EL ESMOQUIN
Por José Dávila A.
Unos dicen que entró caminando con la majestad de un rey; otros aseguran que con el aplomo de un jefe de estado; los más, con el donaire de una figura del toreo; sin embargo, todos coincidieron que su alma iba acompañada con el silencio de un muerto.
Desde la mañana había desaparecido. Nadie sabía de él. Se preguntaba, se especulaba y se inventaba su destino. Mas, nadie, en realidad, sabía de él. ¿Dónde estaba?
Ajeno a todo, al momento en que tomó la decisión, se comportó sereno. Su rostro amparaba la tristeza, pero también la ternura; anidaba el dolor, pero también el consuelo. Pulcro, se aseó. Un baño de agua tibia le calmó los nervios. Lento, se rasuró, y después echó mano de la loción favorita, la fragancia siempre añorada.
Salió a la calle y con el rumbo fijo, fue a la tienda de trajes de ceremonia. Entró, preguntó y eligió: un fino y elegante esmoquin.
Por largo tiempo contempló la solapa forrada de raso negro, el pantalón con su discreto galón, la camisa alforzada con botones de concha, y los puños dobles con mancuernillas; por último, eligió la corbata de moño. Después, en el probador, lo vistió y lo lució como si hubiera sido confeccionado a su medida. Le iba estupendo.
El sastre, con un gesto de satisfacción, aprobó también. Increíble, no había nada que ajustar. El señor, sin duda, era un figurín. “¿A qué domicilio enviarlo? ¿Cómo? ¿Qué se lo lleva puesto?”
Y con el esmoquin puesto, gallardo, salió a la calle. En su rostro, nada había cambiado: tristeza y ternura; dolor y consuelo.
Cuando entró caminando, tan recto, tan digno, tan solemne, un murmullo de sorpresa le envolvió. “¿Pero qué haces aquí vistiendo un esmoquin? –preguntó alterada su madre Antonia.
“A ella siempre le gustó verme así...” –respondió él con melancolía.
Después, caminó unos pasos, y permaneció inmóvil al lado del ataúd en donde dormía para siempre su amada esposa...
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