EL SEIS DE OROS
Por José Dávila A.
En las plantaciones de cocoteros de Papanoa, Guerrero, trabajaba Ricardo Silverio, buen bebedor. Joven, pelambre revuelta, ojos negros como noche sin luna, y piel tostada por el sol. Afilado de cuerpo. Siempre andaba con el torso desnudo y los sucios pantalones de manta, amarrados con un mecate a la cintura. Los pies no conocían guarache. Entre la pequeña comunidad destacaba por dos cosas: su asombrosa facilidad para trepar hasta lo más alto de las palmeras y el machete certero para desprender racimos hasta de 10 cocos. “El Chango” le apodaban. En toda la región no había quien lo superara y como destajista ganaba buenos pesos. Sí, buen bebedor.
Los copreros le admiraban y respetaban. Ricardo Silverio se envanecía. Creía tener el mundo en las manos y la mirada se le perdía en los rincones de la soberbia. Se sentía rey, hasta que un día, haciendo confianza, falló el machetazo, perdió el equilibrio y se desplomó.. Para no darle muchas vueltas, en buen romance, se rompió el hocico. De la mandíbula superior dientes y colmillos desaparecieron; de la inferior se aflojaron pero soportaron el porrazo. Entonces, el pueblo le rebautizó como “El Barranco”, porque cuando sonreía hasta el colon se le veía.
Ricardo Silverio ya no era objeto de admiración popular, sino de burla. “Ora van a ver...”, se repetía entre trago y trago, hasta consultar al dentista del pueblo conocido por el “Ciego”, ya que siempre extraía el diente bueno y dejaba el podrido. “Te los puedo poner de metal”, propuso en buen son. El chimuelo se sintió ofendido y replicó: “¡Los quiero de oro!”. El “Ciego” por vez primera vio claro. “El Barranco” ahorró y ahorró dinero para la dentadura nueva. Pasado un tiempo, en domingo de ramos se apostó en el portón de la iglesia. Ahí, solitario, aguardó el final de la misa de nueve; entonces, a cuanto vecino pasaba le sonreía: De su boca, los rayos del sol arrancaban deslumbrantes destellos dorados.
A partir de esa luminosa mañana fue renombrado como “El seis de oros”. Ricardo Silverio estaba feliz, otra vez le envidiaban. Pero el efímero gozo se fue al pozo. La condición humana es de no confiar. El oro alimentó la codicia. “Ricardo Silverio ha de tener harto dinero; al Ciego ya le ordenó hacerle todas las muelas de oro”, comentó uno de los tres matarifes que bebían cerveza bajo la sombra de una palapa.. “Pues “aí que darle”, sentenció el segundo. “Pos a luego que ya atardece”, advirtió el tercero.
Al día siguiente no amaneció “El seis de oros”. Había desaparecido. La noche anterior le habían dado muerte en su choza. Antes de expirar, sin reconocer a los atacantes, advirtió sombrío: “Los he de encontrar...” La tercia de malhechores al no hallar un triste peso, le arrancaron los dientes de oro; se los repartieron por pares y los guardaron como un tesoro. En Papanoa, nunca más se supo del famoso coprero, pues fue sepultado clandestinamente en un abandonado cocotal.
Cuando Ricardo Silverio, tiempo atrás no sospechaba ser víctima de tan desalmado y miserable proceder, contra su voluntad le brindó techo a Heladio Quirino, hijo de su finado hermano: El chamaco se había presentado a la puerta del jacal llevando en la mano como único equipaje, un papel doblado que a la letra decía. “Hermanito del alma, me está llevando la “pelona”. Aí te encargo a mi hijo”.
