Monday, November 03, 2008

LA MUJER IDEAL

LA MUJER IDEAL
Por José Dávila A.

Conoció a muchas mujeres, pero ninguna como ella…
A lo largo de su vida amorosa, cuando creía haber encontrado la mujer anhelada, al final se quedaba con el corazón desolado.
La historia ya la conocía: la atracción mutua, las sonrisas provocativas, los primeros paseos, las primeras cenas, los primeros besos, el apasionamiento tempranero que hacía de la relación sexual un estallido de emociones encontradas. Después, el tiempo hacia su labor: lentamente desnudaba la realidad y las máscaras se iban desvaneciendo y con ella los sentimientos mutuos.
Entonces se abría la puerta de las exigencias, de los disgustos, de los rechazos y sobre todo la negativa al matrimonio.
Tal era la prueba de fuego que rehuían ambos, ellas que buscaban la seguridad de un techo y la dependencia moral y material de la pareja; él, la comodidad de una compañía que complaciera sus expectativas sin mayores complicaciones.
La historia se repetía una y otra vez. A medida que se conocían, el fuego ardiente que los había unido se convertía en cenizas y afloraban más los defectos que los aciertos. Se terminaba con el consabido adiós.
De nueva cuenta no había futuro. Y no era precisamente que temiera la determinación de unir su vida con la novia en turno. El fracaso de su primer y único matrimonio en donde se entregó incondicionalmente en cuerpo y alma, culminó en un inesperado divorcio por parte de la mujer que amaba cuando ella le confesó haberse enamorado de otro hombre.
Este golpe decapitó su confianza y ahora se manejaba con tiento en la búsqueda de la mujer ideal, sincera y honesta.
Cuando decidió que era inútil insistir en encontrar su alma gemela y se acostumbraba a poseer y ser desposeído, se encontró con una mujercita frágil y sencilla de origen japonés. Ella no era bella ni tampoco tenía un cuerpo sensual. Sin embargo, se conducía con admirable sencillez y honestidad. Se entregó a él incondicionalmente. Su franqueza le hizo bajar la guardia y empezó a amarla día a día, hasta enamorarse totalmente de ella.
Por su parte, la mujercita se mostraba feliz. No estaba acostumbrada a recibir las atenciones de un caballero. En su tierra natal el hombre era en verdad un macho por naturaleza propia. Así nacía, así lo educaban y así se conducía; mandón, déspota, egoísta, caprichoso, burlón y para rematar violento.
De esta manera, con la delicadeza con que él la amaba y la pasión que encendía en ella, se forjó una pareja indisoluble. Se unieron sin condiciones ni temores. Simplemente se amaban. Él se sentía el hombre más feliz del mundo y ella creí a habitar en un mundo que no le correspondía. Quienes les conocían sentían envidia de una relación tan real y honesta. Los amigos de él no se cansaban de decirle lo afortunado que era ,y ella no requería de que le convencieran de haber encontrado al hombre ideal.
Sin embargo, se dice que la felicidad es inquilino de paso. Y así fue. Ella empezó a languidecer, pese a los esfuerzos que hacía por complacer al hombre amado. Se había enterado que tenía cáncer y que empezaba a invadirle todo el cuerpo. Sin embargo, no se inmutó. Sin mostrar asomo de dolor ,cada hora, cada minuto, cada segundo, lo vivía con gran intensidad en compañía a del hombre que jamás soñó tener.
Él jamás se enteró de que la vida de la mujer amada se escapaba.
Ni una palabra, ni una queja por parte de ella. No deseaba ensombrecer los últimos días de su vida. Así se mantuvo leal y amorosa, alegre y comprensiva, sin olvidar esa cautivadora sonrisa que no desapareció jamás de su rostro hasta el último respiro de su vida.

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