EL HOMBRE QUE OLÍA A PESCADO
Por José Dávila
-El niño huele raro –advirtió la nana, refiriéndose al pequeño Lucio
-Cámbiale el pañal –sugirió la mamá
La nana obedeció; con ternura aseó al bebé y volvió a insistir.
-No es el pañal, señora; el niño huele raro..
-Entonces báñalo, por favor.
-Ya lo bañé.
-Pues báñalo otra vez.
Una hora más tarde, la nana repitió.
-El niño huele un poquito mal.
-¿Lo bañaste bien?
-Sí, y muy bien, señora.
-¿Qué quieres decirme?
-Huele como a pescado, señora.
Así se marcó la vida de Lucio. Una vida extraña, triste y desolada. Una existencia secuestrada de libertad y sentenciada al destierro.
Poco tiempo después de su nacimiento, le bañaron y le bañaron hasta acabarse los jabones. Cuando se pensaba que el hedor por fin desaparecía, inclemente retornaba. La suerte estaba echada: fuese niño, adolescente, joven o un hombre hecho y derecho, arrastraría tan severo estigma. En la misma medida que Lucio crecía, el olor en el aliento, el sudor y la orina, se tornaba más penetrante. Difícil resultaba mantenerse a su lado; pese a todo. los padres confiaban en el tiempo: Su organismo corregiría lo incorregible.
Consultaron una larga cadena médica con eslabones de pediatras, especialistas y curanderos.. Cada uno de ellos especulaba; tan insólita emanación corporal podría derivarse por falta de higiene, gingivitis, infección urinaria o alguna desconocida enfermedad del hígado o el riñón. En pocas palabras, no tenían respuesta. Terminaban por encogerse de hombros
Con el paso del tiempo, Lucio nunca se acostumbró al fastidioso olor a pez. Pronto empezó a sufrir las consecuencias: cuando salía a la calle, los gatos, relamiéndose los bigotes, lo asediaban con el hambre retratada en la mirada. La solución fue comprarle un perro guardián, el cual, renuente, lo defendía a causa de su nobleza y lealtad, más no por la desagradable emanación del pequeño amo.
. Al tener de origen descompuestas las glándulas odoríferas, Lucio nunca tuvo amigos con quien jugar. Vivía enclaustrado; la soledad era apenas mitigada por la ocasional compañía de la madre, quien no podía evitar taparse las narices con un pañuelo. El padre, igual que los demás, se alejaba. Cuando se intentó enviarlo a la escuela primaria, le expulsaron aún antes de inscribirlo. Entonces conoció el profundo sentimiento del rechazo. En el barrio se le conocía como “El apestado”, porque en realidad apestaba. Así las cosas, se resistía a salir de casa; no soportaba las brutales burlas o los gestos de condena del vecindario.
En tanto, se había dado a la búsqueda de inútiles remedios: hacía buches de hierbabuena, hojas de azahar y té de eucalipto; con desesperación restregaba su cuerpo con detergente, lo rociaba con alcohol y lociones baratas, lo untaba con cremas, talco y bicarbonato. Por unos instantes parecía haber encontrado la solución, hasta orinar en el baño; como por obra de magia resucitaba el legado conferido.
Olía a pescado y empezó a creer que era un pescado. Una mañana, cuando nadie le veía, fue hasta a la sala y metió la cabeza en la pecera para convivir con cinco alegres pescaditos de vivos colores; quizá podrían ser los únicos compañeros. Los pececillos le vieron con asombro y pensaron que se trataba de un loco más de la especie humana. Displicentes, le dieron la espalda y navegaron hasta el polo opuesto. Triste, Lucio regresó a la celda.
En el más consumado ostracismo, segundo a segundo, hora tras hora, día tras semana, mes a mes de cada uno de los años acumulados, se preguntaba incesante: “¿Por qué huelo a pescado?” Cuando alcanzó la adolescencia, también le alcanzó el insomnio y empezó a comprender que no era un ser humano, sino un fenómeno. Como tal debía aceptarse. A medida que se desarrollaba, más se agudizaba el olor.
Con un claro sentimiento de vergüenza, de vez en cuando se aventuraba al exterior. Tenía ansias de liberación; deseaba que el sol le reanimara el espíritu, el viento le golpeara la cara, y la lluvia le refrescara el pensamiento. Quienes lo atisbaban, de inmediato brincaban a la acera contraria, se tapaban las narices, corrían como si vieran al diablo o se metían a las casas. Lucio no era ajeno: sufría y al incrementarse su estrés, atrás dejaba una maloliente estela aún más densa. Imposible le resultaba establecer superficiales relaciones personales. Se sentía solo en el mundo.
