Wednesday, December 10, 2008

FIN DE AÑO

FIN DE AÑO

Por Josè Dàvila A


-Apenas nacía diciembre, mi padre iba a comprar el árbol de Navidad. A su lado, mi hermano Raúl y yo. Íbamos felices. Era el anuncio previo a la época de los sueños y fantasías infantiles; se acercaban los días de escribir cartas a Santa Clos y a los Reyes Magos; sus imágenes cobraban nueva dimensión. Se acercaban, pues, las posadas y las piñatas; las velas, los cánticos y los rezos; se empezaba a oler a ponche, a tejocote, a lima y mandarina. Sí, se acercaban los días en que nuestros padres se iban a hablar otra vez, tras un año más de impactante silencio”.

Así recordaba mis ayeres.

-¿Cómo no íbamos a estar contentos si en la cena de Nochebuena ellos iniciaban el titubeante diálogo que concluía al amanecer del año nuevo? Cierto; se avecinaban días de perdonar. Qué irónico ¿no? Sí, se perdonaban. Él creía perdonar más. Si la hubiese dejado, mi madre le hubiera hablado todos los días de su existencia. No obstante, el guión tenía por mandato sólo una semana de parlamento al año. Una semana en donde se acababa el “dile a tu madre esto o el dile a tu padre esto otro”. ¿Saben? ¡Cuánto trabajo le costaba a mi papá romper el mutismo! Y nosotros pensábamos: “¡Ay, si todo el año fuera Navidad!”

‘Todo empezaba con la compra del árbol. Con la emoción contenida, siempre al anochecer, mi hermano y yo, acompañábamos sus pasos al mercado de la Lagunilla. En un solar de las calles de Allende, se apretujaban los arbolitos, qué digo, ¡los pinos! Así eran de grandes. Enormes, con su tupido y enorme follaje elevándose al cielo. ¿Cómo olvidar su olor que invadía todos los rincones de la casa, tornándola cálida y promisoria? ¿Cómo olvidar aquellos momentos en que por nuestras mentes ya soplaban vientos de vacilación sobre los juguetes a pedir en nuestras cartas?”

-Los dos contábamos el paso de los días aferrados a la esperanza de la reconciliación de mamá y papá antes de lo establecido. ¿Será hoy? ¿Acaso mañana? ¿La próxima semana? Era inútil anticipar lo ya programado. Por las noches, cuando mi padre regresaba del trabajo, no descubríamos en su cara señal alguna: siempre adusto, al igual que a lo largo de todo el año.

-Tiempo después sabría que no hay grandes razones para que reine el silencio. La de mi familia tampoco fue una gran razón- Al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio > paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la > indiferencia acompañada del silencio

¿La razón del distanciamiento? Tiempo después lo sabría: al no alcanzar el gasto para satisfacer medianamente el sostén de la familia, mi madre buscó trabajo cosiendo sombreros y ramilletes de flores para novias y jovencitas quinceañeras, para aportar apoyo económico al hogar. La decisión materna lastimó el amor propio paterno. Sin mediar juicio, la sentencia fue definitiva: la indiferencia acompañada del silencio.

-Recuerdo que el día 24, todo era movimiento y nerviosidad Mi mamá se pasaba el día en la cocina preparando una sabrosa cena y nosotros corriendo al mercado a comprar los olvidos. Felices íbamos y veníamos; la emoción nos aceleraba el corazón.

Sabíamos que papá ahora llegaría con semblante sereno y cargando una botella de vino tinto y dos de sidra, mientras por la casa ya corrían los olores de la sopa de coles, de los romeritos, el pollo asado, las papas fritas, y la ensalada de Nochebuena. Que luego se bañaría y vestiría el traje dominguero, en tanto mi madre se daría tiempo de arreglarse con discreción.

Que iríamos a la iglesia a dar gracias y regresaríamos sin pronunciar palabra. Que, con la incertidumbre golpeándonos el pecho, nos sentaríamos a la mesa ya dispuesta. Raúl y yo en cada una de las cabeceras y ellos en medio, frente a frente. ¿Sería ahora? Turbados empezaban a pronunciar monosílabos: “Buenas noches”, decía mi papá. “Buenas noches”, decía mi mamá. “Felicidades a todos”, deseaba mi papá. “Sí, felicidades a todos...”, deseaba mi mamá, siempre con la mirada fija en el mantel”.

-En silencio, mi hermano buscaba mis ojos y yo los suyos. Eran optimistas mensajes cifrados. Así compartíamos el goce que nos invadía. Por ello, mucho nos cuidábamos de llamar la atención. No decíamos nada, no hacíamos ruido, sólo los mirábamos.

“¿Brindamos?” –proponía mi papá. “Si...”, aceptaba mi mamá. “¿Un vaso de sidra?”, ofrecía mi papá. “Sí, como tú quieras...”, asentía mi mamá. Con mano firme mi padre aflojaba el corcho de la botella hasta dejarlo listo para salir disparado. Cuando el estallido se producía, todos reíamos y él servía. Pronto se levantaba; miraba a mi madre y luego a nosotros. Alzaba su vaso y nos deseaba felicidad. “¡Feliz Navidad!”, le respondíamos en coro. Entonces, por fin... ¡por fin sonreían los dos!”.

En el transcurso de la semana la conversación no progresaba demasiado, pero tan poco decaía. En ocasiones todos acudíamos al cine, a pasear al Zócalo o a la Alameda. Eran alborozados días en los cuales el enojo se exiliaba del vínculo conyugal. En las caminatas disfrutaban de los algodones de azúcar, de las castañas asadas, de los buñuelos y el atole de fresa.
La cena de año nuevo, era calca de la anterior. No variaba el protocolo y no variaban los platillos. Pese a los abrazos emocionados y amorosos acompañando las doce campanadas, sabíamos que el ensueño agonizaba. Al concluir la velada, así como se apagaba la última vela del árbol, así se apagaba la voz de nuestros padres…

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