¡YO SOY YO!
Por José Dávila Arellano.
Soy el centro de la tierra. Soy el sol que la ilumina y la galaxia que la cobija. ¿Por qué...? ¡Porque yo soy yo!
Así pensó Pablo desde el mismo instante en que fortuitamente admiró su cuerpo desnudo frente un espejo. En aquel momento, pese a su naciente juventud, se percató que era bello, sensual, inteligente y carismático. Entonces se enamoró de sí mismo y se dedicó a cultivar su físico y alimentar el ego.
Su narcisismo crecía día a día y llegó a una conclusión: conocedor de la idiosincrasia enfermiza del pueblo que suele rendir pleitesía a quien ostenta nombre de nobleza y no de la plebe, decidió cambiar su nombre de Pablo Hernández por el de Paolo Varese Ascoli de Calabria.
Su inesperada presentación ante los círculos de la alta sociedad, la envolvió en un halo de misterio, (jamás reveló su país de origen), aunque se asumía que sería italiano de buena sepa. La incógnita que suscitaba su presencia en el país, hacía suponer que deseaba realizar grandes inversiones en desconocidos proyectos a nivel internacional.
Así pues se le tendió la alfombra roja de acceso al círculo financiero.
Con el diario trabajo en el gimnasio para impactar con su físico a damas prominentes que le facilitaran sus propósitos y una buena dosis de audacia para cautivar a sus semejantes, Ascoli de Calabria pronto se doctoró en un estafador de la amistad, en un defraudador de la confianza y en un oportunista de la buena voluntad de su prójimo. Pronto conquistó a lo más granado de la gente de negocios, amasando una buena fortuna con base en inversiones para la instauración de empresas fantasmas.
Sus maquinaciones eran perfectamente analizadas y puestas en marcha con la seguridad de que en los negocios que había elucubrado, quedaría libre de culpa en caso de bancarrota. Los inversionistas se quedaban bolsillos al revés. Nunca hallaron una argumentación válida para demandarlo. Tan sólo encontraban resignación ante los desfalcos sufridos.
Sin embargo, se dice que “el que la hace…la paga”. Paolo, en una cena conoció a una deslumbrante mujer. Sin duda era la diosa de sus sueños. Hermosa, esbelta, curvilínea, provocativamente erótica, alegre y pícara, quizá demasiado pícara. Bastaron unos segundos para enamorarse de ella e iniciar un pertinaz acoso a fin de conquistarla. Ella, de nombre Elena, se resistía. Sin embargo, finalmente sucumbió a la tentación: accedió casarse, previa firma de un contrato prenupcial en el cual Paolo le legaba toda su fortuna.
Sin miramientos ambos firmaron y dos días después se matrimoniaron. Tras un fastuoso banquete para más de 300 invitados, al fin se consumó la anhelada noche nupcial.
A la mañana siguiente Varese se despertó más que satisfecho. Convencido de que era un conquistador, un adonis sin remedio, giró para abrazar a la mujer amada y sólo encontró un montón de sábanas coronado con una carta que a la letra decía:
“Querido Pedro:
Los tiempos cambian y me he tornado en toda una mujer. Agradezco tu generosa donación económica. No me llamo Elena, sino Petronila Sánchez Gutiérrez, la “mocosita” del barrio del “Tecolote” en donde vivíamos cuando éramos pobres y que desfloraste con violencia una noche en el oscuro callejón de los “Suspiros”. Con rencor, siempre tuya. Petris”.
P: D: “Yo soy yo…”
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