Tuesday, November 27, 2007

LOS RECUERDOS ESCONDIDOS

LOS RECUERDOS ESCONDIDOS
Por José Dávila A.

Amanecí agotado, con una sensación de miedo, de duelo, de espíritu lastimado…
Las noches se presume que son para descansar después del tráfago del día. Sin embargo, la de ayer se transformó en un tornado plagado de recuerdos que me mantuvo inmerso en un marasmo que jamás alcanzó el sueño ni tampoco conciencia propia. Sencillamente me mantuvo en un somnífero letargo: como centinela de guardia a las puertas del cuartel.
Fueron largas, demasiadas horas por las que marchó un interminable desfile de evocaciones de toda índole: desde las gratificantes hasta las que muerden la conciencia; desde las jubilosas, sorpresivas, extrañas e increíblemente eslabonadas con las tristes, dramáticas y depresivas. Todas concatenadas en un endemoniado revoltijo.
Sí, esta mañana me levanté cansado, como si hubiera cargado sobre mi espalda una pesada losa por horas y horas. Una sensación extraña oprimía mi pecho. Un duchazo de agua fría y un reconfortante té de tila de nada sirvieron para despojar las reminiscencias que se habían exiliado en mi conciencia.
Como un zombi salí hacia mi trabajo. Ignoro cómo llegué y me comporté en la oficina. La cabeza la sentía pesada, invadida por nubarrones negros Era un autómata de cuerpo presente, pero sin alma; un difunto en vida. El pasado me había robado mi presente.
Una cadena de fogonazos se sucedía en maratónica sucesión. Una avalancha de imágenes se repetía sin concierto una y otra vez como un disco rayado. Parecía levitar en el espacio de un eclipse de sol. El misterio se refugiaba en la oscuridad de mi capacidad de comprensión.
Pesadilla de noche, pesadilla de día.
Vanos fueron los esfuerzos por concentrarme en mi diario quehacer, ante la tenaz insistencia de eventos que yo creía olvidados y otros inciertos, inexplicables. He de confesar que muchos de ellos eran de suyo desconcertantes, inexplicables. ¡Vaya que si el cerebro es una incógnita! Su capacidad de almacenamiento es infinita…
Ruinosas viviendas, juguetes mochos, días de guardar, calles desconocidas, retratos antiguos, una cuna vacía, el cañón de una pistola, descalichadas fachadas de escuelas, campanarios mudos, lamento de un chiquillo sin respuesta, patios de baldosas añejas lavadas a punta de cepillo, juegos infantiles en un hermoso jardín. Un capullo de velitas en el pastel de cumpleaños.
Una mujer descabezada… Caras angelicales, tenderetes de dulces y frutas, la bicicleta ajena que siempre envidie, un sobrecogedor coro de iglesia. Los ojos amorosos de la primera novia, maestras regañonas, la mano amiga en mi hombro, gente que jamás volví a ver, cohetones en el año nuevo, la mirada adusta del sacerdote. El limosnero harapiento con la sed en el cogote. El primer coche usado que compré. Niños sin rostros ni esperanzas. El locuaz vocerío en una plaza de toros. El amigo de verdad. Un cielo límpido. Caminos entrecruzados.
Y todo se sucedía, una y otra vez, como en un carrusel descompuesto.
Cargadores con los riñones molidos. Una casa solitaria con las ventanas abiertas. Entusiasta desfile de hombres y mujeres en las aceras; ropa al viento en las azoteas de edificios. Un autobús despeñado. Un apretón de manos. Las enmohecidas escaleras de un museo. Olor a incienso. Gritos, saludos, risas: ¿de quiénes?
El saludo adusto del presidente De Gaulle, amarillentos recortes de periódico, el escritorio de trabajo esperando por nadie. Un sapo viudo. Pañuelos blancos que se agitan en lo alto como una alegre bandada de palomas. El huérfano repiqueteo de un teléfono.
Manifestaciones multitudinarias, caras de ancianos sin esperanza; muertos, muchos muertos en torno mío; noche de matanza en Tlatelolco, placer a los pies de los volcanes nevados, alegría a los premios obtenidos en el quehacer periodístico, pánico a las bayonetas; el recién nacido rociado con agua de la pila bautismal, el hedor nauseabundo del manicomio.
Las ruinas chamuscadas de un cine de barrio, la boda en la iglesia, los viajes a regiones desconocidas, los hijos fingiendo dormir porque no hicieron la tarea escolar, imágenes de amigos que fueron desapareciendo lentamente, el mar calmo, velatorios silenciosos, el arribo del primer nieto, la presencia cautivadora de Marilyn Monroe, cirios apagados, el sutil ronroneo de mi gato favorito, la paz de un ocaso, por los aires el silencioso vuelo del cuervo y luego…luego la muerte de mi padre, mi hermano y por último, mi madre.
Estoy despierto, sí, pero deambulando por una calle buscando sin encontrar. Todos se han ido, hasta el gato…
Qué desconcertante vivir. Qué devastadora desolación. Qué día tan cruel. Qué anochecer tan infame.
Me sentía como un viejo árbol con las ramas vencidas y sin raíces.
En tal estado de ánimo, el discurso permanente de que hay que vivir con intensidad el presente sin mirar hacia atrás para forjar un mejor futuro, lo consideré una monumental mentira.
En estos momentos estaba convencido que el pasado te atrapa hasta la muerte…hasta convertirte en un efímero recuerdo.

Wednesday, November 14, 2007

CRÒNICA DE UNA DERROTA ANUNCIADA

CRÒNICA DE UNA DERROTA ANTICIPADA.

Por José Dávila Arellano.

Estaba cierto que iba librar una batalla a muerte con el enemigo. Un desigual combate intimidante por naturaleza.
Apenas amaneció y sentí el despertar de las mariposas en mi estómago, síntoma inequívoco de que iba a empezar a caminar por una zona minada y pantanosa. Tenía que desafiar la desesperante tramitologia burocrática. Sinceramente, para tan audaz decisión se requería de una singular y admirable dosis de valor.
Para ello, paciente, metódico, por largo tiempo fue ideando mi estrategia: la concepción de un escudo a prueba de engorrosas diligencias con base en una sublime paciencia. Tras de concluir un curso especial de “Aplicación del Estoicismo”, y leer el manual “¡No a la Violencia!”, me entregué a recopilar todos los documentos personales que consideré pertinente tomar en cuenta.
Cuando me convencí de estar listo para saltar de mi trinchera, desde temprana hora, con el pecho henchido de certeza, penetré en las oficinas del Instituto de Seguridad Social y Prevención de Salud y de Posibles Infecciones no Previstas en la Población, para integrarme al nuevo Programa de Actualización de la Administración de Derechohabientes y de Prestaciones Relacionadas con Pensiones y Jubilaciones.
En pocas palabras, iba a gestionar mi nueva credencial de pensionado y dar fe personal de ser quien soy a fin de conservar mi derecho a recibir el raquítico cheque mensual y fortalecer mi derecho de presumir que aún me encontraba vivo.
En primera instancia tenía que sacar una ficha que otorgaba la oportunidad de ostentarme ante el módulo de computación que expediría mi nueva credencial en cuestión de minutos, lo cual me haría sentir muy orgulloso de que la institución contaba con tecnología de punta.
El número que me correspondió fue el 28. En mi interior se fortaleció la esperanza de que en breve tiempo saliera muy orondo por la puerta principal, con la nueva mica en mi bolsillo. Sin embargo, transcurrieron cuatro largas horas para que me mostrara cara a cara con el temible burócrata: un símil de orangután de pocas pulgas.
Sin tomarse la molestia de saludar y menos aún de verme a la cara, abstraído en la pantalla del ordenador, habló seco, golpeado: “Documento de identificación, credencial de elector, pasaporte vigente, cartilla del Servicio Nacional Militar o cédula profesional”.
Tímido, sin poder ocultar mi nerviosismo y con un ligero temblor de manos, le mostré mi pasaporte. Rápido lo vio, después me echó un vistazo y concluyó cortante: “¡No me sirve!”
-¿Por qué? –pregunté incierto tras recalcar que era vigente-. Su rostro se endureció y advirtió con voz cavernosa: “La foto no corresponde; aquí está en color y la requiero en blanco y negro”.
-Pero si en las oficinas de Relaciones Exteriores toman la fotografía vía electrónica y a todo color. Ya viene impresa –respondí con razonable educación.
Sonriendo con malévolo desprecio, me indicó: “Allá es allá; aquí es aquí. Quiero la foto en blanco y negro porque no se decolora: ¿Me hago entender?”
En esos instantes todo cambió. La confianza me abandonó y el ambiente se tornó electrizante.
-¿Entonces..?
-¡Entonces qué! –retó intolerante y exigió a bocajarro: “¡Su credencial de elector!”
-Está…está…en trámite porque…porque me la robaron junto con mi cartera –confesé medroso.
-¡Excusas! ¡Siempre tienen excusas! –parloteó para sí mismo, regresando su atención a la pantalla de la computadora. Tras cinco segundos de eterno silencio, preguntó riguroso: “¡La cartilla del Servicio Militar!”
-¿La cartilla mili…? ¿Acaso está bromeando? -manifesté en un intento por reconquistar mi dignidad: “¿Tengo ochenta años de edad? –le informé- No soy un mozalbete de 18 años”.
-A mi no me grita… –observó con modulación de ultratumba.
Su amenazante advertencia me dejó mudo y huérfano de un vano instante de heroísmo.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió sin intercambiar palabra, hasta que con evidente desgano, sugirió: “A ver, su acta de nacimiento”
Se la proporcioné con un amargo sabor de boca.
-Esta es una copia. Necesito la original –agregó con sobrado fastidio, haciéndome sentir un estúpido. Sin embargo, sorprendido me escuché decir: “No tengo el original. Al calce de la hoja dice “copia fiel del original”.
Haciendo oídos sordos, viéndome de soslayo, enfatizó con un claro dejo revanchista: “¡Ne-ce-si-to el ori-gi-nal!”
-¡Para ello tendría que volar la ciudad de México! –protesté impotente.
-¡Pues vuele! Ese no es mí problema- reviró con descarado cinismo y dando el asunto por concluido, solicitó grosero: “Su comprobante de domicilio con antigüedad no mayor a tres meses”.
Le mostré el recibo telefónico de la casa de mi hijo Rafael, en donde vivo.
-Aquí dice que es de la señora Marcela Torres de Miranda.
-Si señor, es mi nuera.
-No sirve. Necesito uno comprobante con su nombre.
Entonces estallé. Sentí en mi interior un volcán a punto de hacer erupción, lo que significaría que cancelaría toda oportunidad de negociación. Así que me tragué la lava hirviendo y repliqué con la calma digna de un santo,
-En internet se informa claramente que no es requisito que el comprobante esté a nombre del solicitante, ni coincida con un recibo de agua, luz, predial, televisión de paga, estado de cuenta bancario, tarjeta de crédito o constancia expedida por el Gobernador, Presidente Municipal o Comisario Ejidal, así como telefónico ya sea de A&T, Avantel, Telmex, Maxtel o Maxcom.
-Usted lo ha dicho. Eso es en internet –comentó mordaz y con ojos de gorila hambriento-. Aquí no es internet. ¡Estoy yo! Todavía no lo ha entendido, ¿verdad?
En ese instante en mi mente surgiò como un relámpago, un sólo deseo: “¡Trágame tierra!”
-A ver, por último, dónde está su clave única de registro de población aún con vida –requirió con urgencia.
-Eso no está previsto en internet.
Imperó otro mutismo nada prometedor. Obviamente era de naturaleza mortal.
-Creo que usted no ha entendido nada, de nada –recalcó autoritario- Acabemos de una buena vez: ¿Acaso trae su cartilla de salud y citas médicas, con las hojas blancas, -no las negras ni las violetas ni la rosas-, con su número de seguridad actualizada y autorizada por el director de la clínica, su doctor familiar, el supervisor, la enfermera y forrada en plástico para que se mantenga en buen estado?
-Si…-dije titubeante, al tiempo que la depositaba en sus manos.
Su mirada asesina de toda una vida en el manejo de papeles me fulminó y virulento, comentó irónico: “¡Vaya hombre, por fin trae un comprobante válido! Sinceramente le felicito. ¡Ahora váyase a conseguir todo lo que le falta!”
Cortante, sin medir otra palabra, retornó su atención al ordenador al tiempo que ordenó: “¡El siguiente!”
Quien guardaba turno atrás mío, ya se había orinado en los pantalones.