Entonces tuvo una idea brillante: recurrió a los basureros municipales. Los pepenadores, acostumbrados a la pestilencia, se extrañaron, pero humildes le ofrecieron amistad. A consecuencia de ello las cosas empeoraron; cuando llegaba casa ya no olía a pescado, ¡olía a rayos! Padre y madre, impotentes, sentenciaron nueva reclusión.
No era necesario adivinar que la juventud de Lucio estuviera asociada a síntomas depresivos, de baja autoestima, de frustración y explosiones de ansiedad. Vedado tenía el camino al amor; las mujeres no le resistían. A final de cuentas se convirtió en un personaje mudo. Empero, no podía seguir prisionero de cuatro paredes, las cuales, si tuvieran voz y voto, ya le habrían dado una patada en el trasero.
Al bordear los límites de la esquizofrenia, resolvió valerse por sí mismo. Explicó su decisión y abandonó el hogar. Recorriendo calles, barrios y plazuelas, buscaba una ocupación solitaria para no incomodar a nadie. Antes de cualquier presentación fumaba cigarro tras cigarro y el humo lo exhalaba entre las ropas, sin olvidarse de los sobacos. Pueril intento El resultado final, era de suyo repetitivo. Sin embargo, alguien le contrató como velador en una fábrica: el olor a pescado muerto ahuyentaría al ladrón más avezado. Luego de una semana, los muros de la empresa se impregnaron de la roñosa esencia de Lucio y le despidieron sin previo aviso.
Después, un ducho buscador de extrañezas, le recomendó con el dueño de un circo. Si en el programa ya tenía a “La mujer araña”, al “Hombre boa”, al “Niño de dos cabezas” o al “Minitauro de Jacaltzingo”, ¿por qué no enrolar al primer “Pescado humano”? De inmediato se aceptó la sugerencia; sin duda sería un éxito. Lucio debía acostarse boca abajo sobre una mesa cubierta con un mantel de color azul mar, para que meneara la cola y las aletas dorsales; después se convulsionaría como lo hacen todos los marlines apresados por el anzuelo..
El hombre pescado, aceptó. Para el día del estreno, le diseñaron un grotesco disfraz de pez espada de color tornasolado tan rabón que el pico le quedó empotrado en la frente como un unicornio. Al verle, la gente estalló en risa.. A la señal del cirquero, acompañado por el redoble de un tambor y de fondo la música de “Las Valquirias”, Lucio empezó a coletear; tan burdas eran las sacudidas de las aletas y la famosa espada que el público empezó a rezongar. El abucheo se generalizó, amenazando bronca. De pronto, tal como estaba planeado, sucedió: Lucio empezó a transpirar y el olor a extenderse por el lunetario, las plateas y las galerías. La gente dejó de silbar; asqueada abandonó la carpa. “El pescado humano” no respondió a la expectación deseada y esa misma noche fue decapitada la audaz incursión circense.
Cuando caminaba solitario por un baldío, le abordó un hombre protegido por una máscara antigás. Lucio se sobresaltó, pero de inmediato el enmascarado le tranquilizó y se identificó como Fujiro Takama, empresario japonés, quien le explicó que a los hijos del sol naciente les gusta mucho el pescado crudo, en especial las ballenas. Para tal efecto, le propuso adquirir los derechos de autor del “Pescado humano” para fabricar en serie el primer muñeco escatológico de la historia. Lucio no sabía si reír o llorar. Su vida era un desastre y ni siquiera conocía la causa de tanta desgracia.
Tras incierto vagabundear, una mujer le olfateó, le alcanzó y le confesó: “Tú hueles igual a mí”. Lucio no lo podía creer. No era el único apestoso en el globo terráqueo. Aquella persona, cuyo nombre jamás conoció, le informó. “Tú eres víctima del síndrome de olor a pescado, una inusual enfermedad genética derivada del hígado incapaz de metabolizar la trimetilamina, una sustancia química originada por bacterias intestinales en un proceso natural. También le fue franca: “No existe ningún tratamiento para sanar la enfermedad. Escasamente existen de 200 a 300 casos en todo el orbe. “¡Ah! -le advirtió por último- entre más te angusties, más olerás”
Saber la verdad, le reconfortó. Ahora estaba cierto del futuro. Se empleó en una pescadería en donde con inusitado furor y admirable destreza degollaba, destripaba y fileteaba pescados. Por vez primera en su existir, nadie le rechazaba. En la bodega todos hedían rancio.
Así transcurrió la oscura vida de Lucio, destazándose a sí mismo...
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