RONDA DE PESCADORES
Por José Dávila A.
Ángelo, Jacinto, Florencio y Marcial eran cuatro flacos y simpáticos niños playeros. La edad del más viejo no rebasaba los diez años; la existencia del menor se le podía adivinar como las costillas contar. Diario, mientras sus padres se hacían a la mar en pos de la buena pesca, ellos gustaban de vagar por los arenales desiertos liberando su imaginación para recrear fantásticas aventuras marinas. Al rayar el alba ya luchaban contra el tiburón blanco y se liberaban de los mortales tentáculos de un pulpo gigante. Al mediodía cada uno había capturado un hermoso pez espada y alterados discutían por cuál era el más grande. Al atardecer, jugueteaban felices con una docena de delfines y, por último, al anochecer, gobernando con mano firme el timón, conducían a buen puerto su barco con las bodegas repletas de pescado. Sin embargo, la realidad los llevaba siempre al viejo malecón a tirar hilo, anzuelo y plomada, para horas después, tristes, regresar con las manos vacías.
Sin embargo, aquella mañana fue diferente. La osada cuarteta infantil patrullaba la playa de “Los Caracoles”, cuando de repente descubrieron una atarraya en la blanca arena. Al parecer estaba abandonada.
-Nadie abandona una atarraya nueva–advirtió Ängelo-. Alguien está cerca.
Los chamacos, curiosos, se dispersaron por la vegetación de la duna hasta escuchar unos atronadores ronquidos. Bajo el cobijo de la fresca sombra de una palmera estaba durmiendo a pierna suelta “El Socoruyo”, un viejo marino sin timonel ni propela que borracho de tanto mar, encalló en tierra.
-Bufa como chimenea de barco –dijo asombrado Marcial, el más pequeño.
-Tengo una idea –comentó Ángelo.
-¿Cuál? –preguntó Florencio.
-Pescar con la red. El Socoruyo va a dormir la cruda todo el día...
Sin pensarlo, la cuarteta infantil corrió a la playa; recogió al vuelo la red y sin mirar atrás, emprendieron una traviesa carrera acompañada de bromas y risas, lejos del palmar en donde venturosamente reposaba el jubilado pescador.
Cuando se sintieron a cubierto, Florencio preguntó: “¿Y ahora qué?”
Ángelo, con aires de sabelotodo, respondió: “Pues hay que plegarla, morderla y luego aventarla al agua; después, cuando se hunde, se jala del tiro para cierre y ya está: ¡a sacar pescados!
-¿Morderla? –cuestionó con extrañeza Marcial.
El líder de la pandilla dudó unos instantes y respondió: “Bueno, yo he visto como la muerden con los dientes”.
-¿Para qué? –volvió a interrogar Marcial.
-No lo sé, pero así le hacen –confesó Ángelo.
Las manos de los cuatro chiquillos no bastaron para desenredar el aparejo; uno jalaba para la derecha, otro se confundía y tiraba por encima del anterior, y los otros dos lo hacían al revés con los plomos entreverados. La redecilla se negaba a abrir los vuelos. El hilado estaba hecho un fenomenal ovillo sin descubrir la punta de la madeja. Los repetidos y apresurados intentos fueron vanos.
-¡Así no!–reclamó Ángelo.
-¿Pues cómo entonces?-preguntó inquieto Jacinto.
-Pues como debe ser –acotó Ángelo.
-¡Tú no sabes nada! –reclamó Florencio.
-¡Yo sé más que todos ustedes! –advirtió Ángelo
-¿Por qué? –cuestionó Florencio.
-Porque soy el más grande. ¡Por eso...! –concluyó tajante Ángelo y acto seguido se dispuso a desentrañar el secreto de la atarraya.
Largo fue el tiempo empleado en tan paciente y minuciosa labor. Murmurando maldiciones, poco a poco fue venciendo la oposición de la trama hasta extenderla sobre la arena. Satisfecho encaró a los amigos, quienes convencidos de su destreza, le vieron recogerla por lienzos, atrancarla entre los dientes y lanzarla al mar. Mas, lejos de volar, los hilos se le quedaron enmarañados entre brazos y cabeza.
-¡Bravo! –gritó Marcial con tono picante.
Ángelo enfureció. Determinado a vencer insistió una y otra vez, hasta rebasar el límite de la sensatez. Repetidos los fracasos, entonces, sabio, propuso una reunión de consejo. Deliberaron en voz baja y aprobada la moción, se distribuyeron en los cuatro puntos cardinales de la atarraya: La tomaron, la levantaron, y se internaron cinco pasos mar adentro. Cuando el agua les cubría los tobillos, con delicadeza la depositaron en el lecho marino, como cuando con amor se despliega una sábana de seda en tálamo nupcial. Sumergida la atarraya, Ángelo jaló el tiro y cerró la trampa. Entre todos la recogieron, la llevaron tierra adentro y con desconsuelo se percataron que no habían pescado nada. Así, sin modificar el método, se multiplicaron las inmersiones con la tenacidad de un viejo lobo de mar. Nuevo y delicado tender de la atarraya; nuevo y desilusionante fiasco.
Tras los infortunados resultados, finalmente descubrieron a un indefenso pescadito apresado en la red. Era un hermoso pez ángel de frente amplia, chatito, boca reducida de labios delgados, ojos tan negros como el abismo de los mares, cuerpo plano con delicadas aletas dorsales, cola inquieta, y una delgada púa cerca del borde inferior de la agalla. Vestía un llamativo traje de iridiscentes escamas con luminosas bandas amarillas, blancas, negras y azules.
