Thursday, March 22, 2007

LA AGONÍA DEL PALMAR

LA AGONÍA DEL PALMAR

Por José Dávila A.



Ahí estaba el patriarca del pueblo. Sentado. Escuchando.
Las arrugas del tiempo corrían por su anguloso rostro hablando de avanzada edad y se hundían en el recio semblante como cuando naufragan los sentimientos en el profundo latir del corazón. Silencioso, reflexivo, apoyaba la barbilla sobre las dos manos que acunaban la rústica empuñadura de una raíz de árbol utilizada como bastón para poder caminar.
Ahí estaba de una sola pieza, como figura de museo rural con rebeldes cejas y tupido bigote.
En torno a él, discutían exaltados los miembros del Comisariato Ejidal sobre el futuro de las tierras bautizadas como “El Palmar”, un predio en donde nunca existió huella de una blandengue palma.
Ahí estaba. Quieto. Sin hacer ruido.
Donaciano Silverino; tal se nombraba. El gesto denunciaba carácter y preocupación; la mirada enérgica, penetrante, estaba clavada sobre una mesa desvencijada en donde yacía un legajo de documentos oficiales. Parecía no parpadear, no respirar; no estremecerse. Embargado por el mutismo, continuaba lúgubre, atento.
Llevaba calado a la cabeza un terroso sombrero de palma, el de siempre; el que le regaló su madre Inés cuando cumplió 17 años de edad; el mismo que le acompañó de joven cuando abría surcos en la tierra reseca; con el que llegó a la iglesia para casarse con la niña de sus ojos; el que se quitó con doloroso respeto cuando enterró a la esposa, y el mismo con el que se presentaba a las reuniones vecinales.
Viejo él y viejo el sombrero de cuya ala enmohecida escapaba un desordenado mechón de cabello blanco; vieja la descolorida camisa que se untaba a sus anchos y huesudos hombros; viejos los pantalones de manta y viejos los huaraches de cuero. Vieja toda su historia...
Como él de ruinoso, también eran los escasos habitantes de “El Palmar”: un pedazo de tierra por el cual lucharon a pecho abierto sus antepasados al decidir establecerse en esta región cuyo prometedor palpitar lentamente desfalleció. Atrás, sólo quedó un reguero de chozas de madera con techos de lámina o cartón
-El Tata parece harto corajudo –siseó un ejidatario.
-Mejor cállate; mira que te suena un varazo –advirtió el vecino.
Mejores tiempos vivió “El Palmar”. Cuando la lluvia se acordaba de su existencia, hacía germinar la mazorca, la papa y el fríjol. Hoy, marchito, apenas se cosecha un puñado de maíz para echar tortilla. . .
En el momento en que las autoridades municipales al fin les reconocieron derechos de propiedad, porque “la tierra es de quien la trabaja”, se les prometió forraje, semillas mejoradas, tractores, agua potable, electricidad, un camino empedrado y hasta una caseta telefónica para incorporarlos al “progreso”. ¿A cambio de qué? A cambio de apoyar el asentamiento de un deslumbrante centro turístico de la municipalidad ya naciente detrás del “Cerro del Pilón”, desde cuya cima se contemplaba la majestad de un mar de azul turquesa.
-El crecimiento de la economía alcanzará a todos, don Silverino...
Las promesas nunca se cumplieron. Ni un céntimo de regalías se recibió por el sacrificio de “El Palmar”, y los hombres, desesperados, poco a poco empezaron a emigrar al otro lado del monte, dejando atrás, bajo sepultura, sueños inconclusos. Por un miserable sueldo, como bestias de carga, levantaban cimientos de hoteles y condominios apenas despertaba el sol. Cuando anochecía, descansaban hacinados como puercos en malolientes cobertizos, tal como si fueran calabozos de la edad media.
Aparejado al nuevo polo de desarrollo, nació una ciudad cuyo explosivo crecimiento requería de la invaluable participación del ejido.
En torno a Donaciano Silverino, las discusiones parecían no tener fin y ni siquiera los tragos de aguardiente parecían atemperar el pensamiento. Al problema se le daba vueltas y vueltas sin encontrar la punta del hilo para escapar del laberinto en donde se encontraban extraviados.
-El Tata no está corajudo.
-¿Entos qué...?
-Está triste, está resignado...
Como si el patriarca adivinara el diálogo, sin moverse, como un santón, musitó. “Está bien, señor licenciado; abran otro entierro a cielo abierto...”
Todos guardaron silencio y envolvieron su tristeza. Donaciano Silverino movió la mano derecha y firmó el acuerdo en donde se confirmaba que “El Palmar” continuaría siendo el monstruoso basurero municipal, en donde sus escasos ejidatarios estaban condenados a deambular entre los pestilentes desechos en busca de comida.

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