Thursday, October 04, 2007

EL COLECCIONISTA

EL COLECCIONISTA
Por José Dávila A

La incansable marcha del tiempo lo convirtió en un hombre solitario coleccionista de voces…
Su esposa había fallecido años atrás y después, cuando el luto se fue transformándose en tierno recuerdo, sus cuatro hijos, pausadamente, fueron abandonando el hogar para instituir su propia familia. En escasos seis años se fueron todos.
Un ciclo natural de la vida.
El conocía perfectamente su futuro porque también dejó atrás la humilde casa materna cuando encontró a la mujer amada. Tan sólo era cuestión de espera: el éxodo familiar empezaría a mostrarse. No obstante, pese aceptar que la soledad sería parte de la etapa final de su vida, nunca calculó que el silencio lo golpearía más fuerte de lo que había pensado. Las voces de sus hijos se habían apagado. Ni siquiera el eco de alguna de ellas se había refugiado en algún rincón.
Si algo le consolaba era que, tras la inevitable emigración, ellos le visitaban con razonable frecuencia. Sin embargo, su presencia poco a poco se fue desvaneciendo porque las ineludibles responsabilidades conyugales les demandaban cada día mayor atención.
De esta forma, los encuentros familiares se tornaron escasos. Ocasionalmente se veían las caras por el cumpleaños de un nieto. En otras por ser el “día del padre”, la celebración de la Navidad y, si tenía suerte, festejar con alguno de ellos la llegada del año nuevo. Es decir, el inicio de otros doce meses más de aislamiento. En efecto, las fortuitas entrevistas dejaron de existir, permutándose en aislados telefonazos.
Pese a que nunca se alejó de su quehacer cotidiano como un escape a restar menos espacio a la nostalgia, la radio y la televisión se transformaron en nuevos huéspedes.
En sus momentos de descanso, se sentía acompañado por aquellos invisibles protagonistas que difundían noticias, comentarios, anécdotas, historias o música. El remedio se tornó peor que la enfermedad, porque se sentía vegetar a la deriva. Lo que buscaba eran sonidos diversos que le acompañaran. Entonces se sintió más desolado que nunca. Requerir de un conjunto de expresiones disonantes ajenas a su existir para no sentirse solo, le enfermó.
¿Cómo hacer frente a una ley escrita de antemano? Tenía que reaccionar. En un triste y nublado amanecer, adoptó una osadía: coleccionar las voces de sus hijos.
Tal era la solución.
De inmediato se hizo de una contestadora telefónica y cuando retornaba de sus quehaceres cotidianos, día a día la consultaba para descubrir si en su ausencia había captado las ansiadas palabras. Una emoción desconocida le invadía cuando la pantalla de la grabadora tintineaba una advertencia; un amargo desencanto le consumía el alma cuando no existía novedad. Sin embargo, resistía la tentación de llamarles porque consideraba que el tiempo de ellos era muy valioso para distraerlos por un simple saludo.
Así pues, paciente, día tras día, semana tras semana, fue recopilando una magra colección de voces:
-Hola pa’. ¿Cómo estás? Sólo quería saber de ti.
-¡Quibule, jefe! Habla tu hijo perdido. Si andas en la calle es que estás bien. Luego te hablo.
-¡Feliz cumpleaños, papi! Te deseo lo mejor y que pases tu día muy contento. Tu hijo Alejandro.
-Hola padre… Después te habló. Ya sabes que me fastidia platicar con una máquina.
-Lo siento papá, se me olvidó que ya pasó tu cumpleaños. Pero te mando un abrazote. Chao.
-Hola viejo. ¿Dónde andas? Después te hablo.
-Abuelo, te habla tu nieta Ana. Ojalá pudieras ayudarme con mi tarea: se trata de un ensayo sobre la generosidad. Cuando lo tengas ¿me lo mandas por mail? Gracias, un beso.
-¿Qué tal papá? Se me olvidó decirte que me fui de vacaciones. Confió en que estés bien. ¿Necesitas algo...?
-Hola padre. Hace como tres semanas que te hablé. Quise ir a verte pero no pude. A ver si encuentro un tiempecito por la noche para darte una pasadita.
-Un saludo viejo, nada màs…
Cuando transcurrían lentos los días sin recibir una sola llamada, la creciente frustración le carcomía el corazón. Entonces decidía echar andar la grabadora una, y otra y otra vez, repasando su repertorio de voces como una sinfonía inconclusa, mientras en sus ojos amarraba las lágrimas
-Hola pa’. ¿Cómo estás? Sólo quería saber de ti…
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Friday, September 21, 2007

VOLAR CERCA DEL CIELO

VOLAR CERCA DEL CIELO

Por José Dávila Arellano


Tranquilo viajaba abordo de un avión y mi goce y paz interna, contrastaba con mi compañero de viaje quien era el vivo retrato del hombre que le aterran las alturas.
En vano intentaba disimular la aprensión que atizaba la hoguera de su miedo. Ya revolvía las páginas de una revista sin leerlas; ya volteaba hacia atrás o hacia delante sin motivo que le impulsara; ya tomaba el instructivo de la aeronave y repasaba una y otra vez las salidas de emergencia confirmando su existencia. Asimismo en escasas ocasiones se atrevía a mirar con recelo por la ventanilla, para de inmediato poner la mayor distancia posible entre ella y él.
Al cabo de una hora, su infundado miedo ya me había puesto los pelos de punta y desconcentrado en la lectura del libro que siempre cuidaba de comprar en la sala de espera del aeropuerto para ser más ligera la travesía. El pasajero semejaba padecer un agudo ataque hemorroidal.
Su contagiosa impaciencia empezó a impacientarme y estuve a punto de pedirle a la azafata tres tragos de tequila que permitieran a mi acompañante relajarse. Sin embargo, me invadía el recelo de que no sería bienvenida mi sugerencia y pudiera derivar en una justificada protesta por invadir su intimidad.
Tras otra hora de encendido recelo y apretarse y apretarse el cinturón de seguridad, empecé a compadecerme del sufrimiento que padecía, teniendo en cuenta que ni siquiera íbamos a la cuarta parte de nuestro itinerario. Así pues, decidí entablar un amable diálogo con él a fin de distraerle, pero resultó peor. Mis amistosas palabras de salutación recibieron un cortante desaire, tan filoso, que temía que se desatara un indeseable alboroto a bordo y me confundieran con un terrorista.
Dadas las circunstancias, resignado cerré mi libro, recline el asiento y dejé que el sordo ruido de los motores me arrullara y consentí que mi mente se relajara recordando tiempos hermosos, tiempos idos.
Desde niño los aviones siempre me despertaron una especial inquietud. No llegaba a comprender como podían levantarse de la tierra rumbo al azul del cielo. La verdad es que nací con la curiosidad en una mano y la aventura en la otra; anhelaba indagar lo desconocido, me emocionaba desafiar el peligro. La adrenalina me sacudía el corazón; confrontar el riesgo y vencer, me hacía vibrar. Y con la vista en las alturas, buscaba a los aeroplanos cuando oía el lejano rotar de sus motores.
¡Volar, sí volar! Eso era lo que realmente deseaba. Quería estar más arriba de las nubes para ver el mundo empequeñecerse a mis pies. Cuando iba de excursión con mi padre al peñón que se levantaba junto al aeropuerto de la ciudad, mi excitación era mayúscula: percibir a la distancia cómo los aviones de dos motores corrían veloces por la pista para ganar altura hasta diluirse en el infinito, me hacía temblar de pies a cabeza. Pero cuando me llevaba a la avenida de los Hangares, era otra cosa: se trataba que los gigantes voladores de aquella época pasaran justo arriba de mi cabeza. Entonces mi pasión se desbordaba como un volcán en erupción.
En la banqueta de esa calle se apiñaban familias enteras con su inseparable pipiolera de escuincles. Rostros de gozo. Miradas invadidas de emoción, sonrisas colmadas de felicidad. Se trataba de uno de los pocos espectáculos gratis que en la inmensa metrópoli podían disfrutar los pobres. La indumentaria respondía a un tronco común: sombreros ruinosos, camisas remendadas, paliacates descoloridos, zapatos gastados.
Ahí, pronto se organizaba una verbena popular; se vendían dulces, paletas, helados, refrescos, tacos de chicharrón con picosa salsa roja; jícamas, mangos y pepinos con limón y chile piquín, mientras se oteaba el horizonte con el afán de ser los primeros en descubrir el próximo aeroplano que aterrizaría en la pista de la terminal aérea.
-¡Ahí viene un avión! – le advertía a papá.
Allá, a la distancia, apenas un puntito negro luchaba por no diluirse en la inmensidad del techo del mundo. Fijaba mis ojos en el objetivo deseando arrancarlo de las alturas, al tiempo que percibía en mi interior extrañas emociones; algo me alborotaba el estómago, aceleraba los latidos del corazón, cortaba la respiración y golpeaba la cabeza.
-¡Papá, ahí viene, ahí viene papá! –gritaba alterado.
La silueta del avión ya se dibujaba claro; la arrogante trompa, brillantes las alas, centelleantes los círculos de las hélices. Las ruedas se desprendían silenciosas al tiempo que empezaba a percibirse la estridencia de los motores. Lento y seguro era el descenso. Bastaban unos instantes para que la imponente máquina estuviera a punto de sobrevolar por encima de mí.
-¡Tápate los oídos! ¡Tápate! –gritaba mi padre, mientras se aplastaba el sombrero sobre la cabeza.
Sin embargo, erguido, retaba a la nave levantando los brazos en cruz. Aguardaba que el estrépito del pájaro de acero ensordeciera mis sentidos y el golpe del viento me sacudiera el cuerpo. En ese fugaz instante, experimentaba sensaciones incomparables; sentía transportarme a otra dimensión en donde vivía con delirante intensidad. Palpitaba de emoción y vibraba de felicidad. La calma empezaba a renacer cuando el avión, con majestad, descendía suave sobre la pista. “Voy a ser piloto aviador”, me juraba muy seguro de sí. Pero nunca lo fui…
Muchos años después, por azares del destino, mi profesión de periodista me brindó la oportunidad de volar en toda clase de aparatos. Desde un bimotor, hasta un jet de combate, pasando por los helicópteros, las avionetas, los jumbos y los planeadores. ¡Ay los planeadores! Estar suspendido a grandes alturas envuelto por las nubes y un silencio celestial, era como estar junto a Dios.
Cuando me recuperé de aquella bella ensoñación, tomé el periódico que tenía a la mano y en la primera plana destacaba la dantesca fotografía de un jet destrozado en tierra, partido por la mitad, envuelto en llamas que desprendían densas columnas de humo. Cuando identifiqué las siglas impresas en el fuselaje, el miedo me paralizó.
Era la aeronave en la que yo viajaba…

Friday, August 31, 2007

VIDA DE PERRO

VIDA DE PERRO
Por José Dávila A.

Llevaba vida de perro, porque era un perro callejero.
Nada que ver con la alta aristocracia de los dálmata, pointer, terrier, afgano, collie, chow-chow, labrador, pastor alemán, samoyedo y demás corte palaciega con pedigrí como acta de nacimiento. Menos aún terranova o San Bernardo. Vaya ni sabueso o de caza; guía de ciegos, escucha de sordos o rastreador de drogas. No, absolutamente nada de que presumir.
Abandonado desde tierna edad, su imagen era dolorosa. Caminaba lento y sin rumbo en busca de un mendrugo que comer o de una charca en donde beber. A cada paso, sus omoplatos sobresalían sobre un escuálido lomo en donde se podía contar las vértebras, así como las costillas que semejaban teclas de piano viejo. Por supuesto, los dientes lucían amarillentos, la lengua de fuera y el rabo oculto entre las patas traseras. Su estampa, pues, era de triste derrota, a la que se añadían unos ojos lagañosos, el pelaje pulgoso, las orejas pobladas de garrapatas y sin duda alguna, lombriciento.
En pocas palabras era un milagro viviente. Vaya, ni siquiera sabía que era el mejor amigo del hombre desde hace más o menos 14 mil años. Lo anterior lo afirmaban testimonios de arqueólogos que habían descubierto su imagen en pinturas rupestres o huesos caninos en un entierro persa correspondiente al siglo V antes de Cristo.
Como consecuencia de lo anterior, lo que menos le interesaba era su origen, si descendía del lobo, si estaba dotado para arrear ganado, arrastrar trineos o poseer el fino olfato de cazador. Él tan sólo deseaba comer y un rincón en donde se encontrara a salvo de maldiciones, golpes y patadas, que le propinaba ese espécimen inteligente llamado hombre. Si hubiera escuchado hablar del suicidio, no lo pensaría dos veces. Así de desgraciada era su vida.
Sin embargo, un golpe de suerte se atravesó en su camino: topó con un viejo feliz. En la calle, dormía plácidamente sobre su costal de pepenador. Su rostro era el de un bendito. Su semblante tan sereno como el de un niño bien amado y un atisbo de sonrisa a flor de labios. La pátina del tiempo que estaba hincada en su maraña de arrugas, hablaba de muchos ayeres de libertad.
La crecida barba blanca iluminaba la tez cobriza quemada por los rayos del sol. Su cabeza reposaba sobre el brazo derecho; el izquierdo se mantenía inerte sobre el pecho. La respiración era profunda, tranquila. Para el anciano, nada ni nadie ni siquiera el ruido del tráfago urbano, turbaba su tregua pactada con la vida.
Descansaba ajeno a toda preocupación. ¿Qué podría sobresaltarle? Nada. No se afanaba por pagar impuestos. De hambre no tenía síntomas. De miedo tampoco. ¿Quién desearía sus atesoradas pertenencias? ¿Quién envidiaría su precario costal? ¿Quién osaría arrebatarle un apaleado sombrero de fieltro tan patrimonial como su propia edad? ¿Quién podría despojarle de un saco sucio, sin bolsas ni solapas, heredado en el vagar de sus años errantes? ¿Quién se atrevería a quitarle el pantalón remendado o los zapatos agobiados de aplanar tanto asfalto?
El instinto del perro faldero no se equivocó. Había encontrado a su protector: un hombre tan humilde como él, pero sin preocupación que nublara su vida. Por varios minutos lo observó con una mirada en donde cintilaba la nobleza. Sus ojos se convirtieron en dos esferitas de miel y sus orejas se pusieron en alto como un par de banderillas en todo lo alto en el morro de un toro de lidia.
Atento, empezó a mover su cola, al tiempo que comenzó a gemir bajo para despertarlo sin sobresaltos. Cuando el anciano se avivó y le vio, adivinó todas las desgracias del animalito. Sin dejar de sonreír, de un bolso sacó un pedazo de pan y se lo ofreció. El perro, sin dudarlo, se acercó confiado y con admirable delicadeza atrapó el alimento con sus dientes. En un santiamén se lo devoró y movió con mayor ímpetu su cola.
El viejo no lo dudó: le ofreció el resto del pan que había guardado para su cena y cuando el perro lo engulló, estiró su mano para acariciarle. Después lo atrajo hacia él, lo arropó contra su pecho, le besó la cabeza y los dos se quedaron dormidos.

