LA PEÑA VOLADA
Por José Dávila A.
Don Mario Pinto hacía sumas con los dedos de sus manos y al poco rato no le alcanzaba la memoria para retener tanto número.
Cuando llegaba por los cincuentas o sesentas, dudada si eran setentas y con admirable paciencia volvía a empezar la cuenta. Así una y otra vez, prisionero de su parsimoniosa terquedad, los frecuentes fracasos se centraban finalmente en no estar al corriente de su edad.
Hacía mucho tiempo en que no reparaba en los días andados a lo largo de su vida y resolvió que era hora de saberlo. Desgraciadamente, le fallaba la puntería...
Que ya estaba viejo, lo estaba. Que seguía fuerte y sano, lo estaba. Que estaba cierto que era el único que vivía en su pequeño rancho, no lo dudaba. Que sus vecinos y amigos habían partido a mejor vida, ni titubeo tenía.
“¿Entonces?”- se preguntaba en cada nuevo amanecer y tras finalizar sus tareas de campo, volvía a barajar sus dedos hasta el momento de refrendarse la confusión.
Cuando la noche se le venía encima, se desprendía de su sombrero para que su rostro marchito lo iluminara la Luna y entonces preguntarle con devoción si vería el Sol del siguiente amanecer, sin atinar la fecha de su cumpleaños.
En su rancho de la Peña Volada, privaba un silencio eterno. A golpe de vista era una colmena de viviendas, establos y trojes con antigua acta de defunción. Unas sin techo, otras sin puertas, la mayoría sin ventanas como cuencas sin ojos y las más vetustas sólo con algunos decadentes muros en pie resueltos a no morir.
La Peña Volada se había convertido en una arruinada propiedad y Don Mario era el único fantasma que la habitaba. Sí, un fantasma que vagaba por sus cuatro puntos cardinales buscando tareas que terminar. No le faltaba el puñado de maíz, frijol, arroz, papa, y chile, así como raciones de camote, pepino, acelga, el jitomate, lechuga y calabazas que cosechaba en el huerto, ni aún menos los huevos fritos que cada mañana desayunaba. Además, en su mesa nunca faltaba una manzana, una pera o un plátano.
Si deseaba carne, salía con su vieja escopeta de doble cañón al hombro, y regresaba con una tercia de conejos y un racimo de codornices colgando del mecate que le servía de cinturón.
Sin embargo, el anciano no se sentía solo. Tenía amigos con los cuales dialogar: gallinas ponedoras, un burro, un perro sarnoso y dos mulos: uno tan añoso como él y el otro más joven, pero más remolón. Ambos eran la mar de mañosos: les gustaba el forraje, pero sufrían de migraña cuando tenían que jalar el arado para abrir nuevos surcos. No obstante, con resignación se doblegaban a la férrea voluntad de su amo que lejos estaba de arrastrar los pies.
Así transcurría la vida cotidiana de Don Mario, cuando un día al retornar de sus faenas campiranas, en su casa le esperaba un hombre alto, joven y bien trajeado. Sorprendido y deslumbrado no atinaba bien a bien en reconocer al visitante, hasta que preguntó dubitativo: “¿Eres tú Miguel?”
Al recibir afirmación, Mario Pinto descubrió que tenía guardadas muchas lágrimas. El abrazo fue sostenido y cálido sin que mediara una sola palabra. Cuando la emoción reencontró su cauce, Miguel le advirtió. “Padre, vengo por usted”.
Don Mario clavó su interrogante mirada en la de su hijo sin poder comprender aquellas palabras. Contó con sus dedos hasta diez y respondió incrédulo: “¿Por qué?”
-Porque usted ya está viejo y...
-¡Viejos los cerros y todavía reverdecen! – respondió airado el ranchero.
-No se enoje padre. Entienda: no es bueno que viva tan solo.
-¿Grande, si tan sólo tengo...? –respondió indeciso Mario Pinto y de inmediato empezó a recontar con sus dedos.
Miguel con ternura le tomó las manos interrumpiendo una suma que no arrojaría un resultado cierto y con voz convincente le dijo. “Usted tiene 83 años”.
-¿Tantos? –respondió Don Miguel con el azoro desbordado en su cara.
-Sí padre. Además aquí corre peligro. Estas tierras ya son territorio de bandas de narcotraficantes y no tardarán en venir a quitárselas.
-¡Jamás podrán!
-Padre, por favor, piénselo: conmigo vivirá seguro en la ciudad. Ya es hora que descanse; además estás tierras ya rindieron, son estériles.
-¡Ni lo pienses! –contestó airado Don Miguel-. Hoy más que nunca rendirán su mejor cosecha.
-Padre, por favor.
-Te digo verdad, ya que sabes que no miento. Será una gran cosecha porque las he abonado muy bien.
-¿Abono? ¿Con qué clase de abono padre, si carece de dinero para comprarlo? –preguntó con extrañeza Miguel.
Su padre, interrumpió el conteo con los dedos de su mano y resumió:
-¿Con qué abono? ¡Pues con las cenizas de los cuerpos de los cinco narcos que vinieron el mes pasado a querer plantar mariguana en mi milpa! –al tiempo que fijó la mirada en su inseparable escopeta y después sonrió dejando al descubierto una dentadura desbaratada-
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