Sunday, February 25, 2007

LA SALA DE ESPERA

LA SALA DE ESPERA.

Por José Dávila



Inocente Cándido, hipocondríaco de nacimiento, decidió consultar de emergencia a su médico familiar que le había atendido desde el mismo momento en que aterrizó en este mundo. Aprensivo por naturaleza y por consecuencia víctima de la depresión que le exponía con gravedad a cualquier simulación de enfermedad, desde pequeño elaboró una agenda para registrar todos los males que podría padecer con el propósito de mantenerse alerta en cuanto se presentaran los primeros indicios de malestar y como medida de prevención corría de inmediato a la farmacia para adquirir todos las medicinas necesarias que se embutía de un solo golpe. Tal disciplina se había convertido en el método ideal para sentirse temporalmente a salvo de cualquier atisbo de malestar.
De esta fórmula, recordaba los vómitos que padeció desde que empezó a alimentarse de la leche materna a causa de un reflujo recurrente; desde entonces, pese a que la memoria lo traicionaba, aseguraba que cuando cursaba la educación primaria le atacó un sarampión de origen desconocido en donde la fiebre le subía y bajaba como en la Bolsa Valores; asimismo, cuando fue víctima del mal de Parkinson a los 10 años de edad y meses después experimentó conatos de parálisis infantil. De este escrupuloso registro, a lo largo de su adolescencia y juventud se detallaban las amenazas de contraer la peste bubónica, tuberculosis, meningitis, asma, leucemia diabetes, tisis, mal de san Vito, dengue en conjunción con el paludismo, neumonía, viruela negra, dermatitis y a últimos fechas inequívocos alteraciones de Alzheimer, amén de salvarse por un pelito del Sida.
Consciente de que su consulta sería hasta las seis de la tarde, suspicaz, se presentó en la sala de espera del hospital tres horas antes con la esperanza de ser atendido oportunamente por su doctor de confianza, porque estaba convencido de sufrir una gastroenteritis aguda después de haber devorado de un solo golpe dos docenas de tacos de carne de puerco al pastor con cebolla, perejil, salsa verde y guacamole, acompañados con un suculento platón de creadillas al mojo de ajo. Cuando empezó a sentir la combustión interna que buscaba como única salida la puerta trasera de su sistema digestivo, pasó por su cabeza la fugaz posibilidad de requerir de una colostomía, pues su sufrido colon se quejaba de aquella metralla de inoportunas ventosas.
Por supuesto el recinto estaba vacío y para calmar sus aprehensiones optó por leer las clásicas revistas añejas que siempre se encuentran a disposición del cliente. Ahí se encontró un artículo que hablaba de la lepra y de inmediato creyó experimentar una irritación cutánea que sin duda debía de estar relacionada con la descripción médica del almanaque y pudiera relacionarse genéticamente con sus tatarabuelos maternos o paternos, cuando llegó una señora obesa y para colmo embarazada, acompañada de una comadrona.
La paciente estaba en un grito por los inequívocos presagios de alumbramiento y no cesada de quejarse amargamente de que el producto venía en reversa y por ello atrapado como un coche en un congestionamiento vial. Sus quejas fueron transformándose en gritos y de gritos pasó a los alaridos con un admirable incremento de los decibeles. Paciente, la buena samaritana le ayudaba a caminar de un lugar a otro a fin de que los dolores menguaran.
Inocente Cándido, predispuesto al dolor, maquinalmente se sobaba su masa intestinal y cuando a la doña encinta se le rompió la fuente, cundió el pánico. Él, simple espectador, hizo un gran esfuerzo por no desaguar su vejiga al tiempo que se le revolvía más el estómago amenazando expulsar su interior precisamente por donde había entrado.
Por fortuna, el doctor arribó antes de que un nuevo crío convirtiera la sala de espera en maternidad y con diligencia condujo a la futura madre al interior del consultorio. Pese a todo, desde adentro continuaban escuchándose los pujidos de rigor y los intermitentes gritos que se transformaron en maldiciones, hasta que finalmente se escuchó el clásico berrido del recién nacido.
Inocente se tranquilizó cuando entró lento otro paciente: alto, bien parecido, mandíbula cuadrada en donde se adivinaba un poderoso músculo masetero, pecho expandido y cintura de abeja. Vestía un pantalón ajustado y una playera sin mangas por lo que bíceps, tríceps, muslos, pantorrillas y sobre todo, glúteos, sobresalían provocativamente en su incesante ir y venir. A todas vistas era víctima de la “vigorexia”. Guapo de naturaleza, para acabarla de rematar no dejaba de echarle ojitos a Cándido, quien no era tan casto para adivinar que el símil de Rocky Balboa era gay. “¿Qué hacer?”, se preguntaba hecho un nudo de nervios.