Monday, August 27, 2007

LA CITA

LA CITA
Por José Dávila A.

Empecé a conocerla por internet...
No, no se trata de la misma historia del “chat”. Nada parecido a ello. Todo lo contrario: ninguna intención de realizar compromisos virtuales, de intercambiar fotografías personales o de exponer pensamientos melosos con el propósito de vender una caricatura de mi verdadera imagen personal. Todo ello, con el fin de encontrar una pareja.
No, nada de eso. Me niego a refugiarme en el anonimato para engatusar al “enemigo” consumiendo horas, días y semanas, con el fin de tener compañía.
Si de algo no deseo saber nada es del amor.
Tras repetidos y dolorosos desencuentros con el sexo opuesto, me convertí en un hombre solitario y guardé luto al extraviar el rumbo sentimental de mi vida. Nunca imaginé que así desembocaría mi destino, pero...
Ahora lo que me consuela es cruzar algunos parlamentos frente a la pantalla del computador para hacer más llevadera mi soledad. ¿Quién me iba decir que en la última etapa de mi vida habría de culminar cruzando en corto algunas palabras de aliento con entes invisibles?
Me gusta escribir y ahora me dicen que soy un “escritor”. Aún me sorprende el concepto.
Me inicié en las trincheras del periodismo. Nada de escuelas ni cursos de comunicación social. A golpe cincel me fui forjando como fotógrafo, hasta que mi Director me hizo la proposición de que escribiera mis propios reportajes. ¿Escribir? ¡Jamás había pasado por mi mente! Sin embargo, en el yunque de su sabiduría me fue formando hasta el grado de colgar las cámaras y entregarme de lleno a la redacción.
Años después, cuando una enfermedad de la que nunca podré deshacerme me atacó, pasé a formar parte del ejército de los pensionados. ¡Dios Santo! ¿Y ahora qué hacer? En aquellos tiempos de incertidumbre y frustración, un buen amigo me rescató del pozo de la incertidumbre al proponerme escribir cuentos, historias, vivencias. Entonces encontré un resquicio tras el cual fugarme del letargo que me consumía.
Y sí, empecé a ensayar, a narrar, liberar la imaginación y resucitar personajes que habitaban en el camposanto de mi olvido. Entonces quise probarme exponiendo mi trabajo en páginas web de escritores y evaluar los resultados. Para mi suerte me inserté en un nicho de colegas encadenados por el amor a las letras y con el exclusivo deseo de plasmar y compartir su sensibilidad y pensamiento.
Cuando prevalece el respeto no existe obstáculo que impida una relación de concordia y armonía derivado de la febril libertad de expresión, dejando tras de sí un testimonio de imaginación y creatividad.
Fue entonces cuando empecé a conocerla. Me cautivó su nítida y elegante capacidad de escribir. Con el tiempo nuestros comentarios empezaron a tejer un fino capullo de franca amistad, hasta empezar a conocernos con más apertura vía mail.
Del trabajo, pasamos a saber de nuestras profesiones, inquietudes y metas, así como enterarnos de nuestras familias y preocupaciones. Poco después me sorprendió que me invitara a conocer su página web e incluirme como uno de sus escritores invitados, lo cual consideré un gran honor.
Con el andar de tiempo, llegó el día en que por motivos de su profesión ella viajaba a mi ciudad y deseaba platicar conmigo. De golpe sentí una gran alegría. ¡Iba a conocer a una persona que admiraba tanto! Sin embargo, de inmediato me sacudió el miedo. Jamás le había contado que era una persona incapacitada, que el mal que cargaba en mis espaldas me había quebrado el cuerpo pero no el espíritu.
Sin embargo, no podía dejar de conocerle. Mientras me dirigía a la cafetería en donde se celebraría nuestra reunión, poco a poco un pensamiento de inseguridad me iba doblegando la voluntad ¿Qué imagen le iba a causar mi presencia física?
Con paso renqueante me fui acercando a su mesa, cuando ella levantó su mirada…
Al verme sostenido de una andadera, adiviné en sus ojos un destello de desconcierto y su semblante se ensombreció.
Incierto, detuve mi paso y escuché una vocecita de arrepentimiento en mi interior: “Lo sabías, lo sabías ¿no es cierto?”
Entonces, sucedió.
Lento, ella se levantó y con un suave ademán me invitó a sentarme a la mesa. Después, una brillante sonrisa iluminó su rostro y me dijo: “A ver cuentero, cuenta...”

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Friday, July 06, 2007

AÑO 2050

AÑO 2050

Por José Dávila A.

El éxodo se ha iniciado...
Por un laberinto de caminos desérticos, arrastran sus pies descalzos, diversas tribus sedientas y desarrapadas en busca de un rincón en dónde sobrevivir. En sus famélicos rostros se adivina la desesperanza y en sus ojos se nubla la promesa ante un horizonte incierto. Hombres, mujeres, ancianos y niños, agigantan una peregrinación sin destino. Huérfanos de porvenir, ahora son espectros vivientes.

Atrás, sus agrestes sierras, mesetas y hondonadas, quedan olvidadas. Mudos testigos de la desertificación. Humildes comunidades con dispersos caseríos de madera y piedra son pueblos fantasmas, testimonio que en ellos habitaron muchas generaciones víctimas de la marginación. En algunos continentes las temperaturas rebasan los 50 grados centígrados, arrebatando la vida a miles y miles de seres humanos. La vida se ha convertido en un verdadero infierno.

En un pasado no muy lejano las recónditas tierras eran generosas. Los sabios antepasados, ante la indiferencia de una soberbia casta gubernamental, no tuvieron más alternativa que escoger los más alejados terruños en donde asentar su existencia y proteger la especie. Con sabiduría entendieron los diferentes ciclos de la vida, los cambios climáticos y respetaron sus procesos evolutivos. Eran hombres que sabían valorar y respetar lo que provenía del medio ambiente.

¿Y hoy...? El silencioso éxodo humano se extiende por todo el mundo. Son migraciones nómadas que no encuentran asiento en dónde establecerse, porque cada día son más reducidos los espacios de supervivencia. Es la maldición de los miserables, de las masas marginadas, de los olvidados. El rechazo, la expulsión, la negación, son los lazos comunes que les identifican.

-El calor está acabando con todo –dice resignado el patriarca que encabeza uno de tantos destierros con rumbo desconocido-. Los ríos se secaron, los arroyuelos ahogaron su murmullo, las nubes se disolvieron y el bosque, la eterna sombra que nos cobijaba, ha desaparecido.

El éxodo se ha iniciado...

La desgracia se expande como la peste. Ya no hay nada que comer. Ya no hay nada que beber. La gente muere, los animales mueren, la tierra muere, se endurece, se agrieta. Las sequías son cada vez son más prolongadas. Sin bosques no hay lluvia y si algún nubarrón extraviado descarga un ligero chubasco, éste se desboca por las pendientes ante la ausencia de pastos, raíces o nichos que le absorban, porque todo se ha convertido en una lápida de piedra. Se desliza, corre y se pierde hasta evaporarse.

No sólo los desamparados vagan por los desolación; los animales huyen y las aves también se expatrían. Siempre lo han hecho; pero ahora jamás volverán a sus campos que se han trasmutado en agrestes eriales. Imitan a los humanos y recorren grandes distancias en busca de salvadores refugios que les permita resguardar su ciclo de vida.

Los halcones huyen a cimas más elevadas adonde aún no han llegado los insaciables taladores con sus siniestras cierras mecánicas, dejando tras de sí un cementerio de troncos mutilados. Los pulmones verdes de la Tierra, las grandes selvas, agonizan.

Mientras tanto, los emporios industriales continúan engullendo las escasas reservas de energéticos, agotan los pozos y contaminan indiscriminadamente el aire con sus emisiones de bióxido de carbón, así como emponzoñan cauces de aguas cristalinas en aguas negras. Inmutables, día tras día se perforan más hondo en los océanos en busca de tan vitales elementos.

Cierto... La humanidad a través de los siglos ha saqueado sin misericordia a un mundo pleno de riquezas. Y ahora, lacerado, mutilado, humillado, se rebela contra sus habitantes.

Es el precio del progreso: la economía contra el ambiente.

-Nadie nos escuchó – recuerda el patriarca con el semblante rígido y advierte con tono bronco-: Quienes ya no tenemos nada, buscamos compartir con aquellos que aún conservan algo. Entonces, sin remedio, se entablará la lucha. Desde luego, vencerá el más fuerte en defensa de la última gota de agua. Finalmente nadie ganará. Sí, la muerte incitará la rebelión y llamará a la guerra por la subsistencia. Estimulará la violencia, incendiará el odio, convocará el arrebato, invitará a la hambruna. Habrá hostilidad: hombre contra hombre.

En efecto, la Parca, feliz, siempre insatisfecha, aúlla siniestra y danza repartiendo guadañazos, arrebatando almas, soplando llamas de odio, incendiando la razón y sembrando panteones de hambre y sed.

El calentamiento global al fin se impuso. Lo que hace 50 años era una seria advertencia, ahora es una realidad. Esta amenaza que desde principios de nuestro siglo advirtieron reconocidos científicos y altos funcionarios de las Naciones Unidas, fueron desechadas con arrogancia. Sin embargo, la profecía de los nuevos “Nostradamus”, se cumplió. Sin misericordia se devastó la naturaleza y ella, sabia, empezó a cobrar la factura ensañándose con los más débiles.

El hombre, ciego de ambición ignoró el mágico comportamiento de la biósfera. Sus constantes manifestaciones fueron ignoradas; huracanes, tempestades, tornados, inundaciones, tsunamis, sequías catastróficas, flagelan por doquier. Cambios climáticos sin precedentes que empiezan a fracturar los casquetes polares que sin duda aumentaran los niveles del mar. Nunca bastó la anunciación de tantos desastres.

El costo del progreso cierne su peligro en el mundo y el conflicto de las civilizaciones está a la vuelta de la esquina. ¿Cuántos falta para estalle el caos? ¿Alcanzará el tiempo para recapacitar?

No hay respuesta. Nadie se atreve...

En tanto, el éxodo prosigue. Cientos de desplazados, miles de sedientas familias desarrapadas, arrastran sus pies por laberintos de caminos polvosos que quizá no conduzcan a ningún lado.

Calentamiento global. ¿El inicio del fin?

Resignado, el patriarca, afirma: “Sí, todo está caliente, tan caliente que hasta el Sol suda”.











El calentamiento global hace sudar hasta el Sol.

Saturday, June 30, 2007

LA CASA DE LOS ESPEJOS

LA CASA DE LOS ESPEJOS

Por José Dávila A.



Daniel era todo un caballero... Así siempre se le distinguió, pero nada tenía que ver con Sir Lancelot.

Hombre tranquilo, muy tranquilo; honrado, leal, respetuoso. Callado. Demasiado fiel, servicial, gentil y modesto. “Es toda nobleza, siempre cede y sólo piensa en complacer a los demás y nunca en satisfacer sus propios deseos. Es un pobre idealista. ¡Vaya estúpido!” –se comentaba con desdén.

Arrastrado por su rectitud ofrecía amistad a quien la requería sin ser comprendida su desmedida generosidad. Daniel pertenecía a esa clase de ser humano en peligro de extinción que se quitaba el pan de la boca para dárselo al que más lo necesitaba. Asimismo, en varias ocasiones, se enamoró entregando sin condición sus más caros sentimientos; sin embargo, nunca fue correspondido y se le reprobó porque “era demasiado complaciente e incapaz de tomar una decisión propia”.

Tras los repetidos fracasos sentimentales, nació un gran vacío en su interior cerrándole el camino al amor y al aprecio personal. Buscaba en su interior y no encontraba huella de una inquietud, una nueva pasión o un deseo.

Desconcertado, pensó que le habían robado el alma. Entonces se sintió desamparado; su corazón se había convertido en una piedra. La brutal soledad en que se encerró, le golpeaba con mayor fuerza y la desolación se convirtió en compañera de cabecera. A modo de recompensa, vivía con cierta serenidad: ya no padecía desengaños, recriminaciones, burlas o exigencias. Pero tampoco tenía con quien compartirse así mismo.

Daniel estaba harto de culminar su jornada de trabajo bebiendo una copa en la barra de un bar, en donde la mayoría de la gente estaba en solitario concentrada en su bebida y sosteniendo entre sus dedos un humeante cigarrillo.

Entonces ideó rodearse de amigos que no fueran prisioneros de tan estresante comportamiento. Algo semejante a la clonación. Deseaba que pensaran y se comportaran como él. Para ello, las paredes de cada una de las habitaciones de su casa las revistió de espejos.

Sí de espejos... El dispositivo más sencillo para manifestarse así mismo.

Sin embargo, ninguno de ellos debería reflejar su imagen y semejanza. Tendrían que distorsionar su físico para sentirse rodeado de seres desiguales, de fantasmas vivientes.

