UN HELADO DE ESPERANZA.
Por José Dávila A.
En aquel cálido y sereno atardecer teñido por un sol crepuscular, saboreando un helado se distraía viendo pasar a la gente. De pronto, una niña de tez canela y con cara de querubín de iglesia, le preguntó con candor.
-¿Estás solo?
–Sí... –dijo sin ocultar su extrañeza
–¿Por qué?
Responderle, pensó, implicaba explicar muchas cosas no deseadas del pasado. Así pues, en defensa propia se decidió por el primer atajo: su mente urdió contestar con un: “No lo sé”. Sin embargo, la intempestiva pregunta le había pillado descuidado cuando estaba sentado a la mesa de una nevería.
Ella, con la frescura de su pureza, sonreía como sólo saben sonreír los niños con alma blanca. Era pequeña y endeble como una varita de rosal. Quizá siete espléndidas primaveras. Tenía su pelo trenzado, caminaba con la misma gracia de un pingüinito en busca del mar y sus ojos eran dos canicas negras en donde daba brincos la vida.
–A tu edad no debes estar solo –aconsejó ella, mientras gustaba de su helado.
–¿A mi edad?
–Si, ya estás grande ¿o no? ¿Cuántos años tienes?
–Setenta y pico...
–Ya ves, alguien debía de acompañarte.
–¿Debería de estarlo?
–¡Claro! A poco no acompañabas a tu papá cuando se hizo grande.
–Creo que sí.
–Ya ves. ¿Puedo hacerte compañía?
Él, aún más sorprendido, asintió sin pronunciar palabra. Rápido, con sobrada seguridad, ella se acomodó en una silla y dijo. “¿Te sientes mejor?”
–Con tan hermosa vecina ¡me siento estupendo!
–Me llamo Cristina ¿y tú?
–Julián Pastor.
La niña pareció no escuchar; curiosa le estudió el gesto. Después, clavó sus ojos azabaches en los ojos de él y con certeza sentenció: “Estás cansado ¿verdad?”
–En verdad, sí; pero he tenido días peores...
–No quiero decir “orita”; quiero decir que estás cansado de vivir ¿no es cierto?
Julián Pastor sintió un relámpago chicotearle en la boca del estómago. ¿Quién era esa mocosita que con tanta agudeza le husmeaba el aburrimiento por la vida? Inquieto, respiró profundo antes de preguntarle: “¿Por qué piensas eso?”
–Porque tu mirada ya no dice nada.
Él palideció y ella aseguró: “Tienes la misma mirada de mi tío Alberto antes de morir...”.
–¿Cómo? –balbució sobresaltado.
–Sí, la tenía como la tuya; veía sin mirar. Como si se le hubiera acabado la calle... Entonces se murió.
Julián preguntó de qué se había muerto el tío Alberto.
–De ausencia en el corazón.
–¿De ausencia de qué?
Cristina, al parecer distante, probó tres veces su helado y luego aventuró: “¿Es cierto que se puede morir de amor?
–No lo sé –él volvió a evadir.
–Pues mi tío Alberto se murió después de que se murió mi tía Alberta
¡Santo cielo! Julián Pastor se cimbró de pies a cabeza. ¿Cristina le estaba pronosticando su final?. Él no pensaba en la muerte, aunque a lo largo de su vida había tropezado con ella más de tres veces. Pero ahora, ¿acaso su soledad le estaba derrotando la voluntad? ¿Tras largos cinco años de haber perdido a la mujer de su vida, aún no había encontrado la resignación que concede el tiempo y la reconciliación con el Santísimo? ¿La ausencia en el corazón le estaba ganando? “Vivo, como dice ella, ¿viendo sin mirar?” -se examinó en silencio y el recuerdo le descompuso el talante.
Cristina, ajena a su perturbación, le jaló por la manga de la camisa y preguntó: “Oye, ¿cómo se llama tu helado?”
Él tardó en volver a su realidad. Traicionando una sonrisa, se expresó con falsa naturalidad: “¡Ah!, se llama “Un beso de amor”; tiene nieves de mamey, mango, mandarina y guanábana. Y el tuyo, ¿cómo se llama?”
–“Un sueño infantil” y tiene un poco de chocolate, nuez, vainilla, rompope y chispitas de caramelo –explicó Cristina y luego confesó: “Tengo miedo de quedarme tan sola como tú”.
