EL SUICIDIO
Por José Dávila A.
En vísperas de Navidad del año pasado, lo conocí cuando era un joven de 16 años de edad; sano, estudioso, inteligente y prometedor. Se llamaba David, y digo que se llamaba, porque ayer se suicidó.
Su habitación, como siempre, lucía inmaculadamente arreglada. Se había vestido con su mejor ropa. La que usaba exclusivamente para ocasiones especiales: el único traje que tenía, su camisa blanca, corbata roja, calcetines azules y zapatos nuevos.
Se ahorcó en su recámara. Su madre, extrañada de que no se presentaba a desayunar, intuyó que algo andaba mal. Su corazón se lo decía y le latía cada vez más fuerte en la medida que se acercaba a la puerta del cuarto de su hijo. Cuando la abrió, se encontró a David colgando de una viga; le había anudado una sábana que después la enrolló en su cuello.
No existía mensaje de despedida. Sólo privaba el silencio…
Uno de sus inseparables amigos, al conocer la fatal noticia, comentó: “A David la vida lo arrolló sin piedad”.
La noticia de su fallecimiento me causó gran conmoción. Sus familiares y más cercanos allegados, no podían entender las causas que le llevaron a tan fatal decisión, porque estaban muy ajenos a su devenir. Era indudable que su muerte se derivó de una acción desesperada.
La actual sociedad, cada vez más individualista, exigente y selectiva, demanda de la juventud en ciernes responsabilidades tempranas difíciles de resolver, y se muestra indiferente al hecho de que las oportunidades de desarrollo humano en un ambiente descarnadamente competitivo, sean en extremo limitadas.
David se encontró en una difícil coyuntura: para poder aspirar a una carrera profesional, también tenía que trabajar. En ocasiones doblar turno. Su padre así se lo demandó. “O estudias o trabajas; en esta casa cada quien consigue su propio pan”. Sumiso, aceptó. Con tropezones, prosiguió sus estudios, pero le fue muy difícil encontrar un trabajo relacionado con su aprendizaje y por ende remunerativo.
Y se inició el vía crucis…
Las instancias académicas no le apoyaron para otorgarle una beca. Las fuentes de empleo que se identificaban con sus conocimientos, estaban saturadas. El día se le agotaba en largas horas de espera a las puertas de la gerencia de contratación de una empresa, una fábrica, una tienda o en el consabido “vuelva mañana”. El único resquicio de escape eran tareas de suplente de mozo, barrendero de ocasión y con un poco de suerte, lavaplatos nocturno. Por supuesto, las condiciones económicas eran paupérrimas.
Resignado, aceptó el papel que la vida le asignó: aceptó actividades relacionadas con la prostitución y se inició en el consumo de alcohol y drogas. El siguiente paso fue convertirse en un “chico banda”. El clan de “Los Inmortales” lo reclutó, y como novicio le obligaron a cometer bajezas que atentaban contra su dignidad. Consciente de ello, al encontrarse sin futuro, fue presa de una profunda depresión.
En su hogar, la familia estaba muy ocupada en sus menesteres para preocuparse por él. Así lo imponían los tiempos modernos. Ganarse la vida no era fácil.
David, no soportó más. Con sentimientos encontrados de impotencia y frustración, decidió abandonar este mundo. Y lo hizo con sangre fría; se negó a ser soldado de lo desconocido.
Cuando su madre lo descubrió como un péndulo de reloj viejo, no comprendió los motivos por las cuales David se había fugado por “la puerta falsa”. Entonces le lloró por vez primera en su vida, lamentando que su hijo era un muchacho exitoso con un gran futuro por delante.
Desconocía que el suicidio es la tercera causa de muerte entre la juventud mexicana.
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