Para ello mandó fabricar, a su capricho, una combinación de espejos cóncavos, convexos y concaconvexos de diversos espesores. De esta manera logró envolverse de figuras espectrales: hombres cabezones de cuerpo ondulado y piernas mochas; hombres más delgados que una caña con manos y pies tan largos como zancos; altos de cabeza aplastada, brazos regordetes y vientre obeso; hombres narigones con cuello de avestruz y patas de pollo; hombres chaparros y melenudos con el rostro cuadrado soldada a los hombros y liadas las piernas al pecho.

Así, por doquier que deambulaba, platicaba con personas exóticas a quienes bautizaba a diario con nombres diferentes. Si por la mañana saludaba a Dámaso, por la tarde le llamaba Ambrosio y por la noche le identificaba como Alfredo. Igual acontecía con todos los demás. De esta forma, aumentaba el caudal de su agenda personal.

En efecto, la casa de los espejos tenía un encanto mágico. El rol se había transformado. Ahora sus inquilinos le complacían a él.

Sin duda alguna, su estancia preferida era el pequeño estudio de trabajo. Parecía una antigua peluquería de barrio en donde la colocación de los espejos en los cuatro muros multiplicaba la imagen de los parroquianos. De esta manera, hacia cualquier pared que volteara podía dialogar con la diversidad infinita de un individuo diferente.

Por otra parte, sala, comedor y cocina eran más discretos con relación a las reproducciones humanas, pero su recámara tenía un toque especial. Como en los hoteles de mala nota, dispuso un gran espejo en el techo; de esta manera se sentía eróticamente acompañado de la mujer siempre anhelada.

Daniel creía haber dado en el clavo; se sentía aceptado y por tanto feliz.

Con todos los huéspedes se llevaba de maravilla al intercambiar las mismas afinidades Si leía el periódico, obviamente los demás se conducían idéntico: hojeaban el mismo libro, escuchaban las mismas noticias, fumaban los mismos cigarros, degustaban los mismos alimentos, se distraían con la misma música y debatían sin contradicciones los mismos tópicos.

Era asombroso. Nunca, pues, un desaire, una discusión... una despedida. Todos estaban de acuerdo; actuaban y pensaban igual. En el estudio, Daniel hablaba de política; en la sala de los principales sucesos que le daban la vuelta al mundo; en el comedor de la carestía de la vida, en la cocina del arte culinario, en la recámara jugueteaba sensualmente con palabras de doble sentido y en el baño, en donde existía el único espejo plano de la casa, enmudecía.

Cuando se veía sin máscaras ni deformaciones corporales, cuando topaba con sus facciones reales, huérfano del espejismo de su clan de monstruos, callaba; sus ojos lentamente se enrojecían y daban paso franco a un llanto interminable..

Wednesday, June 27, 2007

LA RATA

LA RATA
Por José Dávila Arellano.

Vive en el fondo de una alcantarilla en la esquina del parque de Santa Catalina. Come y duerme con las ratas. Se ha convertido en una rata; una rata humana más de la gran ciudad que roe la conciencia de hombres y mujeres para que accedan a darle una limosna.
Se llama Inocencia. ¡Vaya contradicción de la vida! A los siete años de edad huyó de su casa, durmió una semana en una delegación de policía, después su vía crucis se extendió a un reformatorio y en la primera oportunidad que se le presentó desertó para disolverse en el tumulto urbano, sumergiéndose en el interior de una coladera de desagüe de aguas negras, como lo hacen cientos de niños de la calle a lo largo y ancho de la metrópoli.
-Sí, aprendí a explotar mi huérfana condición de vida, miserable y rebelde –confiesa con un claro tono de desafío-. No me importa mentir, robar, suplicar, arrebatar y engañar con mis falsas lágrimas. Así me gano el sustento, porque a nadie le importa mi suerte; si vivo o muero, es igual. No tengo a nadie y nadie se interesa por mí. ¿Total qué? Dígamelo a los ojos: ¿A quién le importa mi vida? ¿A usted? No lo creo –me señala con desdén y a continuación me advierte con una mirada encendida-: Ni siquiera se atreva a mentirme. Se que usted es igual que todos y a cambio de unas monedas me está utilizando para escribir una historia para su revista y después irse muy satisfecho a cenar y dormir. Porque me va a pagar por contarle mi historia, ¿no es cierto?
Con la vergüenza encendida en mi rostro, asiento. Ella, con semblante huraño, me previene: “No me mueva la cabeza, ¡dígamelo con palabras! ¡Sí o no!”
Así me habla ella, con extrema rudeza, sin ingenuidad, y con la exigencia de una desesperada sobreviviente. Consciente de su realidad y ahora con 12 años de edad, Inocencia, no hace honor a su nombre. Está viviendo la peor de las pesadillas y busca desquite. El odio la carcome y el hambre la violenta. Sus ojos negros acusan, denuncian, recriminan. Buscan un culpable con quien desquitar su desventura. El rostro infantil, demacrado y sucio, devela el abandono del tiempo. El pelo enmarañado y mugriento, el vestido rasgado, los pies descalzos y los huesos a flor de piel, la convierten en la viva imagen de un fantasma callejero.
-¡Sí o no! –vuelve a repetir huraña sacándome del impacto que me ha causado su condición humana.
-Si... –respondo torpe y con recelo a su demanda.
Tras mi respuesta, señala el fondo pestilente de la alcantarilla y dice con desconcertante naturalidad: “Ahí vivo desde que tenía siete años –afirma y con evidente sarcasmo revanchista, invita: ¿Quiere bajar? Ándele, le invito a pasar a mi casa; no a cualquier hombre le hago la invitación. Bájele a ver qué se siente allá abajo, en el infierno de las ratas”
Me niego.
-Ya lo sabía. Sólo se atreve el desesperado, el olvidado y el hambriento con un rencor a la vida de este tamañote. Usted no ha sufrido, no sabe lo que es sufrir, no sabe ni para dónde ir ni qué le espera al día siguiente. Seguro que tuvo a sus padres que le cuidaron desde chiquito.
-¿Dónde están los tuyos? –le pregunto cauto.
-¿Mi papá? No lo conozco; nunca lo conocí. Solo sé que desde chiquita mi mamá metía muchos hombres a la casa y me decía que era un amigo, un tío, un primo, un hermano, un cuñado, un padrino, y de mi papá nada. Con tanto pariente todos los días me mandaba a mi cuarto, hasta que un noche se dio cuenta que la espiaba y desde entonces empezó a pegarme y pegarme , amenazándome que me quemaría los ojos si volvía a espiarla.
-¿Y...?
-Ya no lo hice, pero algunos de esos hombres que metía mi mamá día y noche venían bien borrachos y apenas me veían me gritaban y le pegaban a mi mamá diciéndole era una prostituta y yo no entendía. Lo supe cuando escuché a uno de ellos que mejor quería conmigo. Yo no sabía qué era de eso de que querer conmigo, hasta que me llamó mi mamá y permitió que aquel hombre que apestaba a cigarro y alcohol me acariciara las piernas y me prometió que no me iba a doler. Sentí rete feo, me dio asco y le solté una patada.
-¿Y qué hizo tu mamá?
-Nada. También estaba borracha
-¿Y tú?
-Me eché a correr para la calle y ellos se rieron. Al principio no entendía que le gustaba de mí a ese desgraciado, pero no pasó mucho tiempo para adivinarlo y saber que lo que quería decir prostituta. Desde entonces vivo en la calle, la mejor escuela de la vida. Vivo de limosnas, le pido dinero a la gente y le invento que mi hermanito está muy enfermo o que se está muriendo. Ya parece que tengo un hermanito. ¡Ojalá así fuera! Quizá él sí me querría. Así pues vivo y la necesidad me obligó a rasguñar, a insultar, a morder y patear a todo aquel que se atreve a meterse conmigo. Agarro lo que encuentro a la mano: piedra o un palo. No me interesa si puedo romperles la cabeza.
-¿No sientes miedo al dormir allá abajo?
--¿Miedo? Sí, siempre siento mucho miedo; pero ¿adónde más puedo meterme? Ahora como que ya me acostumbré a la oscuridad y a la peste de los olores; a veces duermo tranquila. En mi casa me golpeaban, en el la delegación me golpeaban, y en el orfanato donde me mandaron también me golpeaban.
-Me canse de tanto golpe y por eso a la primera oportunidad me escapé y busqué en dónde estar sin que nadie me viera hasta que encontré este agujero. Se acabaron los jalones, las cachetadas, las patadas, los jalones de pelo, las maldiciones y los cubetazos de agua helada. Aquí no tengo miedo de que me violen. A nadie le importa un carajo mirar para abajo. Este es otro mundo, es como estar en el fondo de un bote de basura sin que a nadie le importe. Ni siquiera a mi mamá, que ella sí sabe dónde vivo, pero nunca me visita. Mejor así porque no la quiero.
Guardo silencio.
-Soy una apestada y ya no me importan las ratas que me rondan por las noches, porque soy una rata más. No soporto sus chillidos, porque entonces sí me da mucho miedo. Entonces les aviento unas migajas de pan y se quedan satisfechas. A veces se suben por mis piernas o por la espalda; yo me encojo y no me muevo. Que me den por muerta. Luego me dejan tranquila.
-¿Y aquí siempre vas a vivir?
-¿A dónde más? Está es mi casa; es lo único que tengo. En el barrio me respetan y no se meten conmigo y a nadie le pido lo que no quieran darme, aunque hay días que no pruebo alimento. Entonces me meto a mi hoyo a dormir y así se me olvida que tengo hambre.
-¿Alguien sabe tu nombre?
-No. Me conocen como “La Rata”. Así está mejor, porque me siento como un asqueroso animal.

LA RATA

LA RATA
Por José Dávila Arellano.

Vive en el fondo de una alcantarilla en la esquina del parque de Santa Catalina. Come y duerme con las ratas. Se ha convertido en una rata; una rata humana más de la gran ciudad que roe la conciencia de hombres y mujeres para que accedan a darle una limosna.
Se llama Inocencia. ¡Vaya contradicción de la vida! A los siete años de edad huyó de su casa, durmió una semana en una delegación de policía, después su vía crucis se extendió a un reformatorio y en la primera oportunidad que se le presentó desertó para disolverse en el tumulto urbano, sumergiéndose en el interior de una coladera de desagüe de aguas negras, como lo hacen cientos de niños de la calle a lo largo y ancho de la metrópoli.
-Sí, aprendí a explotar mi huérfana condición de vida, miserable y rebelde –confiesa con un claro tono de desafío-. No me importa mentir, robar, suplicar, arrebatar y engañar con mis falsas lágrimas. Así me gano el sustento, porque a nadie le importa mi suerte; si vivo o muero, es igual. No tengo a nadie y nadie se interesa por mí. ¿Total qué? Dígamelo a los ojos: ¿A quién le importa mi vida? ¿A usted? No lo creo –me señala con desdén y a continuación me advierte con una mirada encendida-: Ni siquiera se atreva a mentirme. Se que usted es igual que todos y a cambio de unas monedas me está utilizando para escribir una historia para su revista y después irse muy satisfecho a cenar y dormir. Porque me va a pagar por contarle mi historia, ¿no es cierto?
Con la vergüenza encendida en mi rostro, asiento. Ella, con semblante huraño, me previene: “No me mueva la cabeza, ¡dígamelo con palabras! ¡Sí o no!”
Así me habla ella, con extrema rudeza, sin ingenuidad, y con la exigencia de una desesperada sobreviviente. Consciente de su realidad y ahora con 12 años de edad, Inocencia, no hace honor a su nombre. Está viviendo la peor de las pesadillas y busca desquite. El odio la carcome y el hambre la violenta. Sus ojos negros acusan, denuncian, recriminan. Buscan un culpable con quien desquitar su desventura. El rostro infantil, demacrado y sucio, devela el abandono del tiempo. El pelo enmarañado y mugriento, el vestido rasgado, los pies descalzos y los huesos a flor de piel, la convierten en la viva imagen de un fantasma callejero.
-¡Sí o no! –vuelve a repetir huraña sacándome del impacto que me ha causado su condición humana.
-Si... –respondo torpe y con recelo a su demanda.
Tras mi respuesta, señala el fondo pestilente de la alcantarilla y dice con desconcertante naturalidad: “Ahí vivo desde que tenía siete años –afirma y con evidente sarcasmo revanchista, invita: ¿Quiere bajar? Ándele, le invito a pasar a mi casa; no a cualquier hombre le hago la invitación. Bájele a ver qué se siente allá abajo, en el infierno de las ratas”
Me niego.
-Ya lo sabía. Sólo se atreve el desesperado, el olvidado y el hambriento con un rencor a la vida de este tamañote. Usted no ha sufrido, no sabe lo que es sufrir, no sabe ni para dónde ir ni qué le espera al día siguiente. Seguro que tuvo a sus padres que le cuidaron desde chiquito.
-¿Dónde están los tuyos? –le pregunto cauto.
-¿Mi papá? No lo conozco; nunca lo conocí. Solo sé que desde chiquita mi mamá metía muchos hombres a la casa y me decía que era un amigo, un tío, un primo, un hermano, un cuñado, un padrino, y de mi papá nada. Con tanto pariente todos los días me mandaba a mi cuarto, hasta que un noche se dio cuenta que la espiaba y desde entonces empezó a pegarme y pegarme , amenazándome que me quemaría los ojos si volvía a espiarla.
-¿Y...?
-Ya no lo hice, pero algunos de esos hombres que metía mi mamá día y noche venían bien borrachos y apenas me veían me gritaban y le pegaban a mi mamá diciéndole era una prostituta y yo no entendía. Lo supe cuando escuché a uno de ellos que mejor quería conmigo. Yo no sabía qué era de eso de que querer conmigo, hasta que me llamó mi mamá y permitió que aquel hombre que apestaba a cigarro y alcohol me acariciara las piernas y me prometió que no me iba a doler. Sentí rete feo, me dio asco y le solté una patada.
-¿Y qué hizo tu mamá?
-Nada. También estaba borracha
-¿Y tú?
-Me eché a correr para la calle y ellos se rieron. Al principio no entendía que le gustaba de mí a ese desgraciado, pero no pasó mucho tiempo para adivinarlo y saber que lo que quería decir prostituta. Desde entonces vivo en la calle, la mejor escuela de la vida. Vivo de limosnas, le pido dinero a la gente y le invento que mi hermanito está muy enfermo o que se está muriendo. Ya parece que tengo un hermanito. ¡Ojalá así fuera! Quizá él sí me querría. Así pues vivo y la necesidad me obligó a rasguñar, a insultar, a morder y patear a todo aquel que se atreve a meterse conmigo. Agarro lo que encuentro a la mano: piedra o un palo. No me interesa si puedo romperles la cabeza.
-¿No sientes miedo al dormir allá abajo?
--¿Miedo? Sí, siempre siento mucho miedo; pero ¿adónde más puedo meterme? Ahora como que ya me acostumbré a la oscuridad y a la peste de los olores; a veces duermo tranquila. En mi casa me golpeaban, en el la delegación me golpeaban, y en el orfanato donde me mandaron también me golpeaban.
-Me canse de tanto golpe y por eso a la primera oportunidad me escapé y busqué en dónde estar sin que nadie me viera hasta que encontré este agujero. Se acabaron los jalones, las cachetadas, las patadas, los jalones de pelo, las maldiciones y los cubetazos de agua helada. Aquí no tengo miedo de que me violen. A nadie le importa un carajo mirar para abajo. Este es otro mundo, es como estar en el fondo de un bote de basura sin que a nadie le importe. Ni siquiera a mi mamá, que ella sí sabe dónde vivo, pero nunca me visita. Mejor así porque no la quiero.
Guardo silencio.
-Soy una apestada y ya no me importan las ratas que me rondan por las noches, porque soy una rata más. No soporto sus chillidos, porque entonces sí me da mucho miedo. Entonces les aviento unas migajas de pan y se quedan satisfechas. A veces se suben por mis piernas o por la espalda; yo me encojo y no me muevo. Que me den por muerta. Luego me dejan tranquila.
-¿Y aquí siempre vas a vivir?
-¿A dónde más? Está es mi casa; es lo único que tengo. En el barrio me respetan y no se meten conmigo y a nadie le pido lo que no quieran darme, aunque hay días que no pruebo alimento. Entonces me meto a mi hoyo a dormir y así se me olvida que tengo hambre.
-¿Alguien sabe tu nombre?
-No. Me conocen como “La Rata”. Así está mejor, porque me siento como un asqueroso animal.

