NARCISISMO AL DESNUDO
Por José Dávila A.
El se mató...
No, no fue un suicidio; fue una torpeza.
Todo se inició cuando el holocausto de su narcisismo se precipitó.
Apenas joven ya se amaba cuando se examinaba en el espejo. Altivo y sereno, le gustaba lo que veía y sin medida de tiempo se extraviaba en la contemplación. El cabello negro ensortijado, la frente amplia, los ojos enigmáticos de un negro profundo, la nariz recta, la boca sensual y la firmeza del mentón con un hoyuelo juguetón.
Después exploraba el cuerpo. Recto, alto, musculoso; ancho de espalda y esbelto de cintura. Bien formado y bien vestido. Se acercaba a la perfección. Creía ser elegido por el dedo de Dios.
Sin embargo, el espejo no reflejaba el alma; quizá se refugiaba en el extravío.
Desde niño se percató, sin comprender, que su estampa causaba admiración; en el hogar, en la escuela, en la calle, por doquier que se presentaba, atraía la admiración sin límites: Desde los padres, hasta la maestra de escuela, pasando por la cuadrilla de amigos. Jovencitas adolescentes o mujeres hechas y derechas, no podían evitar el imán de su atracción. Consciente de los dones recibidos, amaba esa vida regalada. Para colmo, nació en buena cuna y jamás problema alguno podría ensombrecer el legado de su destino.
Cuando se convirtió en hombre jugó a ser Dorian Gray... y perdió.
En descargo de su envanecimiento, jamás supo del famoso personaje de Oscar Wilde, porque nunca leyó un libro. Ni siquiera el misal para recibir la ostia de la comunión; la catequista también sucumbió a tanta belleza natural.
Satisfecho, soberbio, se adoraba, como adoraba la vida. Gozaba de ella con toda intensidad sin importarle la silenciosa marcha de Cronos.
-Cuando el tiempo llame a mi puerta, será el momento de darle cuerda al reloj –pensaba con desenfado lejano y cierto.
Viajó sin medida. El mundo le rendía pleitesía. La fortuna le amparaba, le consentía y le premiaba. Sin proponérselo, enamoraba sin esfuerzo. Las mujeres se le ofrecían sin condición. Tras de sí iba hilando un rosario de corazones destruidos, engañados, traicionados, abandonados. Presuntuoso, se relamía con el sentimiento ajeno
Si Wilde le hubiese conocido, sin duda sería la fuente de inspiración que le llevó a escribir. “¿Qué es un cínico? Una persona que conoce el precio de todo y el valor de nada”.
Posesión, dominio, influjo, misterio, desafío; todo en su conjunto lo emanaba de un golpe. Cautivar le era fácil; bastaba desearlo para conseguirlo. Así pues, creyéndose dueño del mundo, alcanzó la cima de la madurez con pleno despilfarro de su persona. El hartazgo empezó a socavarlo y eligió transitar de exceso en exceso en busca de una satisfacción desconocida.
“El que busca encuentra”, advierte la sabiduría popular.
Y él encontró. Tropezó con alguien que le ignoró y con ello, sin proponérselo, le desafió.
A partir de entonces, jamás volvió a descifrar el rumbo. Sentimientos encontrados le zarandeaban el pensamiento y la razón. Esa sensación de vacío en el estómago le angustiaba. Con irritación empezó a conocer de la ansiedad, el insomnio, la incertidumbre y desesperación. Ese alguien le había hincado el aguijón del amor y el desden no lo podía soportar.
Creyó haber perdido su encanto y frente al espejo escudriñaba los signos de la declinación. Sí, empezaba a cambiar; el miedo le aprisionaba las entrañas. Había descubierto las primeras huellas de la edad, pero un algo más le torturaba ¿Qué le estrujaba el corazón?
Quien adivinó la desazón en su semblante, le advirtió: “Estás enamorado”.
A partir de entonces se cuestionaba sin conceder tregua: “¿Enamorado? ¡Patrañas! ¿Yo, enamorado? ¡Jamás! ¿Es que el amor tortura? ¡Mentira! ¿El amor es inclemente, incontrolable, inmortal? ¡Al diablo con él! ¿El amor es sufrimiento? ¡Basta, basta ya! ¿El amor es silencio? ¡Más vale pudrirse!”
Antes de confesar sus sentimientos, prefirió callar. Ante nadie se rendiría, como todavía se le rendían hermosas mujeres.
Por resguardo escogió la soledad. No quería, no podía, no soportaba encontrarse con esa persona. Empezó a beber licor con frecuencia enloquecedora y por dislate a consumir un carrusel de drogas que le nublaran la razón, le indujeran al engaño, le permitieran dilapidarse y demolerse las neuronas para enterrar la memoria.
-No quiero ser el muerto más sano del panteón –intentaba burlarse bajo una máscara de impotencia.
Nadie fue capaz de frenarlo, sin comprender las causas que le empujaban a cometer abundantes actos plenos de estupidez, hasta que su derrotado narcisismo sucumbió cuando el espejo le arrojó a los ojos de negro profundo la imagen de un espectro.
Violento destrozó el espejo y destrozó sus venas.
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