Heladio Quirino tenía por único don el dormir como tronco de ceiba. En aquella infausta noche roncaba como angelito sin sospechar delito. Tiempo más tarde, su pétreo sueño empezó a ser alterado. Por las mañanas despertaba con la sensación de haber escuchado una voz lejana, como si le hubieran soplado al oído: “Heladio Quirino, ven...” La impresión cobró vigor noche tras noche: “Heladio Quirino, ven...” Él no sabía qué hacer; desatendía y volvía a dormir con recelo, hasta que una madrugada escuchó con estremecedora claridad el grito de Ricardo Silverio. “¡Con un carajo, que vengas!”: El chamaco tembló de miedo sin atinar qué hacer. ¿Adónde ir? Salió del jacal y la luz de una luciérnaga le guió por un sendero olvidado hasta llegar al solar de un cocotero. Hilario Quirino sin pensar se detuvo, como si una mano invisible le marcara el alto. Ignoraba estar justo al pie de la tumba del “Seis de oros”, hasta que de las entrañas de la tierra le gritó su tío: “¡Escárbale, pendejo!”.
Temeroso, el muchacho empezó a cavar con las manos hasta topar con el cráneo del difunto. Lo recogió y contemplándolo como Hamlet, sudando frío le preguntó: “¿Eres o no eres mi tío? ¿Esa es la pregunta?”.
Entonces Ricardo Silverio abrió los ojos, pero no los tenía; sin embargo, a través de las cuencas vacías podía mirar. Así pues, tras reconocer al sobrino, quiso averiguar. “¿Estoy desdentado, no es cierto?” Hilario Quirino no podía hablar, sólo asintió. La escena era macabra y Ricardo Silverio trató de sosegarlo. “Tranquilo, tranquilo; gracias por sacarme del hoyo. No tengas miedo de mí. Te llamé para que me ayudes a encontrar mis dientes de oro” El jovenzuelo encontró arrestos para preguntar: “¿Ayudarte?” A la pregunta, instruyó el despojo craneal: “Ya me sacaste, ahora déjame en el suelo. Voy a empezar a rodar y a rodar, como dice la canción de José Alfredo Jiménez, hasta encontrar una por una las casas de quienes me tundieron a traición. Tú sígueme”. “¿De verás va a rodar, tío?”, cuestionó sorprendido Heladio Quirino: “Así me lo aseguró mi vecina de entierro, la bruja Agueda Teodosia. “Déjate rodar –me previno- y cuando solito te detengas estarás frente a la puerta de cada uno de los verdugos. ¡Entonces reclámales tus dientes! Si fingen ignorancia, pregúntales qué clase de funeral desean. Yo me encargo de ellos...”
Heladio Quirino no dudó. Escéptico depositó la cabeza en la tierra y luego luego empezó a girar con rumbo preciso. A distancia, creyendo vivir una pesadilla, atestiguaba como la calavera brincaba raíces de árboles, bordeaba arroyos, salvaba matorrales, se hundía en lodazales y rodeaba un mar de palmares hasta desembocar en la empedrada callejuela del pueblo. A lo largo de la travesía jamás escuchó queja alguna. De pronto, Ricardo Silverio se detuvo ante una puerta de carrizo. Sin dudarlo, tocó a puros frentazos.
Al llamado apareció Lucas Atenodoro, un hombre apestoso y mofletudo con una torta de frijoles en la mano; al primer vistazo no encontró alma humana, pero desde el suelo el cráneo habló: “¡Pinche Lucas Atenodoro, tú fuiste uno de los tres que me dieron chicharrón! ¡Valiente cabrón eres! ¡Devuélveme mis dientes!” El aludido, al ver la calaca, rápido perdió el apetito. “Yo no los tengo”, aseguró titubeante. “Entos, ¿qué clase de funeral deseas?”-preguntó siniestro Ricardo Silverio.
Al escuchar la sombría advertencia, el tal Lucas veloz entró a la casa y más veloz regresó: “Toma”, le dijo. “Pónmelos en la boca”, le ordenó. El asesino, rápido empotró los dos colmillos y echó a correr para Zihuatanejo..