Tuesday, June 19, 2007

CULPABLE DE INFIDELIDAD

CULPABLE DE INFIDELIDAD

Por José Dávila A.

Jamás lo dudé. Desde el primer momento en que te conocí adiviné que serías mi amante...
Y fuiste más que eso: cómplice secreto, amiga incondicional, discreta confidente, acompañante de los silencios, refugio de la soledad, fuente de ilusiones, y confianza sin fronteras. En pocas palabras eras mi alma gemela.

Lucías tan hermosa cuando mis ojos por vez primera se posaron en ti. Radiante, seductora, vanidosa, orgullosa y muy segura de ti, presumiendo de una belleza ajena a todo maquillaje artificial. No lo necesitabas. Tu belleza era natural, tan luminosa y nítida como luna llena iluminando una selva tropical.

Tu prestancia de inmediato me sedujo. Tu atuendo negro con ribetes plateados, te acentuaba la personalidad. Y no es porque estuvieras de luto, sino bien sabías que en la sencillez se incuba la semilla de la elegancia. Y eso me enloqueció.

Tenías ese porte misterioso que inspiraba seguridad, confianza, nobleza y sacrificio. Tu cuerpo esbelto, bien formado, de provocativas líneas, se tornaba irresistible. Y tu voz, tu dulce canto y melodía, me hablaba de mil promesas y desafíos, de encuentros y desencuentros, de repetidas sorpresas e interminables remansos en donde sólo el silencio nos identificaba.

Cuando te descubrí, las amigas que te acompañaban se morían de celos a tu lado, mientras mis ojos, lenta, sensualmente te recorrían de pies a cabeza. No existía otro espacio en dónde posar la mirada. Pronto, en mi corazón nació ese sentimiento de felicidad que de un marrazo te sacude el alma. Jamás temí acercarme a ti. Nunca vacilé en confesarte mi admiración, admiración que de pronto se tornó en ternura y después en amor.

Ahora te lo descubro: desde el primer segundo confié en ti sin temor a una traición. Bien lo sabes; sin dudar te regalé los sentimientos más profundos de mi alma que jamás persona alguna conocía. Y sí, lo sé, en un principio te sorprendiste que yo, como buen guerrero, entregara mis armas a quien le había vencido tan sólo con su presencia. Después vislumbraste mi verdad y decidimos marchar juntos.

¡Ay amor, cuánto te amaba! No podía tocar otro cuerpo que no fuera el tuyo. Tú eras el universo infinito.

Cierto, vivimos tiempos de armonía, desesperos, confrontaciones, derrotas y victorias. No importaba que el amanecer nos sorprendiera después de una larga noche de diálogo inagotable. Juntos, los débiles rayos del sol nos devolvía la esperanza de vivir otro día aún más intenso que el anterior. Sin desmayo, decidida, combatiste a mi lado en busca de la solución acertada. Jamás olvidaré que me iniciaste en un nuevo lenguaje y atenuabas mi ignorancia con tu infinito bagaje de conocimiento. Siempre te mantuviste atenta a encontrar la salida a los laberintos en donde se extraviaba mi imaginación. Nuestra convivencia fue única. Nunca un reproche, jamás un disgusto, menos aún el arrepentimiento.¿Recuerdas cómo disfrutábamos navegar juntos por mares desconocidos?

Y cuando más feliz era, empezaste a enfermar, a desmayar; se te escapaba el brío, lentas eran tus respuestas, tu semblante sufría repentinas sacudidas. ¡Demonios! ¿Qué te sucedía? Empezamos a recorrer un arduo camino de inútiles consultas, sin encontrar el antídoto a los males que persistían. Todos los remedios, las vacunas que la ciencia conocía te fueron administrados sin resultado alguno. El dictamen final fue escalofriante: tu cuerpo estaba invadido por virus y gusanos desconocidos. Tu estado físico estaba en fase terminal... Así, lentamente, te fuiste apagando como un pabilo a los pies de un altar de iglesia. Y ahí estaba a tu lado, impotente, amarrando las lágrimas y derrotado por la tristeza. Mi alma gemela, irremediablemente, se escapaba lánguida.

Desconsolado te dejé descansar al tiempo que tu voz se convertía en un susurro. Velaba junto a ti sin atreverme a tocarte para no inquietar tu espíritu rebelde. Tan sólo diálogos sin voz. Necesitabas reposo, tranquilidad y respeto. Es por ello que me negué a un trasplante, a la mutilación de tu cuerpo como una última posibilidad de salvar algo tuyo que siguiera acompañándome en mi camino. No mi amor, no podía consentirlo, porque te sigo amando tal cual eres.

Sin embargo, antes que dejes de escucharme te juro que jamás te abandonaré. Siempre permanecerás a mi lado. No obstante, tengo que ser honesto, porque jamás nos mentimos. Difícil es hacerte esta cruel confesión: Ya tengo otra amante. No, no tan perfecta como tú. Eso sería imposible. Ni su pantalla, ni su cerebro, ni su teclado, se asemejan a ti. ¡Nunca podrán! Por favor, no me rechaces, compréndeme. Necesitaba de ella, porque sin una dirección de e mail no existo en este mundo...

CONSULTORIA EMPRESARIAL

CONSULTORIA EMPRESARIAL

Por José Dávila Arellano.



No robo ni asesino ni torturo ni acoso a mis víctimas. Detesto a los pederastas, rechazo a los narcotraficantes, abomino a los pandilleros y asesinos, condeno a los violadores, repruebo a los mercaderes de la pornografía y a los funcionarios corruptos en el poder. Sin embargo, soy un delincuente de cuello blanco; es decir, de traje, corbata y zapato de charol.

Los conozco a todos y nadie me conoce a mí. Mi trabajo es aseado, discreto y eficaz. No hablo ni señalo. Sin embargo, sé cuándo ganar y cuándo claudicar. Por otra parte me limito a respetar el código de honor no escrito del malhechor: cada quien carga con la responsabilidad de su fechoría.

¿Cuál es mi especialización? El secuestro...

En efecto, me dedico a secuestrar personalidades de la alta sociedad: Políticos, gobernantes, banqueros, empresarios, abogados y todo aquel que pertenezca a la fauna corrupta que se enriquece y ampara en la impunidad. Ellos son mi objetivo fundamental porque son los que saquean al país. A los honestos les dejo en paz. Así es de sencillo y garantizo un operativo profesional. Juego limpio: no corto dedos ni orejas. Nada tan prosaico como la violencia, vulgares tiroteos callejeros o consabidas emboscadas con automóviles blindados y armas de alto poder.

Tampoco filmo videos de los cautivos ni hostigo a sus familias. Por el contrario, les concedo todas las facilidades. La clave es cuestión de resistencia. En este juego, el que se desespera, pierde.
Mis operaciones las realizó a través de un despacho de Consultoría Empresarial, fachada ideal para investigar minuciosamente los candidatos a privar de su libertad. El trabajo que desarrollo es tan meticuloso que llego a saber más de sus vidas que ellos mismos. Para tal objeto, cuento con las fuentes necesarias que me brindan protección y proporcionan información privilegiada. ¡Ay, cuántos pecadillos se llegan a descubrir!

En poco tiempo, del secuestro he hecho una industria exitosa. La última auditoria arrojó un considerable incremento en las fuentes de ocupación, al igual que se comportan a la alza sus activos fijos y se multiplican las sucursales en las principales ciudades del país. Como la expansión es inevitable y el capital de trabajo continúa en asenso, quizá en dos años más venda acciones en la Bolsa de Valores.

El personal de la “Firma” es altamente capacitado, porque es diplomado de carrera. De veras, no miento. Culminó con eficiencia estudios en medicina, leyes, física, ciencias, arquitectura, economía, ingeniería cibernética, filosofía y letras, entre otras. Sin embargo, al salir a la calle, gracias al sistema macroeconómico y globalizador que nos gobierna, la única posibilidad de empleo decente que encontró a su alcance fue de taxista o vendedor ambulante. ¿Tanto quebradero de cabeza para nada? ¿Poseer un título para emigrar al extranjero como ilegal? Lo mismo me aconteció a mí. ¡No señor, no es justo! Ante la descomunal frustración, derrotado por la impotencia, decidí asociar a mis compañeros de generación para cobrar revancha contra la cínica práctica del influyentismo oficial y privado.

Ahora, doctorados en la práctica del secuestro, todavía no tenemos competidor similar. Las ganancias son sustanciales. No me quejo; pero las normas a observar corresponden a vivir con decencia y humildad, evitar la ostentación de riqueza y poder, impedir conductas de soberbia y mantener un alto nivel de cautela. Así pues, nadie sospecha nada.

Los secuestros se registran con cita previa en casas de seguridad, en donde se invita al posible candidato a participar en un irresistible negocio difícil de rechazar. Atraído por su ambición de incrementar dolosamente su riqueza, lo que encuentra sobre una austera mesa de roble con un gran florero rebosante de flores, es un sobre personal cuyo contenido enlista con lujo de detalles todas sus trapacerías financieras, evasiones de impuestos, lavado de dinero y aventuras extra maritales. Por lo tanto se le invita a enclaustrarse voluntariamente y exhortar a su familia a liquidar el costoso rescate que le ha sido tasado. En el ínterin, nos responsabilizamos de administrar la buena marcha de sus negocios. Si hace caso omiso y da media vuelta, está advertido que la susodicha pesquisa de inmediato se cursará a todos los medios de información.

Por supuesto que se trata de un chantaje, pero un chantaje sugerente, fino, elegante y calculador, exento de gritos, amenazas y ejecuciones violentas.

Privar de su libertad a un individuo es incuestionable que debe ser traumático. ¿Entonces por qué no hacer placentera su estadía? Hasta ahora, nadie ha despreciado el hospedaje que le brindo y me evito el mal gusto de contar con vigilantes encapuchados con pasamontañas.
Las casas de seguridad de la Consultoría no son infectas pocilgas; no, nada de eso. Son palacetes de cinco estrellas que garantizan todas las comodidades, hasta el aire acondicionado. Los ventanales no existen por lógicas razones: son virtuales y ofrecen cambiantes paisajes: desde un bosque, hasta un mar calmo, pasando por montañas nevadas y verdes praderas. El prisionero goza de plena libertad y puede deambular por donde mejor le plazca. Por ejemplo: el dormitorio está generosamente alfombrado, con una cama king size y una discreta iluminación que invita al relajamiento espiritual acompañado de música new age. Por supuesto las piyamas son de importación. El baño es de mármol de Carrara: jacuzzi, con sales aromáticas, sauna y regadera a presión; en una discreta repisa siempre está dispuesta una botella de buen champan francés y un par de copas de Murano; también posee un espejo monumental, así como batas y toallas de lino y algodón. El gimnasio es vital para conservarse en forma y está equipado con sofisticados aparatos multiusos. En el comedor encontrará las viandas que previamente elige del menú que cada 24 horas se pone a su disposición. Por último, en la sala está disponible una colección de libros clásicos, mesa de billar, televisión de plasma, bar con las más exclusivas bebidas, video games, revistas ( el Playboy está censurado a fin de no estimular conductas improcedentes) y un escritorio en donde puede enviar a sus familiares las cartas que considere necesarias, previa censura de mi parte. Los celulares están prohibidos.

