Thursday, March 22, 2007

LA PLAGA

LA PLAGA

Por José Dávila A.




Una plaga mortal azota a la ciudad...
Por doquier se encuentran regados miles de cadáveres. Unos, abandonados en lotes baldíos, en los jardines, en las banquetas de las calles o a las puertas de un convento clausurado. Otros, como soldados muertos en combate, alineados pecho a tierra reposan a lo largo de los camellones o entorno a las glorietas destinadas a encumbrar la memoria de hombres ilustres. Los más, hacinados en una esquina de barrio o grotescamente amontonados en torno a los botes de basura rebosantes de pestilentes deshechos.
Sus cuerpos, bajo los rayos del sol o presas del intenso frío nocturnal, se tornan cada vez más rígidos. Sus miembros poco a poco adoptan formas caprichosas y sus cuerpos se tiñen de un gris fantasma.
Es un ciclo que se renueva año con año...
La gente hace caso omiso de los despojos y deambula tranquila entre ellos sin que les invada el más mínimo sentimiento de compasión. Se trata tan sólo de seres desechables; incluso algunos ya son esqueletos carbonizados. Nadie, pues, se ocupa si aún palpitan y menos aún se interesan en auxiliar a quienes agonizan, sabedores de que pronto exhalarán su último aliento.
Una plaga mortal azota a la ciudad...
Cosa curiosa: pese a su repentina y profusa aparición, los cuerpos no apestan. Es por ello que nadie demanda su entierro, cava tumbas o en acción emergente se ordena crear una monumental fosa común. En tanto, nadie teme una posible contaminación y mucho menos se desate una epidemia. Quizá algún día, un despistado barrendero se ocupara de ellos.
Sin embargo, las víctimas hace poco tiempo fueron objeto de admiración y se les brindó cobijo en el rincón más cálido del hogar. Fueron bienvenidos, halagados, admirados y la mar de consentidos. Su belleza arrobaba; su presencia hechizaba y el delicado aroma que despedían provocaba sentimientos de ilusión, paz, alegría, nobleza y esperanza.
No obstante, para ellos la muerte resultaba inevitable. Lo sabían. Desde que fueron arrancados de su habitat natural, se inició su angustia. Después de todo para ello fueron concebidos. Triste destino...
Son los arbolitos de navidad que apenas ayer presumían su majestad, esa incomparable belleza natural alegremente adornada con esferas, moños de colores, escarcha y luces multicolores. Ahora han cumplido con creces su misión, mientras que en el monte ya crecen los retoños que habrán de ser mutilados en el último mes de este año.
Hoy, ya no huelen a nada. Yertos se han convertido en un molesto estorbo y lanzados sin misericordia a la calle, paradójicamente, con una cruz de madera clavada al pie de su tronco.

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