EL TIEMPO SE AGOTA
Por José Dávila
Cuando me enteré que he vivido 2,270,592,000 segundos, permanecí paralizado por unos instantes... Jamás se me había ocurrido pensar en sacar cuentas del tiempo que he invertido como inquilino de este planeta.
De momento no supe que pensar, excepto quedar asombrado por el monto total de los segundos, minutos, horas, días, meses y años que llevo a cuestas provocándome un confusa mezcla de sentimientos de pasmo, sorpresa e incertidumbre .
Empecinado en comprobar la suma, una y otra y otra vez, en aras de encontrar una posible equivocación que me permitiera deshacerme del estupor que me invadía, surgió la gran pregunta: “¿Cuánto tiempo me resta por vivir?”
Tras sacudirme tan ambivalente cuestionamiento, me consideré un hombre con suerte. ¿Por qué? Porque hasta ahora creo que si mi destino así lo hubiera determinado, bastaba la milésima de un segundo para que mi vida hubiera dado un vuelco en sentido contrario.
Si la curiosidad en unos momentos de ociosidad me llevó a investigar y multiplicar el espacio que he vivido en el universo, consideré comprensible que mal gastaría lo que resta de vivencia en descubrir los segundos que aún me restan antes de que las manecillas de mi reloj decidan detenerse para siempre.
Ahora, en este mismo momento, ¿cuántos segundos se han restado de mi diario acontecer en el intento de escribir estas reflexiones y tú, cuántos también has extraviado en detenerte en leerlos?
¿Quién puede diagnosticar el futuro? ¿Acaso vale la pena extraviarse o martirizarse inútilmente en adivinar el día del juicio final? ¡Vivir, vivir el día! Valorar cada momento de nuestra existencia adquiere un sentido verdadero.
Creo que es humano olvidar que el dios Cronos es imperturbable en su pertinaz avance, como tampoco existe la posibilidad de hacer un alto en el camino. Es decir, que nada se mueva en torno nuestro, incluyendo la marcha del sol, para examinar si hemos aprovechado satisfactoriamente o no la jornada diaria.
Por regla general, el ser humano es cautivo de lo cotidiano. Está inmerso en otros menesteres: La familia, el trabajo, las responsabilidades, las ilusiones, las metas trazadas, los sueños imposibles, las diversiones, los banales compromisos y un racimo más de imponderables, evita que piense a plenitud en el presente. ¡el siempre valioso presente! ¿Al morir el día acaso medita si ha invertido el tiempo en una acción fructífera, en una caricia al ser amado, en un abrazo al amigo, en un consuelo al hermano, en la amistad sincera, en el deber cumplido, en un instante de felicidad y de optimismo? De lo contrario, al caer la noche, ¿reconoce que sobraron minutos y horas que tristemente arrojó al bote de la basura sin aprovechamiento alguno?
Día a día, mes tras mes, año tras año, el tiempo descuenta nuestra permanencia en este mundo. Jamás lo repone y mucho menos otorga dividendos o regalías.
No son frecuentes las ocasiones que he detenido mi marcha para ver hacia atrás, por estar abstraído en el futuro, ese futuro desconocido. Entonces al rememorar, como una tormenta de relámpagos se acumulan imágenes felices y amargas, eventos afortunados y desventurados. También ocasiones desconcertantes e indefinidas sin que hasta ahora aún comprenda su razón de ser. Simplemente cierro los ojos por que no puedo remediar el pasado.
Cuando me ocurre este recuento, reconozco que el fiel de la balanza ha sido generoso conmigo. O ¿acaso así lo quiero interpretar para justificar los errores cometidos?
Repasar todo mi vida me es imposible: acuño fogonazos de mi niñez, adolescencia y juventud; de ilusiones, sueños y miedos; de amores y desamores; de alegrías y desilusiones, de angustia y desolación al perder a mis seres queridos; también de temerarias andanzas en donde descargaba toda la adrenalina que me impulsaba a ir en busca de lo desconocido. ¡Ay, cuántas aventuras memorables, así como fracasos inconfesables! Ahora, al recapitular sonrío y a la vez acepto que a veces aún me avergüenzo, ya hombre, de mi increíble inocencia.
No obstante, he de reconocer que nunca había recapacitado en lo agraciado que he sido al involucrarme en inconscientes desafíos y salir ileso de ellos. Por ende, confieso que tampoco había valorado todo lo que Dios me ha concedido y...perdonado.
Es por ello que ahora padezco el síndrome del tiempo. Empieza a preocuparme que el segundero decida interrumpir su marcha. Ahora me asaltan muchos deseos; entre ellos el de vivir a plenitud cada nuevo amanecer. Sí, vivir más de prisa que antes para hacer lo que todavía me falta por realizar. Pero también he de aceptar que ahora me interrogo si a mis hijos y escasos amigos les de dedicado un tiempo de calidad. Tal es la razón de estas vacilaciones y quizá, un intento inútil me impulse a reparar lo que quizá alguna vez descompuse.
Es verdad, siento que el tiempo se agota y hasta ahora tengo la certeza que debo disfrutar el presente con toda la pasión que aún late en mi corazón. ¡Pobre de mí que no valoré tanto tiempo perdido!
A pesar de todo, creo que nunca es tarde para atesorarlo; atesorar cada soplo de vida para encontrar el significado a mi presencia en esta tierra. Alegrarse en lugar de lamentar. Brindar amistad, comprensión, amor, confianza, auxilio a quien más lo necesita. Entonces esta solidaria actitud se transformará en una gigantesca satisfacción que sólo quien ha obrado en consecuencia sabrá identificar la verdadera felicidad día tras día sin desperdiciar un asomo de aliento.
Por cierto, quizá te asalte la curiosidad de conocer cuál es mi edad: si eres buen matemático no te costará adivinarlo...
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