Por lo anterior descrito, es obvio que nunca lo inmovilizo o le vendo los ojos. Controló sus movimientos por medio de un circuito cerrado de cámaras digitales de alta tecnología y el mantenimiento de los aposentos se realiza con extremo sigilo cuando se encuentra acurrucado en los brazos de Morfeo. Nunca tendrá oportunidad de conocernos. Nunca verá rostro alguno.
Para sorpresa mía, la atención es tan esmerada que se han dado el caso de que el sujeto raptado ya no quiere regresar a su hogar, pese a que se ha liquidado a satisfacción la respectiva recompensa. Ruega y hasta llora por continuar en tan maravilloso cautiverio, dado que se ha cumplido con el compromiso de mantener sus negocios al resguardo de buen puerto y no tiene que lidiar con los caprichitos de la esposa, los celos de la suegra y los berridos de los hijos. Entonces, por excepción se le conceden dos semanas más de gracia y después ¡lo echo a la calle! Desde luego se observan los buenos modales. Así como desapareció sin dejar huella, graciosamente reaparece en la vía pública bien vestido, rasurado y bañado.

Por otra parte, en ocasiones me enfrento a un difícil dilema: La familia en turno me ofrece el doble del rescate con la condición que lo retenga indefinidamente. Incluso se obliga a depositar generosas donaciones para tal efecto. Ante la frecuencia de tan reiterativas apelaciones, en nuestra próxima sesión de Consejo se estudiará seriamente la posibilidad de crear la Fundación del Secuestrado.

Hasta aquí, tal es el sutil engranaje que respalda una productiva actividad que lava mis delitos y calma el remordimiento de conciencia. En efecto, confieso ser un secuestrador de alta escuela, complaciente, amable, decente, y sobretodo preocupado por el bienestar de mis prisioneros temporales.

No obstante, en los últimos tiempos, ante el preocupante aumento del índice de inseguridad en el país, me seduce la posibilidad de impartir una maestría sobre el buen secuestro a fin de extirpar del negocio a las bandas de analfabetas criminales que actúan con brutal desaseo. ¡Ay de mí!, es tan sólo una quimera... Quizá cuando los tiempos mejoren y los delincuentes sin escrúpulos se encuentren en vías de extinción, me proponga escribir un libro sobre este espinoso tema. Por ahora, estoy convencido que tales pretensiones echarían a perder un negocio perfecto...

EL TEMPORAL

EL TEMPORAL

Por José Dávila A.

-Va haber hambre, si señor...
Don Eustaquio, con el desconsuelo y la resignación enganchados en su rostro enjuto, observa la desolación que le rodea. Encorvado por su vejez, con los brazos caídos, una camisa raída y un sucio pantalón de manta arremangado hasta las rodillas, mira con impotencia su corral. La tormenta todo lo devastó; casa, siembra, plantas y árboles, yacen ahogados en un lodazal.

-Ni cómo hacerle cuando el agua se lo lleva todo –dice con voz trémula de impotencia, que se niega a la resignación y le quiebra el espíritu. Sus manos nerviosas y huesudas dan vueltas y vueltas al ala destejida de un viejo sombrero de palma. El sombrero de toda una vida, el sombrero que con orgullo portaba su padre al abrir surcos en la tierra generosa; el sombrero que recibió como único legado al quedarse huérfano.

-¿Ónde quedaron mis gallinitas? ¿Ónde mis conejos y mis patos? ¡Santa María, ni los palomos se salvaron! Todo voló, señor: voló el techo de mi choza, voló el colchón, voló el anafre, voló la cobija, voló mi única silla, voló hasta el cuadro de la Virgen del Sagrado Corazón. Y si yo no volé fue porque me metí en medio de mis dos bueyes; animales fieles, sí señor. Me agarré de sus pescuezos y nada más mugían con los ojos saltados de miedo y las patas atrancadas en la tierra para no aplastarme. Fieles mis dos animales. A ellos les debo que ahora este aquí, enraizado en el lodo, viendo que ya no tengo nada.

-Ni siquiera un poquito de algo...

Apenas se había iniciado el calendario meteorológico de huracanes junio-noviembre y la primera tormenta tropical no dudó en abrir fuego, hiriendo la costa de Chiapas. Sus coléricas y silbantes rachas de viento arrasaron con rancherías, árboles y torres de conducción eléctrica. De un cielo sombrío, amenazante, se desplomaron rabiosas cortinas de agua ahogando siembras, pudriendo platanares, desbordando cauces y arroyos, inundando humildes poblados y dejando indefensas a puñados de familias. Tras su violento paso dejó como herencia un silencioso desamparo. Cuando por fin en las alturas renació un pálido sol, en la tierra todo estaba hecho un pantanal.

Eustaquio es hombre solo. Hace cinco años murió su mujer. Después, sus cuatro hijos, cada cual a su tiempo, se fueron siguiendo las vías del ferrocarril huyendo de la miseria del campo y con la esperanza anidada en el corazón de encontrar una vida mejor. Uno a uno, año tras año, se despidió, hasta dejarlo solo. Y Eustaquio, uno tras uno, les dio su bendición.

Una cruz de madera, se convirtió en su única compañera. Ahora, quebrada por la mitad, naufraga en el barrizal que vela el lugar en donde yace la esposa amada.

-Sólo me consuela que ellos ya no están; que se salvaron. Ya no tengo nada, señor. ¿Entiende? Ni siquiera un poquito de algo. Mi choza está partida en dos, como mi misma espalda. ¿Entonces ya pa´qué tanta preocupación? ¿De qué sirvió tanto sudor? Miré mis plantitas de plátano, podridas de agua. Ni asomo de una mazorca, ni asomo del poquito cacao que me animé a sembrar. ¿Y ora de qué me alimento? ¿De sueños...?

-¿Qué si no fui avisado? ¿Y cómo hacerle pa´adivinar si ni radio tengo? En esta tierra de Dios nadie se acuerda que aquí vive Eustaquio, desde que era así de chiquito. Mire pa’ todos lados. Ni loma ni monte que remontar. Menos carretera que andar. Entos ¿pa´ónde hacerse cuando le pega el temporal? Doy gracias que todavía estoy vivo, sí, gracias a mis dos bueyes. ¿Qué si los sacrifico? ¡Ni lo quiera Dios, señor! Es todo lo que me restó. Mejor le rezo al Santísimo y él dirá.
Lo demás está bien jodido y va haber hambre, eso que ni qué.

-Y apenas empezamos. Qué lejos se ve noviembre, señor...

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LA PEÑA VOLADA

LA PEÑA VOLADA

Por José Dávila A.


Don Mario Pinto hacía sumas con los dedos de sus manos y al poco rato no le alcanzaba la memoria para retener tanto número.

Cuando llegaba por los cincuentas o sesentas, dudada si eran setentas y con admirable paciencia volvía a empezar la cuenta. Así una y otra vez, prisionero de su parsimoniosa terquedad, los frecuentes fracasos se centraban finalmente en no estar al corriente de su edad.

Hacía mucho tiempo en que no reparaba en los días andados a lo largo de su vida y resolvió que era hora de saberlo. Desgraciadamente, le fallaba la puntería...

Que ya estaba viejo, lo estaba. Que seguía fuerte y sano, lo estaba. Que estaba cierto que era el único que vivía en su pequeño rancho, no lo dudaba. Que sus vecinos y amigos habían partido a mejor vida, ni titubeo tenía.

“¿Entonces?”- se preguntaba en cada nuevo amanecer y tras finalizar sus tareas de campo, volvía a barajar sus dedos hasta el momento de refrendarse la confusión.

Cuando la noche se le venía encima, se desprendía de su sombrero para que su rostro marchito lo iluminara la Luna y entonces preguntarle con devoción si vería el Sol del siguiente amanecer, sin atinar la fecha de su cumpleaños.

En su rancho de la Peña Volada, privaba un silencio eterno. A golpe de vista era una colmena de viviendas, establos y trojes con antigua acta de defunción. Unas sin techo, otras sin puertas, la mayoría sin ventanas como cuencas sin ojos y las más vetustas sólo con algunos decadentes muros en pie resueltos a no morir.

La Peña Volada se había convertido en una arruinada propiedad y Don Mario era el único fantasma que la habitaba. Sí, un fantasma que vagaba por sus cuatro puntos cardinales buscando tareas que terminar. No le faltaba el puñado de maíz, frijol, arroz, papa, y chile, así como raciones de camote, pepino, acelga, el jitomate, lechuga y calabazas que cosechaba en el huerto, ni aún menos los huevos fritos que cada mañana desayunaba. Además, en su mesa nunca faltaba una manzana, una pera o un plátano.

Si deseaba carne, salía con su vieja escopeta de doble cañón al hombro, y regresaba con una tercia de conejos y un racimo de codornices colgando del mecate que le servía de cinturón.

Sin embargo, el anciano no se sentía solo. Tenía amigos con los cuales dialogar: gallinas ponedoras, un burro, un perro sarnoso y dos mulos: uno tan añoso como él y el otro más joven, pero más remolón. Ambos eran la mar de mañosos: les gustaba el forraje, pero sufrían de migraña cuando tenían que jalar el arado para abrir nuevos surcos. No obstante, con resignación se doblegaban a la férrea voluntad de su amo que lejos estaba de arrastrar los pies.

Así transcurría la vida cotidiana de Don Mario, cuando un día al retornar de sus faenas campiranas, en su casa le esperaba un hombre alto, joven y bien trajeado. Sorprendido y deslumbrado no atinaba bien a bien en reconocer al visitante, hasta que preguntó dubitativo: “¿Eres tú Miguel?”

Al recibir afirmación, Mario Pinto descubrió que tenía guardadas muchas lágrimas. El abrazo fue sostenido y cálido sin que mediara una sola palabra. Cuando la emoción reencontró su cauce, Miguel le advirtió. “Padre, vengo por usted”.

Don Mario clavó su interrogante mirada en la de su hijo sin poder comprender aquellas palabras. Contó con sus dedos hasta diez y respondió incrédulo: “¿Por qué?”

-Porque usted ya está viejo y...

-¡Viejos los cerros y todavía reverdecen! – respondió airado el ranchero.

-No se enoje padre. Entienda: no es bueno que viva tan solo.

-¿Grande, si tan sólo tengo...? –respondió indeciso Mario Pinto y de inmediato empezó a recontar con sus dedos.

Miguel con ternura le tomó las manos interrumpiendo una suma que no arrojaría un resultado cierto y con voz convincente le dijo. “Usted tiene 83 años”.

-¿Tantos? –respondió Don Miguel con el azoro desbordado en su cara.

-Sí padre. Además aquí corre peligro. Estas tierras ya son territorio de bandas de narcotraficantes y no tardarán en venir a quitárselas.

-¡Jamás podrán!

-Padre, por favor, piénselo: conmigo vivirá seguro en la ciudad. Ya es hora que descanse; además estás tierras ya rindieron, son estériles.

-¡Ni lo pienses! –contestó airado Don Miguel-. Hoy más que nunca rendirán su mejor cosecha.

-Padre, por favor.

-Te digo verdad, ya que sabes que no miento. Será una gran cosecha porque las he abonado muy bien.

-¿Abono? ¿Con qué clase de abono padre, si carece de dinero para comprarlo? –preguntó con extrañeza Miguel.

Su padre, interrumpió el conteo con los dedos de su mano y resumió:

-¿Con qué abono? ¡Pues con las cenizas de los cuerpos de los cinco narcos que vinieron el mes pasado a querer plantar mariguana en mi milpa! –al tiempo que fijó la mirada en su inseparable escopeta y después sonrió dejando al descubierto una dentadura desbaratada-

Sunday, May 13, 2007

DON HILARIO

DON HILARIO

Por José Davila



Decían que estaba viejo, que ya no servía para nada, que estaba loco.

Sin embargo, don Hilario hacía oídos sordos a quienes criticaban su férrea determinación de no abandonar el pedazo de ejido que le heredaron sus padres, ahora convertido en un yermo ayuno de esperanza. “Ya vendrán tiempos mejores”, se decía convencido de que un día todo sería distinto, y al mismo tiempo convencido de que inútilmente se engañaba. Sin embargo, estaba cierto que claudicar era tanto como traicionar el trabajo febril que por generaciones invirtieron sus antepasados para cosechar el pan de cada día.

Con más de ocho décadas encima, todavía rezumaba esa dignidad que solo el tiempo concede a los hombres buenos. Caminaba despacio y tan recto como su propia integridad. El rostro moreno, anguloso, enjuto y con arrugas que semejaban cuarteaduras en tierra árida, dejaba al descubierto unos pómulos salientes y unos ojillos que se hundían en sus cuencas pero que aún miraban como un lince al acecho.

Antes de cada amanecer ya recorría sus “haciendas” huérfanas de lluvia y miraba con tristeza como la milpa antes generosa, ahora crecía endeble y enferma. “Tienen tanta hambre y sed como yo”, pensaba con tristeza.

