Thursday, July 24, 2008

EL DESIERTO

EL DESIERTO

Por José Dávila A.

La brisa marina del Golfo de California barre con la arena del desierto y con las cenizas de los muertos…
A escasos cien metros de un improvisado atracadero de ruinas de lanchas pesqueras, justo frente a la imponente isla “El Tiburòn”, se enclava un ruinoso hacinamiento de piedras que quisieron ser lápidas y lápidas que el viento y el salitre han desvanecido nombres y fechas de quienes fueron sepultados casi a flor de tierra sin orden ni concierto.
No existen rejas ni puertas ni lotes ni altares ni tiestos, que marquen sus límites. Vaya ni siquiera un letrero que lo identifique como panteón. La anarquía que salta a la vista, denuncia que los deudos han cavado donde mejor les pareció. Ahí yacen pescadores descendientes de la comunidad indígena Seri: si tuvieron suerte, les excavaron un lecho profundo. Lo menos afortunados, ajenos al pudor, desnudan sus huesos al sol. Un imponente silencio es su mortaja.
El inhóspito desierto no respeta ni vivos ni muertos. Al menor descuido con todo acaba. Es la inmensa y silenciosa planicie de la Bahía de Kino, y no hay sendero que seguir, porque los soplos tornan el paisaje diabólicamente cambiante. Quien extravía la orientación, despistado vagara por los caprichosos arenales hasta fallecer de insolación.
Sólo la terca vegetación de cactus, mezquites y pardos arbustos, se resisten a desfallecer ante el calor que ni el mismo diablo resistiría.
Sin embargo, lejos, muy lejos del ruinoso camposanto, se levanta una rústica aldea en donde viven los seris que antaño se dedicaban a la caza del borrego cimarrón y la pesca del tiburón. Tal parece que huyen de sus muertos; que no desean saber nada de ellos. Que los quieren tener lejos, demasiado distantes para que no les reclamen deudas pendientes.
De pronto, como salido de un espejismo, se recorta la difusa silueta de un errante. A la distancia, los vapores que emanan de la arena deforman su vaga figura. Avanza lento, cabizbajo. Poco a poco se va delineando su cuerpo y se adivina a un hombre viejo, de paso cansino y derrotado. Ignoro de dónde salió. Podría asegurar que de la nada y que es un fantasma despistado que regresa a su tumba. Sin embargo, esta vivo y se acerca, se acerca cada vez más…
Ahora está frente a mí. No más de cinco metros nos separan uno del otro. Se despoja de un polvoriento sombrero de palma, tan gastado como su vida misma y con agujeros que parecen heridas abiertas al cielo. Su anguloso rostro cetrino semeja una esfinge y sus ojos, hundidos y acuosos, se clavan en mi persona deseando iniciar un silencioso diálogo. Viste camisa de mangas cortas, incolora, destejida y bolsas desgarradas; en sus desnudos brazos se pueden contar cada una de las venas que lo surcan bajo una piel reseca y agrietada. Los pantalones, terrosos y remendados, se agitan cual viejos trapos al viento y ocultan un añoso par de guaraches de cuero.
Se ha detenido ante una loza chueca. No habla. No dice nada. Sólo hace una ligera reverencia. Baja la vista y con lentos movimientos, se despoja de una vieja guitarra de cuerdas desafinadas que trae cargando a la espalda en bandolera. Con reverencia se persigna y lentamente empieza a tocar con sus manos huesudas, el inolvidable vals “Dios nunca muere”.
Cuando al fin termina. Vuelve hacia mí su lacrimosa mirada y con voz más baja que el susurrar del viento, advierte. “Su merced no está pa’ saberlo, ni yo para contarlo, pero ha de conocer que aquí vengo, apenas despunta el sol, pa’ tocarle su tonadilla preferida a mi hijita que se murió de sed…”
Después, se retira igual de pausado y con el alma desmadejada.

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