Wednesday, March 19, 2008

LA SOMBRA DE PLATÒN

LA SOMBRA DE PLATÒN
Por José Dávila Arellano

Prudencio Platón, empezó a sospechar que, tras sus 80 años de edad, empezaba a envejecer.
En un admirable esfuerzo de memoria, recordó que años atrás empezaron a delinearse ciertos indicios de equivocado comportamiento que involuntariamente desdeñaba. El proceso senil había iniciado. “La vida tarde o temprano empieza a cobrar sus facturas; aceptándolas y tratar de resolver sus acertijos, es la única forma de sobrevivir como persona” –reflexionaba con sabiduría.
Todo empezó con esporádicas torpezas al deambular por las habitaciones del hogar en donde habitaba él y su sombra.
Sí, su sombra, la más paciente y leal compañera. Fiel le seguía por doquier que él marcaba el paso. Si Prudencio decidía leer el periódico en el sillón preferido de la sala, ella, complaciente, le acompañaba. Al escuchar sus vitriólicas críticas sobre los acontecimientos que se reseñaban, discreta enmudecía. Si Platón, enojado, interrumpía la lectura e iba a la cocina para calentarse un té de tila, permanecía pegada a sus zapatos. Si después se le ocurría ir al baño para satisfacer sus necesidades fisiológicas, ella le imitaba, incluso dibujando a contraluz chisguetes de orina. En caso de que su dueño, necesitara sentarse en el inodoro, siempre devota, se amoldaba a las circunstancias aguantando la respiración.
En caso de que su mentor entablara un diálogo con ella, se comportaba disciplinada y comprensiva, afirmando o negando con los mismos movimientos de cabeza de su señor, consintiendo sus más mínimos disparates.
Prudencio Platón, cuando incurría en aisladas distracciones o debilidades, ella disciplinadamente le correspondía. Si acusaba inseguridad en las manos temblorosas y escapaban de sus dedos la cuchara, el libro, la rebanada de pan, la sartén, el bastón o el vaso de agua, ella, inmutable le imitaba a fin de demostrarle que hasta su sombra se equivocaba de similar forma.
Cuando las piernas del octogenario empezaron a flaquear, la sombra padeció igual decadencia. Con el paso del tiempo la ineptitud empezó emparentarse con Platón, sumándose la distracción y lapsos de olvido: Poco a poco, tales deficiencias se convirtieron en situaciones recurrentes. La sombra, consecuente con la misión que la vida le había encomendado, no variaba de actitud. Sin embargo, no estaba a gusto con el rol que jugaba y con resignación admitió que había heredado de su “querido viejo”, un triste destino.
Ambos, tropezaban con la misma silla, perdían las llaves del coche, olvidaban el celular, confundían las medicinas, extraviaban el control de la televisión y repetidamente confundían el rumbo del calendario, ignorando por instantes en qué día habían despertado, después de un sueño plagado de pesadillas. “¿Hoy es martes o jueves?” Para situarse en el la actualidad, Platón, padecía una mezcla de incertidumbre y angustia, ante el mutismo de su inseparable compañía a la cual, por desgracia, no le fue concedida la voz para auxiliar las ya preocupantes recurrencias de lagunas mentales que acechaban a su amigo.
Prudencio empezó a preocuparse por sus constantes desatenciones y en las noches reflexionaba observando el centellear de las estrellas, convencido de que también su brillo se apagaba y que, cuando decaían, se desplomaban del cielo dibujando en el firmamento una fugaz mantilla blanca. Entonces, doliente, convencido se decía asimismo: “La gente dice que son meteoritos, pero yo sé que son estrellas muertas”. Su sombra, leal, le concedía la razón.
Así, pasaron algunos años más, hasta que Prudencio Platón, en una noche, aceptó que sus, olvidos y divagaciones, eran ya propias de un individuo que se está emparentando con la vejez.
Resignado, aceptando su realidad, dejó de observar el cielo: “No más meteoritos”, se prometió, para no encarar de cara el inevitable advenimiento de la hora suprema.
A la mañana, siguiente, se comprometió a pensar dos veces sus quehaceres antes de obrar en consecuencia. Con su inseparable taza de humeante té de tila, inició la lectura del periódico del día, frenando su lectura en un cabezal que a le letra advertía: “Científicos aseguran que el universo tiene 13,730 millones de años de existencia”.
-¿Viejo yo...? ¡Viejo el universo! –concluyó Prudencio con una platónica sonrisa que volvió a iluminar su vida.
Su sombra, agotada, suspiró con resignación.

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