De cumplirse la cosecha sería magra y los escasos granos servirían para un precario sustento y de alimento para el puerquito, su último anhelo de que creciera y engordara lo suficiente para poder venderlo en el mercado y entonces comprar para su nieto unos guaraches nuevos, una camisa y un pantalón blancos para que hiciera su primera comunión ante Dios nuestro Señor. En cada ocasión que aquella expectativa cruzaba por su mente, se persignaba con infinita devoción.

Pese a la adversidad que aquejaba a su parcela, se comportaba sereno, inmutable, dueño de su entorno. Nadie podía arrancarlo de ahí; no existía razón, verdad o mentira, que le hiciera abandonar el terruño. Estaba aferrado a él porque nunca conoció otros linderos que la vida le escamoteó. Ahí nació, creció y trabajó como bestia de carga arrastrando el arado para que su padre abriera nuevos surcos. Entonces la vida les era generosa y con la cosecha podían vivir; pobres, pero podían vivir sin lamentos.

Aquel mundo era diferente. Las cuatro estaciones del año se presentaban y ausentaban fieles a su cita con el calendario. Ahora todo había cambiado. El clima se había convertido en un endemoniado acertijo: a veces tormentoso, a veces calmo, otras tantas demasiado frío o transformado en un infierno. Sembrar y calcular la siega, era como echar una moneda al aire.

A la muerte de sus padres se arrejuntó con su mujer, María Adolfa, porque no tuvo dinero para el casorio, y procrearon dos hijas: María y después Cristina, cuyo sufrido alumbramiento hurtó la vida materna.

La parca, insatisfecha, seguía golpeando a Hilario. María falleció a los seis años y Cristina, cuando alcanzó los 15, se fue para el pueblo de los Ahuehuetes a la lavar ropa ajena y poco después regresó solitaria con el vientre crecido.

Hilario no se quejó ni regañó. Resignado, la protegió y pensó que la vida arrebataba pero también regalaba. Ya había perdido muchas veces y ahora pronto tendría un nuevo retoño: nieto o nieta, lo mismo daba. “El Señor decidirá” –razonaba.

Difíciles tiempos enfrentaron. Los chaparrones regateaban su presencia y ante las sequías el viento levantaba espirales de polvo que desaparecían en las alturas. Sin embargo, él y su hija ya panzona, seguían cuidando ruinosos canalillos, deshierbando, removiendo, hablándoles bonito para que rindieran sus ansiados frutos.

-¿Cómo ve, padre, se dará el maicito? –preguntaba incierta María.

Entonces, Hilario, fijando la mirada en el cielo, repetía una y otra vez: “Hija el temor a perder siempre regatea el deseo de ganar. Jamás olvides que eres el árbol de tu vida que pronto habrá de florecer. Comprendes para qué vives, ¿no es cierto? Ya verás; todo saldrá bien porque estamos bajo el manto del Todopoderoso.

Al tiempo que las mazorcas empezaban a madurar llegó el nieto tan esperado. Sin dudarlo, María, en la soledad del campo, echándole unas gotas de agua en la cabecita, le bautizó como Marcelino Hilario. Cuando las cosas empeoraron y en el jacal se respiraba miseria, su padre le advirtió: “Tienes que irte con tu hijo a encontrar mejores aires. Llévatelo y también al puerquito”.

-No padre, yo a “usté” no lo dejó –pronunció con angustia la mujer.

-Hija mía, vivir por vivir apaga los sentidos y debes vivir para Marcelino Hilarito. Por estos rumbos los milagros escasean y ni remedio. Allá, en Los Ahuehuetes o en la Hondonada de las Cuatro Palmas, más pronto que tarde tu hijo hará su primera comunión y ya no regresarán.

-Y “usté” padre, ¿qué va a hacer?

-Para ustedes aquí no habrá ilusión. En estas tierritas están enterrados demasiados huesos familiares, huesos que son toda mi herencia. ¿Comprendes? Así pues, deseo que los míos también aquí descansen. Ya no tengo vereda que descubrir. Quizá el recuerdo sea lo único que deje atrás, ¿no crees?

En el pueblo dicen que cuando Marcelino Hilario recibió la hostia, su abuelo rendía cuentas al Todopoderoso. Después en aquella parcela que nadie deseaba, empezó a florecer una milpita silvestre con espinas en forma de cruz.

Sunday, April 22, 2007

LOS FANTASMAS

LOS FANTASMAS


Por José Dávila


Sí, era un payaso, un payaso joven...
Se disfrazaba con una peluca de largos rizos rojos. Su cara estaba pintada de blanco con la clásica nariz de bola roja; gruesas cejas de color negro, círculos azulados en las mejillas, y una boca negra y amarilla dibujándole una colosal sonrisa de oreja a oreja. Vestía un saco holgado de cuadros morados y blancos; camisa rosa con lunares morados y corbatín de moño de seda rojo; un pantalón verde con rayas naranjas, zancón y con cintura suelta enganchada de tirantes negros; un par de zapatos blancos de voluminosa puntera rojinegra, idénticos a los que usaba su tío Ignacio en el circo de arrabal.
Cuando se prendía la luz roja del semáforo, él se aparecía frente a los coches. Rápido, con saltos grotescos, intentaba capturar la atención de los malhumorados automovilistas.
Bajo aquella atrevida indumentaria se escondía un cuerpo fuerte, duro, atlético. Torso expandido, cuello de tronco, brazos de hierro y piernas que eran dos columnas de granito. Cuando en el gimnasio se ejercitaba frente al espejo, los músculos le brincaban con asombrosa facilidad a lo largo y ancho de toda su humanidad. Largas horas, el payaso, le dedicaba al levantamiento de pesas.
En el barrio de Nativitas le apodaban “El Monstruo” y en la casa lo llamaban Luis Ángel. Hijo único, de 21 años de edad, luego de reprobar la escuela preparatoria, se negó a seguir estudiando y se convirtió aprendiz de mecánica en el pequeño taller de coches que tenía su padre. Sin embargo, según él, se preparaba para ser galán de cine. Las tareas automotrices las compaginaba con las visitas al gimnasio, en donde hacía cuerpo para lucir bien en la pantalla. Sin embargo, el sueldo de principiante era bajo y la jornada agotadora. Pronto se hartó de hacer “talachas”.
–Estudias o trabajas. ¡En esta casa no quiero vagos! –advirtió tajante el padre.
–Pues ni lo uno ni lo otro –respondió mandón el hijo y agarró camino para los estudios de cine, convencido de trabajar en la primera película que le propusieran. Luego de largos meses de desilusión y fracaso en el mundo cinematográfico, su presentación artística fue en la esquina de Puente de Alvarado y Guerrero, céntrico y conflictivo crucero vial en donde se le escapaba la existencia.
Lanzando pelotitas al aire, haciendo magia con un viejo sombrero de fieltro gris, y desapareciendo el as de espadas bajo el sobaco, sin saberlo, empezó a conformarse, a perderse todos los días en oleadas de automóviles y transeúntes estresados. Nubes de humo, calores asfixiantes y olores podridos, le envolvían. Entre gritos, maldiciones y bocinazos, extraviaba la identidad. En cada alto del semáforo, ofrecía su actuación, plana y breve. Nadie le aplaudía ni se reía; menos aún, le veía de verdad. Luis Ángel era un fantasma en un escenario gris, cruento y mundano. Sin embargo, luego de tres o cuatro horas de tráfago, alcanzaba a reunir buenos pesos.
Después de todo a Luis Ángel no le iba tan mal: no madrugaba, no cambiaba mofles ni parchaba llantas; no checaba tarjeta, no tenía jefe ni pagaba impuestos al fisco. Feliz de la vida, cumplido el horario, se iba al gimnasio a pulir figura, a forjar volumen, sin importarle que doña Meche, la cocinera de la fonda de don Erasto, diario le echara en cara:
-Vergüenza te debía de dar Luis Ángel: ¡tan joven y aventando pelotitas en la esquina! Prefieres hacerla de cirquero que buscarte un trabajo de verdad. ¿De qué te sirve lo garrudo?
-Usted no sabe nada doña Meche, ya está antigua –respondía indiferente el payaso.
En la esquina opuesta, en el jardín de San Fernando, todas las mañanas tres mujeres otomíes, bajo la sombra de un árbol, se sentaban a platicar, a coser muñecas de trapo, a ver pasar el día, y a comer pedazos de zanahorias tiernas. Marcaban su territorio con bolsas de ropa vieja, pedazos de pan duro, cacharros de cocina, mamilas, sonajas, y juguetes rotos para entretener a la chamacada.
Sin preocupación, la vida les pasaba por encima. De la primera indígena, un bebé mamaba de un seno agotado; de la segunda, un chiquillo sucio y moquiento dormía sobre el faldón; de la tercera, dos de sus chamacos culebreaban entre los automóviles. El mayor, acaso siete años de edad, como robotito, pedía para una torta. La menor, una niña de escasos cinco años, con el moco de fuera y un pedacito de franela, tan pequeño como su corazón, simulaba limpiar el espejo lateral de los coches y pedía para el refresco. Ellos también eran fantasmas de la gran ciudad; fantasmas con la niñez robada, con la identidad perdida y la ilusión secuestrada. Era difícil atenderles y fácil negarles la caridad. En tanto, al otro lado del crucero, el joven payaso se echaba los pesos a la bolsa.
Cansado de limosnear en vano, el chiquillo tomó de la mano a la hermana y la llevó bajo la fronda del árbol. Buscó rápido en una de las bolsas y sacó un cartoncito con pastillas de pintura de agua. Seguro de sí, primero escupió sobre la roja, luego sobre la negra, y después sobre la blanca, la amarilla y la azul. A continuación tomó un pincel mocho, para restregarlo en las pastillas hasta sacar color. Se acercó al rostro de la niña y le empezó a pintar: las cejas negras, la nariz y los cachetes rojos y la boca azul, blanca y amarilla.
-¿Pa' qué me pintas?–preguntó.
Señalando al payaso, le respondió: "Pa' que de grande seas como él y ganes mucho dinero...".
Luego, teniendo por espejo la ventanilla de un automóvil, él también se pintó las cejas negras, la nariz y los cachetes rojos, y la boca azul, blanca y amarilla.

Saturday, April 14, 2007

PARALISIS

PARALISIS
Por José Dávila A.


En un día del mes de abril el tiempo se detuvo.
Así de pronto. Sin previo aviso todo se paralizó.
Las manecillas del reloj se estancaron. El planeta Tierra cesó su giro, el Sol se mantuvo impasible en el zenit, y la Luna al interrumpir su viaje orbital fue presa de la oscuridad.
Yo estaba frente al mar cuando la brisa cesó y el oleaje se calmó. Las gaviotas y los pelícanos se quedaron suspendidos en el espacio, como disecados ejemplares de museo.
Entonces, todo ruido cesó. El silencio se tornó más sonoro que nunca. Imponente, aplastante su feroz zumbido.
¿Qué estaba sucediendo? No lo entendía. Mi entorno se había inmovilizado. La gente permanecía estática, como estatuas de sal de mudas voces. El tránsito vehicular frenó su marcha y los semáforos se apagaron. En el cielo un avión cesó el retumbar de sus motores y se quedó colgado de la blanca estela que iba trazando en el aire.
Incrédulo miraba a mí alrededor confirmando la presencia de un fenómeno inexplicable. ¿Por qué era el único que podía ver, palpar, pensar, mover, dudar, gritar y sentir miedo, sí, mucho miedo?
¿Así que de esto de se trataba? ¿De atemorizarme? Si tal era el propósito, se había logrado. Entonces el hombre que tenía frente a mí permanecería con la carcajada inconclusa; la señora que lo acompañaba acusaría un embarazo perpetuo y el niño que sostenía de la mano, mantendría el llanto atorado en los ojos.
Por unos instantes pensé que era víctima de una horrible pesadilla. Que estaba dormido, que aún reposaba en mi lecho y que todavía no surgía la nueva alborada. Sin embargo, no era así. La realidad me desconcertaba y mi corazón empezaba a galopar sin control.
En vano intentaba despertar mi mente.
¿Cuánto tiempo viví prisionero del sobresalto? No lo sé. Como también ignoro como recordé antes del advenimiento de este escenario sepulcral, que me encontraba inmerso en escabrosas meditaciones producto de la acumulación de los años vividos con gran intensidad, sin dar ni conceder cuartel, en un desafío que yo solo me había impuesto de avanzar siempre hacia el frente, de conquistar montañas cada vez más altas sin asomo de claudicación. No obstante, en esos momentos ya aceptaba las debilidades de mi cuerpo cansado, con la energía desgastada y extraviada en el polvo del camino.
Sin desearlo, como un hechizo, empecé a tener relampagueantes visiones que se sucedían como un carrusel sin control. Desfilaban imágenes en reversa. Como el hombre que era ayer, un abuelo escribiendo a sus nietos; después el padre preocupado por el futuro de sus hijos, luego aquel joven idealista que creía en la verdad, en la bondad, en la disciplina, el honor, el respeto y la honestidad; posteriormente facetas de una adolescencia incierta, difícil, enredada; y por último las fotografías en sepia de mis padres aún jóvenes, orgullosos de sus dos hijos pequeño: mi hermano y yo.
Luego...la oscuridad.
Al fin lo comprendí: asistía al funeral del tiempo, de mi propio tiempo.