La calavera reanudó la marcha hasta frenarse justo al pie de dos puertas de lámina. Los frentazos se repitieron y asomó el rostro de Gelasio Simitrio, el guarura del comisario ejidal. Al verle, Ricardo Silverio, encorajinado le mordió un juanete. El gritó que pegó el aludido no fue de dolor sino de espanto. “Desgraciado montonero, ¡regrésame mis dientes de oro!” El cómplice del robo dental, al ver a la amenazante calaca, aterrorizado, balbuceó: “¿Quién eres?” El visitante sonrió maléfico y se identificó: “Soy el “Seis de oros” y nada más te aprevengo; ¿qué clase de funeral deseas?”. Sin pensarlo más, Gelasio Simitrio entró al cuarto a buscar los famosos dientes. Huracanado empezó a revolverlo todo sin encontrarlos. Ante la tardanza, paciente Ricardo Silverio esperaba cuando apareció un perro faldero; el animal, curioso, lo olisqueó y con naturalidad levantó la pata derecha y sin asomo de pudor le orinó la mollera. “¡Pinche perro, jijo de toda tu cocotera madre! ¡Lárgate de aquí!” –maldijo el fallecido y el perro, con la cola entre las patas, huyó despavorido ignorando que existían huesos tan mal hablados. Ricardo Silverio no encontraba forma de limpiarse, cuando fugaz reapareció Gelasio Simitrio metiéndole en la boca los dos dientes hurtados.
Reconfortado, el cráneo ambulante, estimulado por llegar al final de su empresa, siguió girando. Por desgracia, cuando cruzaba la placita principal se topó con cuatro hombres perdidos de borrachos quienes, zozobrando en resacas etílicas, lo confundieron con un balón de fútbol y empezaron a patearlo sin ton ni son. Ricardo Silverio volaba y se estrellaba contra una pared, después pegaba con el filo de la baqueta, luego con un tonel de basura, rebotó en una ventana con barrotes de fierro, se elevó por las alturas hasta reventar la farola de un poste de luz, hizo carambola con un tinaco y cuando caía a plomo, uno de los beodos, inocente, quiso recibirlo de “cabecita”, sufriendo una descalabrada de este tamaño. La sangre manó rápido, como rápido llegó al rescate Heladio Quirino. Levantó a su abollado familiar y empezó a sobarle los chipotes y a limpiarle las suciedades.
Ante los hechos de sangre, los borrachines empezaron a recuperar la razón y desconfiados le preguntaron: “¿De quién es esta cabeza?” “Es de mi tío Ricardo Silverio y reclama sus dientes”, informó el muchacho. Los cuatro hombres, acobardados, recularon. La calavera, atarantada, pero enfurecida, amenazó: “¡Bola de montoneros! Nomás les aviso: Si no me devuelven mis dientes,: ¿qué clase de funeral desean?” Uno de ellos le habló al descalabrado. “Dario Pacomio, ya oíste: ¡regrésale los dientes o nos lleva la tiznada! El susodicho, sin razonar demasiado echó mano a la bolsa, sacó la cartera, hurgó en ella, y entregó el botín por largo tiempo escondido.
Feliz el cráneo vengador regresó a su última morada luciendo en la boca los dientes de oro, como aquel domingo de ramos. Antes de ser enterrado, Heladio Quirino, sin inmutarse, le sustrajo la sexteta dental. Boquiabierto, Ricardo Silverio, le reclamó: “¿Pero qué estás haciendo, desgraciado?”
El sobrino sonrió mostrando una negra caverna al faltarle los seis dientes superiores. Luego, con un claro dejo de revancha, le recordó: “¿Usté se acuerda cuando un día me rompió el hocico?”. El tío no atinó a responder mientras el jovenzuelo se pegaba los dientes con chicle. “¡Soy la segunda generación del “Seis de oros!”, exclamó jubiloso. Después dejó caer el cráneo en el hoyo y sin asomo de arrepentimiento lo cubrió de tierra.
Cuando Heladio Quirino iba de regreso a su jacal, de pronto recapacitó: “¡Chín! Se me olvidó preguntarle qué clase de funeral deseaba...”
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