LA RATA
Por José Dávila Arellano.
Vive en el fondo de una alcantarilla en la esquina del parque de Santa Catalina. Come y duerme con las ratas. Se ha convertido en una rata; una rata humana más de la gran ciudad que roe la conciencia de hombres y mujeres para que accedan a darle una limosna.
Se llama Inocencia. ¡Vaya contradicción de la vida! A los siete años de edad huyó de su casa, durmió una semana en una delegación de policía, después su vía crucis se extendió a un reformatorio y en la primera oportunidad que se le presentó desertó para disolverse en el tumulto urbano, sumergiéndose en el interior de una coladera de desagüe de aguas negras, como lo hacen cientos de niños de la calle a lo largo y ancho de la metrópoli.
-Sí, aprendí a explotar mi huérfana condición de vida, miserable y rebelde –confiesa con un claro tono de desafío-. No me importa mentir, robar, suplicar, arrebatar y engañar con mis falsas lágrimas. Así me gano el sustento, porque a nadie le importa mi suerte; si vivo o muero, es igual. No tengo a nadie y nadie se interesa por mí. ¿Total qué? Dígamelo a los ojos: ¿A quién le importa mi vida? ¿A usted? No lo creo –me señala con desdén y a continuación me advierte con una mirada encendida-: Ni siquiera se atreva a mentirme. Se que usted es igual que todos y a cambio de unas monedas me está utilizando para escribir una historia para su revista y después irse muy satisfecho a cenar y dormir. Porque me va a pagar por contarle mi historia, ¿no es cierto?
Con la vergüenza encendida en mi rostro, asiento. Ella, con semblante huraño, me previene: “No me mueva la cabeza, ¡dígamelo con palabras! ¡Sí o no!”
Así me habla ella, con extrema rudeza, sin ingenuidad, y con la exigencia de una desesperada sobreviviente. Consciente de su realidad y ahora con 12 años de edad, Inocencia, no hace honor a su nombre. Está viviendo la peor de las pesadillas y busca desquite. El odio la carcome y el hambre la violenta. Sus ojos negros acusan, denuncian, recriminan. Buscan un culpable con quien desquitar su desventura. El rostro infantil, demacrado y sucio, devela el abandono del tiempo. El pelo enmarañado y mugriento, el vestido rasgado, los pies descalzos y los huesos a flor de piel, la convierten en la viva imagen de un fantasma callejero.
-¡Sí o no! –vuelve a repetir huraña sacándome del impacto que me ha causado su condición humana.
-Si... –respondo torpe y con recelo a su demanda.
Tras mi respuesta, señala el fondo pestilente de la alcantarilla y dice con desconcertante naturalidad: “Ahí vivo desde que tenía siete años –afirma y con evidente sarcasmo revanchista, invita: ¿Quiere bajar? Ándele, le invito a pasar a mi casa; no a cualquier hombre le hago la invitación. Bájele a ver qué se siente allá abajo, en el infierno de las ratas”
Me niego.
-Ya lo sabía. Sólo se atreve el desesperado, el olvidado y el hambriento con un rencor a la vida de este tamañote. Usted no ha sufrido, no sabe lo que es sufrir, no sabe ni para dónde ir ni qué le espera al día siguiente. Seguro que tuvo a sus padres que le cuidaron desde chiquito.
-¿Dónde están los tuyos? –le pregunto cauto.
-¿Mi papá? No lo conozco; nunca lo conocí. Solo sé que desde chiquita mi mamá metía muchos hombres a la casa y me decía que era un amigo, un tío, un primo, un hermano, un cuñado, un padrino, y de mi papá nada. Con tanto pariente todos los días me mandaba a mi cuarto, hasta que un noche se dio cuenta que la espiaba y desde entonces empezó a pegarme y pegarme , amenazándome que me quemaría los ojos si volvía a espiarla.
-¿Y...?
-Ya no lo hice, pero algunos de esos hombres que metía mi mamá día y noche venían bien borrachos y apenas me veían me gritaban y le pegaban a mi mamá diciéndole era una prostituta y yo no entendía. Lo supe cuando escuché a uno de ellos que mejor quería conmigo. Yo no sabía qué era de eso de que querer conmigo, hasta que me llamó mi mamá y permitió que aquel hombre que apestaba a cigarro y alcohol me acariciara las piernas y me prometió que no me iba a doler. Sentí rete feo, me dio asco y le solté una patada.
-¿Y qué hizo tu mamá?
-Nada. También estaba borracha
-¿Y tú?
-Me eché a correr para la calle y ellos se rieron. Al principio no entendía que le gustaba de mí a ese desgraciado, pero no pasó mucho tiempo para adivinarlo y saber que lo que quería decir prostituta. Desde entonces vivo en la calle, la mejor escuela de la vida. Vivo de limosnas, le pido dinero a la gente y le invento que mi hermanito está muy enfermo o que se está muriendo. Ya parece que tengo un hermanito. ¡Ojalá así fuera! Quizá él sí me querría. Así pues vivo y la necesidad me obligó a rasguñar, a insultar, a morder y patear a todo aquel que se atreve a meterse conmigo. Agarro lo que encuentro a la mano: piedra o un palo. No me interesa si puedo romperles la cabeza.
-¿No sientes miedo al dormir allá abajo?
--¿Miedo? Sí, siempre siento mucho miedo; pero ¿adónde más puedo meterme? Ahora como que ya me acostumbré a la oscuridad y a la peste de los olores; a veces duermo tranquila. En mi casa me golpeaban, en el la delegación me golpeaban, y en el orfanato donde me mandaron también me golpeaban.
-Me canse de tanto golpe y por eso a la primera oportunidad me escapé y busqué en dónde estar sin que nadie me viera hasta que encontré este agujero. Se acabaron los jalones, las cachetadas, las patadas, los jalones de pelo, las maldiciones y los cubetazos de agua helada. Aquí no tengo miedo de que me violen. A nadie le importa un carajo mirar para abajo. Este es otro mundo, es como estar en el fondo de un bote de basura sin que a nadie le importe. Ni siquiera a mi mamá, que ella sí sabe dónde vivo, pero nunca me visita. Mejor así porque no la quiero.
Guardo silencio.
-Soy una apestada y ya no me importan las ratas que me rondan por las noches, porque soy una rata más. No soporto sus chillidos, porque entonces sí me da mucho miedo. Entonces les aviento unas migajas de pan y se quedan satisfechas. A veces se suben por mis piernas o por la espalda; yo me encojo y no me muevo. Que me den por muerta. Luego me dejan tranquila.
-¿Y aquí siempre vas a vivir?
-¿A dónde más? Está es mi casa; es lo único que tengo. En el barrio me respetan y no se meten conmigo y a nadie le pido lo que no quieran darme, aunque hay días que no pruebo alimento. Entonces me meto a mi hoyo a dormir y así se me olvida que tengo hambre.
-¿Alguien sabe tu nombre?
-No. Me conocen como “La Rata”. Así está mejor, porque me siento como un asqueroso animal.
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