La última frase, Julián apenas la registró. A su memoria había acudido el rostro de la compañera de siempre, sonriendo pícara ante una pirámide de nueve bolas de nieve de sabores distintos que en el mercado de la Lagunilla vendían con el nombre de “Arlequín”. Sí, la debilidad de su esposa eran los helados. Por las noches jugaba a ser sonámbula para justificar una visita a la nevera y despacharse a gusto con repetidas cucharadas de helado de fresa. ¡Qué ironía! Tras cincuenta años de amorosa comunión, ella no le avisó su fuga al cielo en busca de arlequines celestiales. No hubo tiempo. ¡Todo fue tan breve! Un espasmo, una punzada y Julián se quedó con las manos vacías. Después de todo, en su reducido espacio se conocieron mejor en la intimidad de los silencios. ¿Para qué tantas palabras si se adivinaban el pensamiento? Quizá por ello se resistieron a escuchar las voces del adiós. Y ahora el pensamiento se lo había desnudado aquella enigmática niña temerosa de quedarse tan sola como él.
–¿Cómo dices? –reaccionó tarde Julián Pastor.
–Tengo miedo de quedarme sola; mis padres pelean mucho. Se amenazan y dicen que se van a separar; que se van a ir y me voy a quedar sin ellos.
Él, conmovido, trató de tranquilizarle los miedos: “No va a suceder nada, ya verás. Tus papás se quieren. Cristina, en ocasiones las parejas discuten, se enojan y luego se arrepienten y vuelven a empezar. No te van a abandonar, te lo puedo asegurar”.
Ella aguantó las lágrimas, contuvo un sollozo y con el discreto matiz de quien demanda un pacto de complicidad, le advirtió: “¿Te digo un secreto?”
–Por favor.
–Todas las noches tengo un sueño. En mi recámara entra gente que habla sin mentira. Entra mucha, mucha gente. La puerta nunca se cierra. Cuando ya no caben las personas, empiezan a salir por la ventana y desde afuera, flotando, miran contentos para adentro porque se olvidaron de ser adultos. Desde mi cama veo como entran y entran; es gente bonita y del techo llueven gotas de amor que vuelve buenos a lo malos. Es lluvia tibia que canta y rompe el sueño de mis muñecas. Es agua rica que une y no separa. Es agua tranquila que no grita como mis papás y hace que todos se tomen de la mano y se quieran confiando uno en el otro. Y así por toda la noche. Yo soy feliz y al último me toca entrar con mis amigos para divertirnos viendo a los demás bailar, cantar y reír.
–¿Y en tu sueño me has visto pasar? –dijo Julián Pastor arrepintiéndose al instante de su insensatez.
–No, tú nunca has entrado –le respondió Cristina y con sencillez le previno–: Pero podrás entrar esta noche si pruebas nieve de un “Sueño infantil”. Entonces recordarás que también eres niño y ya no mirarás como miraba mi tío Alberto. Al mojarte con la lluvia de mi cuarto, ya no estarás solo; alguien te tomará de la mano...
Y Julián soñó entrar, detrás de mucha gente, al recinto de Cristina en donde una diáfana luminosidad rebotaba en las paredes de color azul cielo con dibujos de pájaros, elefantes, jirafas y cebras. Era curioso: aquella deslumbrante luz venía de ninguna parte; las lámparas estaban apagadas. En tornó a la cama y al tocador, muñecas de trapo y animalitos de peluche danzaban sin descanso. Cristina, en compañía de sus amigas, estaba sentada en el marco de la ventana como aguardando por él. Al verla tan sonriente, con la felicidad brillándole en la profundidad de sus negros ojazos, empezaron a llover tibias gotas del techo. Entonces se sintió distinto: sereno, muy sereno, mientras un extraño cosquilleo empezó a tocar a las puertas de su corazón. Al confiarse, abrió sus sentimientos. Alguien le tomó su mano. Él volteó y ahí estaba su añorada esposa, tan hermosa y pícara como la conoció desde el primer día, saboreando feliz un enorme helado de chocolate.
“Julián Pastor, lo que estás viendo será verdad...”, empezaron a tocarle las palabras de Cristina como aquellas gotas de agua rica que unen y no separan. Luego, en su entorno todo se empezó a disolver..
–Lo triste de mi sueño es que nunca aparecen mis papás y entonces despierto llorando. ¿Sabes?, a veces quisiera volver a dormir aunque sea de día, esperando por ellos.
Julián Pastor estaba perplejo. ¿Qué le había acontecido? ¿Un sueño? ¿Un desvarío? ¿Una premonición? Cerró los ojos en un esfuerzo por situarse en su tiempo y severo le dijo a Cristina: “Esta noche entrarán”.
-¿Estás seguro?
Él, despacio, se levantó; su aspecto ya era calmo. Fue hacia el mostrador de la nevería y minutos después regresó con un helado diferente.
–Toma, es para ti –le dijo a su pequeña amiga–. Se llama “Sueño de esperanza”. Tiene nieves de fresa, piñón, zarzamora, pétalos de rosa y mermelada de frambuesa.
Cristina lo probó y sonrió como sólo saben sonreír los niños con alma blanca. Julián Pastor, ocupó su lugar a la mesa y mirando aquellas inquietas canicas negras, ofreció cariñoso:
–A tu edad no debes estar sola... ¿Puedo hacerte compañía?
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