejar su imagen y semejanza. Tendrían que distorsionar su físico para sentirse rodeado de seres desiguales, de fantasmas vivientes.

Para ello mandó fabricar, a su capricho, una combinación de espejos cóncavos, convexos y concaconvexos de diversos espesores. De esta manera logró envolverse de figuras espectrales: hombres cabezones de cuerpo ondulado y piernas mochas; hombres más delgados que una caña con manos y pies tan largos como zancos; altos de cabeza aplastada, brazos regordetes y vientre obeso; hombres narigones con cuello de avestruz y patas de pollo; hombres chaparros y melenudos con el rostro cuadrado soldada a los hombros y liadas las piernas al pecho.

Así, por doquier que deambulaba, platicaba con personas exóticas a quienes bautizaba a diario con nombres diferentes. Si por la mañana saludaba a Dámaso, por la tarde le llamaba Ambrosio y por la noche le identificaba como Alfredo. Igual acontecía con todos los demás. De esta forma, aumentaba el caudal de su agenda personal.

En efecto, la casa de los espejos tenía un encanto mágico. El rol se había transformado. Ahora sus inquilinos le complacían a él.

Sin duda alguna, su estancia preferida era el pequeño estudio de trabajo. Parecía una antigua peluquería de barrio en donde la colocación de los espejos en los cuatro muros multiplicaba la imagen de los parroquianos. De esta manera, hacia cualquier pared que volteara podía dialogar con la diversidad infinita de un individuo diferente.

Por otra parte, sala, comedor y cocina eran más discretos con relación a las reproducciones humanas, pero su recámara tenía un toque especial. Como en los hoteles de mala nota, dispuso un gran espejo en el techo; de esta manera se sentía eróticamente acompañado de la mujer siempre anhelada.

Daniel creía haber dado en el clavo; se sentía aceptado y por tanto feliz.

Con todos los huéspedes se llevaba de maravilla al intercambiar las mismas afinidades Si leía el periódico, obviamente los demás se conducían idéntico: hojeaban el mismo libro, escuchaban las mismas noticias, fumaban los mismos cigarros, degustaban los mismos alimentos, se distraían con la misma música y debatían sin contradicciones los mismos tópicos.

Era asombroso. Nunca, pues, un desaire, una discusión... una despedida. Todos estaban de acuerdo; actuaban y pensaban igual. En el estudio, Daniel hablaba de política; en la sala de los principales sucesos que le daban la vuelta al mundo; en el comedor de la carestía de la vida, en la cocina del arte culinario, en la recámara jugueteaba sensualmente con palabras de doble sentido y en el baño, en donde existía el único espejo plano de la casa, enmudecía.

Cuando se veía sin máscaras ni deformaciones corporales, cuando topaba con sus facciones reales, huérfano del espejismo de su clan de monstruos, callaba; sus ojos lentamente se enrojecían y daban paso franco a un llanto interminable..

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