UN EJEMPLO DE VIDA
Por José Dávila
Pocas ocasiones a lo largo de mi vida he tenido la fortuna de presenciar un instante de solidaridad humana que me causara tanta ternura y emoción.
Como periodista con una larga, muy larga trayectoria, creía que ya lo había visto todo. Que en mis innumerables andanzas había vivido un embrollo de sentimientos y pasiones que un ser humano es capaz de experimentar: desde la paz de espíritu que provoca ver un inmenso mar en calma, hasta el insoportable tormento de perder a mis padres.
En los momentos de remembranzas pensaba que ya nada me sacudiría el alma derivadas de tantas emociones contenidas, de amores extraviados, alegrías inusitadas, aventuras temerarias, ilusiones abortadas, injusticias solapadas, temores desbocados, desconfianzas infundadas, traiciones inesperadas.
Sin duda, estaba muy equivocado...
En esta profesión, a medida que se paga el precio de acumular amargas experiencias se va socavando la sensibilidad, cincelando un escudo invisible para soportar lo imprevisto y poder cumplir con la misión encomendada. Es como cerrar los ojos y engañar al yo interno que retiembla ante hechos reales, terribles de naturaleza, inhumanos, catastróficos o increíbles, que hay relatarlos con la frialdad del hielo.
Convencido de lo anterior, sepultando toda desagradable vivencia, me encontraba enfrascado en tratar de darle forma a un ensayo, cuando ante las ventanas de mi estudio de cara a la calle, apareciendo dos pequeñuelos de tez morena caminando lento y cabizbajos. ¿Amigos o hermanos? Que importa...
El mayor, quizá no más de 11 años, cabello abundante y revuelto, con la ropa desfajada y arrastrando las agujetas de sus zapatos, hablaba con su acompañante, un chiquillo a lo más de siete años: flacucho, el pelo ensortijado. con la cabeza baja, la mirada clavada en el suelo, el semblante entristecido y con las manos sumergidas en las bolsas de su raído pantalón.
El mayor hablaba en voz baja, tanto así que no alcanzaba a escucharlo. Acaso musitaba. Era evidente que intentaba explicar, aclarar algo. Quizá, rogaba. Sin embargo, el otro permanecía inmutable y mantenía el silencio.
De pronto se detuvieron, justo antes que desaparecieran de mi vista. Quien evidentemente intentaba una reconciliación, se volteó hacia su compañero y le tomó de los hombros para encararlo cara a cara. En ese momento lo tuve de frente y me percaté que cargaba con una pesada culpa. Su rostro contrito denunciaba arrepentimiento y su mirada era suplicante. De sus labios surgían palabras entrecortadas, como buscando hilar su pesadumbre. Quien le escuchaba, mantenía la misma actitud. La tristeza lo abrumaba.
Fueron quizá unos segundos que se antojaban interminables para quien buscaba el perdón.
Ante la falta de respuesta, retiró sus manos, también las metió en los bolsillos de su deslavado pantalón y dos lágrimas empezaron a correr por sus carrillos.
Entonces, en aquel preciso momento sucedió lo inesperado.
El más pequeño, lento, empezó a mirarlo; recuperando el aliento, enderezó su cuerpecito y sin decir palabra alguna extendió sus brazos. Estaba perdonando y ambos, en un luminoso instante, se abrazaron con inmensa dulzura. ¡Qué bella estampa tan inocente y emotiva!
¿Cuánto tiempo permanecieron así? Lo ignoro. De lo que estoy cierto es que tenía un nudo en la garganta y me costaba un gran esfuerzo contener el respiro.
Los niños, en una acto de fe y amor, así permanecieron hasta que las lágrimas de ambos se secaron. Después, abrazándose por los hombros, volvieron a caminar callados con un esbozo de sonrisa en sus rostros infantiles.
Si quienes nos consideramos adultos aprendiéramos de estos chiquillos a perdonar y liberar nuestros sentimientos más puros, sin duda forjaríamos un mundo mejor.
¡Y yo que creía que ya lo había visto todo..!
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