“¿Qué estoy haciendo aquí?”, parecía preguntarse el diminuto prisionero, aún sorprendido por encontrarse fuera del mundo acuático. Era evidente que estaba asustado; su mirada hablaba de miedo y el cuerpecito temblaba de pies a cabeza.
-¡Un pescado, un pescado! –gritó feliz Marcial.
-¿Dónde? –preguntó Jacinto.
-¡Ahí, ahí adentro! –señaló Florencio.
-¿Sólo un triste pescado? –preguntó con desencanto Ángelo.
-Sí, es sólo uno ¡pero muy hermoso! –confirmó Marcial, mientras se arrodillaba y con las manos intentaba ordenar la desorganizada malla para rescatar a su presa. Sin embargo, el pececillo, temeroso, se perdió en el laberinto de la prisión.
-No temas -le susurraba Marcial tratando de tranquilizarlo-. No temas; ya verás que linda pecera te vamos a regalar.
El chamaco, apartaba y apartaba hilos y más hilos sin ton ni son. Su torpeza le impedía encontrar la entrada del intrincado revoltijo. El pescadito, atemorizado, al sentír cerca los dedos de Marcial, se escurría con mayor rapidez. El tiempo adelantaba y el sol pegaba plano. Impacientes, Jacinto, Florencio y Ángelo, decidieron intervenir sin orden ni concierto; cada uno desenredaba buscando una puerta por dónde penetrar. Entre sacudida y tirón, hicieron de la red un nudo gordiano. Fue entonces cuando el pez ángel empezó a sudar frío. Le faltaba oxígeno. Jadeaba asustado; su agalla se abría con desesperación; sus ojos suplicaban ayuda. Segundos después, su delgado cuerpecito empezó a convulsionarse.
-¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! –gritó Marcial, con el semblante desencajado.
Todos pegaron un brinco apartándose de la red. Asustados veían como se revolvía el prisionero y no atinaban qué hacer. Un sentimiento de culpa quemó las conciencias.
-¡Se muere, se muere!¡Es cierto, se muere! ¡Está agonizando! ¡Hay que salvarlo! –gritaron alarmados Jacinto, Florencio y Ángelo, quienes palidecían, crispaban los puños y brincaban de nervios.
-¡Agua, agua! ¡Hay que echarle agua!–exclamó Marcial, jaloneando a los demás.
Los cuatro corrieron tres pasos a la orilla de la playa y a esa distancia empezaron a aventar agua sobre la red. Tristes chisguetes caían sobre el pez ángel, quien estaba irremediablemente entrampado. Jacinto intuyó no hacer lo suficiente; acunó sus manos, las sumergió en el agua salada y corrió para dejarla caer sobre la cabeza del pececito. El ejemplo fue imitado por los demás. En la playa, pronto se escenificó una endiablada carrera de relevos. Semejaban habilitados bomberos, sin mangueras ni motobombas, apagando un siniestro en la soledad del infinito. Sin embargo, pequeños chubascos caían sobre el encarcelado. Frenéticos, corrían, tropezaban, discutían, y acarreaban agua sin encontrar otra solución a tan grave emergencia El espanto les impedía razonar.
-¡Rápido, lo estamos matando, lo estamos matando! –suplicó Jacinto, quien asustado se había tapado los ojos.
Marcial, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, se hincó junto a la atarraya y buscó a su víctima. Le llegó a descubrir en el fondo de la madeja con los hilos aprensándole cabeza y cola. Ya no se sacudía igual; la sofocación le estaba venciendo y la mirada encontró la mirada de Marcial suplicándole por su vida.
-¡No te mueras, por favor, no te mueras! –le rogaba Marcial. En un estallido de ansiedad, tironeó de la red, la levantó, y con ella corrió hacia el mar. La loca embestida no la detuvo hasta que el agua le cubrió la cintura. Tímido, buscó entre el aparejo flotante; el pez ángel se recuperaba, pero agotaba su fuerza en inútil intento de liberación. Ángelo comprendió: sólo existía una salida. Del bolsillo del pantalón extrajo una cuchilla y empezó a mutilar hilos y más hilos.
-Se va a enojar el Socoruyo –advirtió atónito Florencio.
-¡No me importa! ¡Lo primero, es lo primero!
-¡Pronto Ángelo, pronto! –le animaba Jacinto esforzándose por desanudar los plomos para abrir la trampa.
-Quieto, quietecito –aconsejaba Marcial al pescadito a fin de frenar aquella lucha mortal, tratando de acariciarle como se acaricia a un perrito faldero.
-¡Ya, ya está! –gritó satisfecho Ángelo-. ¡Vete rápido, vete ya!
El boquete en la redecilla era enorme y por él escapó el espantado pescadillo.
Entonces, estalló la euforia infantil:
-¡Viva, viva!¡Lo salvamos! ¡Está libre, está libre!¡Bravo, Ángelo, bravo! ¡Ángelo salvó a un ángel! ¡Sí, sí! ¡Ángelo salvó a un ángel! Los cuatro chamacos brincaban, aventaban agua a las alturas, chapoteaban, aplaudían, y se abrazaban de felicidad. A escasa distancia, escondido en un banco de sargazo, el pez ángel, con el pulso todavía perturbado, sonreía agradecido
El retorno a casa fue triunfal. Los chamacos gritaban, danzaban y cantaban, nunca tan satisfechos como ese día de no lograr presa alguna.
Cuando por fin despertó el Socoruyo, mesándose el pelo embrollado, en inútil intento por encontrar su memoria, no recordó haber capturado un pescado capaz de hacer tanto agujero en su atarraya nueva.
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