Friday, March 30, 2007

EL CAOS

EL CAOS

Por José Dávila



De pronto en la gran ciudad la vida se paralizó.
Todo mundo fue presa del espanto. En calles, avenidas, oficinas, aeropuertos, restoranes, hogares, bares, dependencias oficiales, bancos, hogares, almacenes, iglesias, museos, cárceles, trenes, hospitales, correos, autopistas, bolsas de valores, cafeterías, cantinas, librerías, y hasta en el mismo cielo, el tiempo se detuvo.
Una mezcla de sorpresa y ansiedad cundió como la peste bubónica entre la población. En los rostros atónitos se adivinaba la confusión, la impotencia, la desesperación.
Multitudes humanas que desde temprana hora de la mañana transitaban por todas las arterias viales de la metrópoli, con la vista fija en el suelo o perdida en el horizonte infinito, parloteaban con un teléfono celular pegado al oído. Su entorno les era invisible. Solo dialogaban para sí mismos. Unos hablaban excitados, otros calmos o sonrientes; lo mismo en voz baja que sonora. Se discutían negocios, confirmaban citas, proponían negocios, consolidaban compromisos, nuevos proyectos de inversión; se reportaban con sus asesores, psiquiatras, licenciados, empresarios, clientes, le reclamaban al plomero, al mecánico o intentaban localizar un proveedor. Desde luego melosamente susurraban con sus amantes, le decían “hola” a su mamá y a saber cuántas cosas más cocinaban.
Entonces, sucedió lo inesperado... En menos de un suspiro, los celulares se apagaron como si fueran cómplices de una gigantesca conjura.
La muchedumbre, de un silencio espectral transitó a un murmullo de incredulidad, después a un vocerío dubitativo, hasta convertirse en una tormenta de gritos, desatinos, reclamos y preguntas sin respuesta.
La gente, irritada, al borde de la paranoia, se consultaba entre sí en inútil esfuerzo por encontrar una razonable explicación.
-¿Funciona su celular?
-No.¿Y el de usted?
-Tampoco.
-¿Y el suyo?
-Menos.
-¿Qué está sucediendo?
.Lo ignoro.
-¡Alguien tiene un celular encendido!
-¡¡¡¡Noooo!!!!
-¡Dios mío! ¿Y ahora qué vamos a hacer?” –se preguntaban unos a otros con el terror dibujado en el semblante como si aproximara el día del juicio final.
¡Era el caos!
No podía ser. El problema se antojaba inaudito. ¡No, no, no era posible!
¿Dónde se extravió la moderna tecnología? ¿Qué estaba aconteciendo? Simplemente una catástrofe: los celulares habían enmudecido. Miles, millones de aparatos de todos los modelos y colores, con cámara fotográfica, música, agenda, juegos virtuales, internet o computadora, se negaban a cobrar vida.
Incrédulos, los desesperados usuarios insistían en oprimir los teclados sin obtener respuesta. Los aparatos dormitaban. ¡Malditos sean! ¡Mil veces malditos sean!
A estas alturas se ignoraba que la incomunicación total era a causa de una gran falla en el circuito de antenas que hacían posible conectar la red virtual.
Cuando la gente alcanzó el desespero total, empezó a correr de un lado a otro sin rumbo definido. Habían perdido la brújula. El tráfico vehicular se convirtió en un gigantesco congestionamiento. Boquiabiertos se veían unos a otros encogiéndose de hombros.
Los hombres de negocios empezaron a enloquecer. Las pérdidas que se registrarían por esta causa serían multimillonarias. Las mujeres en el salón de belleza o al volante de su automóvil, inútilmente intentaba hablar; por vez primera se les impedía practicar el banal arte de la adulación o la descalificación y eso equivalía a una muerte segura. ¿Cómo se iban a enterar de los chismes de última hora? Los jóvenes no se quedaban atrás al verse impedidos de entablar melosas conversaciones con sus amadas parejas.
Todos, como entes desequilibradas, aullaban, rogaban, injuriaban, se jalaban los pelos, pataleaban y suplicaban al Todopoderoso; sin embargo, los indiferentes celulares se mantenían en huelga. Las horas avanzaban y por doquier privaba el síndrome de Parkinson en fase terminal.
Las mentes no reaccionaban. Nadie podía prescindir del celular. Representaba la disyuntiva del ser o no ser. Tal era la cuestión... Eran individuos secuestrados, esclavos de la modernidad que había sepultado el don de la imaginación y la fantasía de la creatividad, sin percatarse que en las esquinas de calles y avenidas, en los supermercados, en las tiendas de ropa, en los vestíbulos de los edificios y a sus mismas espaldas, estaban estáticas baterías de teléfonos que aún funcionaban con monedas o con una tarjeta electrónica.
Estos teléfonos prehistóricos hacía tiempo que, pese a su empecinada presencia, eran ignorados. Ahí, pacientes, permanecían latentes, callados, relucientes, anhelantes, prestos para ofrecer su eficaz servicio y aliviar la zozobra de millares de entes que presumían de ser racionales.
Solo aguardaban que una mano descolgara el aurícular y otra depositara en su interior una simple moneda, para que retornara la razón y la pandemia incomunicativa desapareciera como por obra de encanto.

Thursday, March 22, 2007

LA MUERTE ME DA RISA

LA MUERTE ME DA RISA

Por José Dávila A.




-Desde que naces empiezas a morir. Yo soy quien muevo el segundero de tu vida y decido cuando detenerlo. Soy la muerte...
Sí, soy tu sombra, vigilo tus pasos y me unto a tus huesos. Duermo y respiro a tu lado. Jamás te abandono; se quién eres, qué haces, cómo piensas, hacia dónde vas. Soy, en pocas palabras, tu vigilante, juez y verdugo.
-Simplemente tu existencia es cuestión de tiempo, de la casualidad o de capricho. Todo depende del humor con que me despierte cada mañana. Y no es para menos, después de la pesada carga que algún despistado me impuso desde el primer segundo de la tan discutida teoría del Big Bang.
-Por desgracia soy inmortal desde hace más de 15 mil millones de años y no he gozado de un solo día de descanso. Jamás me han pagado horas extras y ya ni hablemos de unas cortas vacaciones en una playa paradisíaca o el pago generoso de un aguinaldo a fin de año. La despiadada explotación de que he sido objeto demanda de una exhaustiva revisión de la Ley Universal del Trabajo. ¿En dónde se han arrinconado mis derechos humanos? ¡Estoy harta! ¡Sí, estoy harta de que siempre me maldigan! ¡De que siempre se me invoqué con sentimientos de venganza! ¡De que me apiade de quien sufre sin salvación! ¡De que siempre tenga la culpa de que cualquier ser viviente exhale su último aliento! Bonita cosa. Se me condena sin presentación de pruebas. ¡Vaya, hasta se me culpa de la gripe aviar! Esto no es justo. Mientras el mismo el universo envejece, yo juego el papel de Dorian Gray.
-A fin de cuentas, tengo el poder infinito: Ningún ser viviente de cualquier raza o especie jamás ha podido ni puede ni podrá evadirme. Y no hablemos de la humanidad que desde Adán y Eva, o desde el famoso eslabón perdido, siempre se me ha invocado para bien o mal. Eso sí, nadie se equivoca en desear que le corte al pescuezo a otro y no así mismo porque que me temen. Aprecian la vida porque les gusta vivir. Hay muchos placeres que disfrutar, como tentaciones desafiar.
-Se puede ser malo o bueno; eso es de cada cual. Ahí no interfiero. Cada quien es como desea ser. Simplemente vigilo y si me simpatiza le concedo el tiempo que demanda para conocerse a sí mismo. Si me cae mal, de un guadañazo le cortó la cabeza sin mayor explicación. Al respecto, debo reconocer el genio de los geniales retratistas que me han proporcionado una imagen tétrica; con negro gabán y capucha o con el esqueleto al aire, pero siempre con una sonrisa más enigmática que la Giocanda. ¿Por qué? ¿Acaso lo has pensado? ¿No has reparado en ello? Mi indefinida gesticulación de mordaz alegría es el símbolo de mi inmenso poder. Nadie se me escapa vivo...
-¡La vida es bella!, piensan unos. ¡La vida es miserable!, aseguran otros. La vida hay que vivirla con alegría mientras exista tiempo, yo concluyo. ¿O no...?
-¿Y los más? Los pobres ignorantes creen que yo me presentaré cuando lleguen a viejos y de remate, jubilados... ¡Ay, cuánta estupidez! En pleno siglo XXI , el hombre todavía no entiende la razón de mi existencia. Al caso, sólo unas preguntas: ¿Qué harían si yo no existiera? ¿Qué harían si nadie muriera, si mis colegas del Apocalipsis no me echaran una manita con las guerras, la hambruna, las plagas, los infartos al miocardio y los cigarros? Deben entenderme, sin mí, el mundo sería una locura, simplemente ya habría reventado de tantos hombres, mujeres y niños apiñados unos sobre otros, como pirámides humanas hasta llegar al cielo.
-Sería un monstruoso hormiguero desordenado, sin deseo de ofender a las hormigas de las cuales el hombre podría aprenderles mucho de su increíble organización y sabiduría. Entonces, la Tierra se desplomaría del sistema solar por el incalculable sobrepeso y cualquier vestigio de civilización desaparecía. Claro, por supuesto, de un tajo yo tampoco existiría. No obstante, en pleno tercer milenio tus congéneres aún se rebanan el seso tratando de entender el misterio de la vida, el porqué late el corazón. Si existe o no la buena fortuna...
-¡Basta de sandeces! ¿Cuándo aprenderán que yo soy el mantiene el equilibrio de la vida en la Tierra? Ah, pero la sabiduría es sinónimo de terquedad; todavía buscan en la ciencia la fórmula para preservar la vida sobre la muerte. En esta materia, algo han avanzado, pero nunca será lo suficiente. La ciencia médica ha progresado mucho y me había ganado tanto terreno, que cuando la gente la podía matar a los 45 años, hoy me sobreviven hasta los 70 y los 80. Es por ello que les invente el Sida...
-Además, como nunca les ha bastado los desastres que desencadeno aliado con la naturaleza, ahora he tenido que inventar un nuevo ingrediente: el terrorismo. ¿Quién puede adivinar que en un buen día tu vecino se ha convertido en un hombre bomba? ¿Acaso no soy genial? De no obrar en consecuencia, el agotamiento de abarrotar cementerios ¡me va a reventar!
-Ve y grita al mundo entero que naciste porque yo lo decidí ¡y punto final! Yo soy tu amo. Bien pude arrancarte el aliento desde el útero de tu madre. Pero no lo hago porque me gusta ver como vas creciendo, pensando, obrando, decidiendo, amando, reclamando, ignorando, protestando, luchando y ¿por qué no?, matando... Y cuando invades mi exclusividad, entonces te mato.
-Quiero confesarte algo: respeto a los que desafían a la vida y tienen agallas para conquistar lo que aparente ser invencible. A ellos les concedo un poco más de vida. En cambio aborrezco a los suicidas. ¡Esos condenados locos no me piden permiso de morirse! Nada mas me descuido un poquito y ¡ zaz! Ya se lanzaron de la azotea de un edificio, bajo las llantas de un autobús a o los rieles del Metro. ¡Malditos e irresponsables cobardes que jamás me pidieron permiso para sucumbir!
-Pero a los que definitivamente no soporto es a los mexicanos que se mofan de mi hasta el hartazgo. Empezando por los apodos con que me han bautizado: “La Calaca”, “La Pelona”, “La Tilica”, “La Huesuda” “La Difunta”.
-Además todos los años celebran mi cumpleaños el dos de noviembre para celebrar grandes francachelas al pie de la tumba de sus difuntos. Ahí los puedes ver, entre que limpian las lápidas y las adornan con flores de cempasúchil, empiezan a tomar tequila a cuello de botella. Mientras encienden velas, cirios y veladoras en torno a la tumba, más “alumbrados” se ponen. Y cuando acaban de poner sobre un mantel pan, sopas, enchiladas, fruta, tortas de frijoles, dulce de calabaza, cigarros y cántaros de pulque, ya están cantando canciones de puro despecho. Y así se pasan toda la noche brindando a mi salud, y yo nada más viendo de antojadizo y deseando echarme un tequilazo entre esternón y costillar.
-Pero hay otras clases de agravio. Reproducen mi calavera con azúcar Mis ojos son lentejuelas de colores y me pintan la nariz con el último grito de la moda. Además en la frente me bautizan con todos los nombres del calendario de Galván: Lencha, Pancho, Jesús, Tito, Manolo, Paco, Pablo, Maquias, Telésforo, Manuela, Emilia, Erika, Pepe, Juan, Tomás y otros que ya no recuerdo, en tanto que sus babosos chiquillos me lamen o me muerden hasta liquidarme. ¡Qué irreverencia!
-Por otra parte hacen ataúdes de madera con un hilito por abajo; cuando lo jalas se abre la tapa del féretro y aparezco como una idiota caricatura. ¡Soy su hazmerreír! Hay otros que me conceden inteligencia y me recrean con un libro en la mano, abrazando a un doctor, porque estos matasanos son mis socios, y los más avezados forman un mariachi de pueblo de puros esqueletos. Hay me tienes tocando el violín, la guitarra, el guitarrón, la trompeta, las maracas, un saxofón, el trombón, la tambora y el clarinete. Y todos, todos estos mexicas, se disfrazan en el Hallowen de muertos y calaveras para asustar a la gente en la calle y pedir dulces y comida a las puertas de cada casa. ¿De cuando acá me han visto echarme un chocolate o comerme un tecojote?
-Y lo que menos resisto es que todavía cuentan chistes a mis costillas y dicen “quererse morirse de la risa! ¡Es el colmo! De veras, en una más de estas celebraciones me voy a morir.