Por fortuna hizo su aparición una visión impactante: un hombre vendado de pies a cabeza a causa de las quemaduras que sufrió al ser el único sobreviviente de un incendio en un table dance; le acompañaba un anciana octogenaria que le tomaba suavemente de la mano menos despellejada a fin de indicarle el camino a seguir. Cándido, del susto, pegó un respingo y creyó sufrir un para cardíaco al estar frente al mismo Tutankamón, faraón de la XVIII dinastía, cuya siniestra leyenda era bien conocida por las muertes inexplicables que había sufrido el descubridor de la tumba, incluyendo su perro. Por si hubiese escapado o no de un museo, la víctima se quejaba por lo bajo, pero sin pausas.
Indudablemente que la presencia del momificado no era de buen agüero, porque detrás de él, entró una señora implorando ayuda a causa de que su esposo lo acababa de atropellar un trailer. Tras saber que el médico estaba ocupado en una emergencia por conservar en vida el retoño de la recién parida, perdió fuerza y se desvaneció en brazos de Inocente Cándido y con voz entre cortada le suplicaba que por favor le auxiliara porque era diabética y sentía morirse. Sin embargo, quien empezaba a sentir síntomas de defunción era el hipocondríaco y no la esposa del infeliz atropellado.
En esas se encontraba, cuando penetró, bamboleante un joven más delgado que un junco tosiendo a diestra y siniestra tapándose la boca con un pañuelo sanguinolento.“¡Tuberculosis!”, pensó rápido Cándido y sin asomo de pudor se deshizo de la desalentada señora abandonándola en el piso y corrió a refugiarse al rincón opuesto en donde estaba Tutankamón o su similar del tercer milenio. La viejecita al cuidado del quemado en vida, le dijo en voz baja. “No tema señor, el jovencito que acompaño viene todas las tardes y está desahuciado; a lo mejor se muere antes de que lo reciba el doctor”.
Sin duda alguna, Inocente sintió un asalto de migraña, de estreñimiento y comezón de hemorroides. Todo en el mismo paquete. Indefenso, buscaba en sus bolsillos un antídoto a la angustia que le invadía y le empezaba a castañetear los dientes.
La viejita de marras, viendo la desamparada condición de su nuevo acompañante se apiadó de él, olvidándose de la chamuscada momia viviente. “No tema señor, al fin y al cabo todos nos vamos a morir. Ánimo, a lo mejor usted alcanza el día de mañana”.
A Cándido se le sumó a todos sus padecimientos una incontenible taquicardia que le aceleraba el corazón a causa del estrés que estaba padeciendo. Sentía que la sala de espera le aprisionaba, le ahogaba y le robaba el respiro, cuando hizo su aparición un anciano pidiendo a gritos un analgésico que le calmara los dolores de lumbago. En contraste, siguiendo al enfermo de la tercera edad, se presentó un hombre desorbitado que se doblaba y se retorcía del dolor que le aquejaba en el estómago. Inocente, rescatando fuerzas de su hipocondriasis, inútilmente trató de auxiliarlo e insistía en saber los orígenes del mal ignorando que no profería palabra o queja porque era mudo.
La sala de espera se había convertido en un espacio lóbrego, en donde privaba el dolor, la desgracia y la desesperanza, sin tomar en cuenta los gritos y pujidos. Los segundos se tornaban en minutos y los minutos en largas horas. Poco a poco, cada uno de los pacientes era recibido por el médico que finalmente había hecho posible que la condición del bebé fuera estable ante el fervoroso agradecimiento de la nueva mamá.
Cuando por fin le tocó su turno, después de tres horas de vía crucis, ante el facultativo desembuchó que tenía dolores de parto, desconocidas inclinaciones homosexuales, quemaduras internas de tercer grado, una diabetes endiablada que sin duda había desencadenado una infección tuberculosa, insoportables retortijones de lumbago en vías de gravedada y estrechez de estómago que le hacía doblarse en dos. Ante el demente alud de Inocente Cándido, su médico de cabecera se había quedado en estado catatónico y sólo una pregunta hizo el milagro de que pestañara dos veces: “¿Usted cree doctorcito que me voy a morir mañana..?”

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