VIDAS ENCADENADAS
Por José Dávila A.
Era el caballo de la triste figura; tan enjuto y huesudo como don Quijote.
Ahí, parado en una esquina, consumía su edad y amortajaba su penar. Siempre le llevaban al mismo lugar, recorría el mismo camino y regresaba al mismo viejo cobertizo en donde le aguardaba un puñado de alfalfa, una escasa ración de zanahorias, un famélico rimero de hierba y una cubeta de agua.
En ocasiones, si el malhumor de su patrón se lo permitía, le despojaba del arnés; de otra forma dormía con él puesto. Era como si un cargador de mercado, durmiera de pie con los guacales sobre la espalda.
La corroída guarnición de cuero la había heredado de su abuelo, un rocín venido a menos que conoció cuna en establos de hacienda rica. Hijo de yegua árabe y semental español. Apenas un potrillo y ya despuntaba como caballo real. Cuando joven, fuerte y esbelto, su porte era señero. El pelaje brillante y bien cepillado; la crin sedosa y la cola alzada, presumida. Su paso era distinguido, el trote elegante, el portante corto, ligero, y el galope como una flecha que desgarra el viento. Su jinete, aristócrata, lo presumía a la burguesía en exclusivos eventos de sociedad.
Después los días soleados se nublaron. El esplendor se desvaneció, la riqueza desapareció, la comida escaseó y de montura de lujo, pasó a ser bestia de tiro. Su cuerpo fue uncido a la calesa destinada a transportar paseantes. La triste profesión también le fue transmitida a su padre, quien tampoco conoció de paseos domingueros o competencias ecuestres. Su porvenir se tornó aún más negro. Pese a poseer incomparable estampa, digna de halar el Carro del Sol, no encontró salvación.
Hoy, el caballo de la triste figura ha heredado similar destino: día a día es enganchado a un añoso carruaje de color crema y adornos floreados; duros asientos de cuero negro, una tabla como pescante, oxidados muelles y rechinantes ruedas. Él, sucio y descuidado, con anteojeras que sólo le permiten ver de frente. El lomo vencido, una ridícula flor de papel enredada en el mechón que cae sobre su frente y los ijares al descubierto, aguarda la voz de mando de su ingrato dueño para transitar lento y dócil entre automóviles, motocicletas y camiones por las principales calles coloniales de Mérida en aras de la curiosidad del turista.
Desde sus antepasados, nunca ha existido ley del trabajo que le proteja. No existen jornadas de ocho horas, recompensas por tiempo extra o jubilaciones. No hay fatiga que valga; le secuestrarán su aliento hasta el último día en que pueda caminar; después lo sentenciarán al matadero
La cotidiana andanza se inicia apenas despunta el sol y se extiende hasta avanzadas horas de la madrugada a las puertas de clubes nocturnos o restoranes en espera de parroquianos, quienes, trasnochados y avispados por el vino, desean beberse la ciudad de un sólo trago.
Sin miramiento se le trata como lo que es: un animal. No importa que se consuma bajo el sol, no importa que la sed atenace su cogote y el hambre le estruje las tripas; no importa que esté agotado y que en sus tiempos perdidos duerma de pie. Simplemente, no importa nada. Es una bestia de carga y punto final.
Así, marchito, le encontré en una noche de invierno haciendo eterna guardia por un cliente. Su flacura, su abandono, me lastimó y sin pensarlo, con afecto le acaricie la frente. Entonces, despertó con un ligero respingo. Estaba dormido y no me había percatado.
-Perdón, lo siento mucho –me disculpé
Sus tristes ojazos negros se posaron en los míos con un dejo de resignación.
-No importa –me contestó bajo.
-¿Dormías, verdad? Lo siento, de veras que sí. No deseaba interrumpir tu sueño.
-No importa; me gustó.
-¿Te gustó? ¿Por qué? –pregunté con extraño.
.-Porque había olvidado como era una caricia...
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