Tuesday, June 19, 2007

EL TEMPORAL

EL TEMPORAL

Por José Dávila A.

-Va haber hambre, si señor...
Don Eustaquio, con el desconsuelo y la resignación enganchados en su rostro enjuto, observa la desolación que le rodea. Encorvado por su vejez, con los brazos caídos, una camisa raída y un sucio pantalón de manta arremangado hasta las rodillas, mira con impotencia su corral. La tormenta todo lo devastó; casa, siembra, plantas y árboles, yacen ahogados en un lodazal.

-Ni cómo hacerle cuando el agua se lo lleva todo –dice con voz trémula de impotencia, que se niega a la resignación y le quiebra el espíritu. Sus manos nerviosas y huesudas dan vueltas y vueltas al ala destejida de un viejo sombrero de palma. El sombrero de toda una vida, el sombrero que con orgullo portaba su padre al abrir surcos en la tierra generosa; el sombrero que recibió como único legado al quedarse huérfano.

-¿Ónde quedaron mis gallinitas? ¿Ónde mis conejos y mis patos? ¡Santa María, ni los palomos se salvaron! Todo voló, señor: voló el techo de mi choza, voló el colchón, voló el anafre, voló la cobija, voló mi única silla, voló hasta el cuadro de la Virgen del Sagrado Corazón. Y si yo no volé fue porque me metí en medio de mis dos bueyes; animales fieles, sí señor. Me agarré de sus pescuezos y nada más mugían con los ojos saltados de miedo y las patas atrancadas en la tierra para no aplastarme. Fieles mis dos animales. A ellos les debo que ahora este aquí, enraizado en el lodo, viendo que ya no tengo nada.

-Ni siquiera un poquito de algo...

Apenas se había iniciado el calendario meteorológico de huracanes junio-noviembre y la primera tormenta tropical no dudó en abrir fuego, hiriendo la costa de Chiapas. Sus coléricas y silbantes rachas de viento arrasaron con rancherías, árboles y torres de conducción eléctrica. De un cielo sombrío, amenazante, se desplomaron rabiosas cortinas de agua ahogando siembras, pudriendo platanares, desbordando cauces y arroyos, inundando humildes poblados y dejando indefensas a puñados de familias. Tras su violento paso dejó como herencia un silencioso desamparo. Cuando por fin en las alturas renació un pálido sol, en la tierra todo estaba hecho un pantanal.

Eustaquio es hombre solo. Hace cinco años murió su mujer. Después, sus cuatro hijos, cada cual a su tiempo, se fueron siguiendo las vías del ferrocarril huyendo de la miseria del campo y con la esperanza anidada en el corazón de encontrar una vida mejor. Uno a uno, año tras año, se despidió, hasta dejarlo solo. Y Eustaquio, uno tras uno, les dio su bendición.

Una cruz de madera, se convirtió en su única compañera. Ahora, quebrada por la mitad, naufraga en el barrizal que vela el lugar en donde yace la esposa amada.

-Sólo me consuela que ellos ya no están; que se salvaron. Ya no tengo nada, señor. ¿Entiende? Ni siquiera un poquito de algo. Mi choza está partida en dos, como mi misma espalda. ¿Entonces ya pa´qué tanta preocupación? ¿De qué sirvió tanto sudor? Miré mis plantitas de plátano, podridas de agua. Ni asomo de una mazorca, ni asomo del poquito cacao que me animé a sembrar. ¿Y ora de qué me alimento? ¿De sueños...?

-¿Qué si no fui avisado? ¿Y cómo hacerle pa´adivinar si ni radio tengo? En esta tierra de Dios nadie se acuerda que aquí vive Eustaquio, desde que era así de chiquito. Mire pa’ todos lados. Ni loma ni monte que remontar. Menos carretera que andar. Entos ¿pa´ónde hacerse cuando le pega el temporal? Doy gracias que todavía estoy vivo, sí, gracias a mis dos bueyes. ¿Qué si los sacrifico? ¡Ni lo quiera Dios, señor! Es todo lo que me restó. Mejor le rezo al Santísimo y él dirá.
Lo demás está bien jodido y va haber hambre, eso que ni qué.

-Y apenas empezamos. Qué lejos se ve noviembre, señor...

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