Wednesday, September 24, 2008

LA LLUVIA

LA LLUVIA
Por José Dávila

Cuando veo llover siento ganas de llorar…
Cuando el cielo se nubla y empieza al lloviznar, me invade un profundo sentimiento de tristeza. Aquel recuerdo reverdece y alimenta la añoranza.
Cuando las gotas que se precipitan de las alturas y se estrellan en el pavimento encharcado dibujando silenciosos anillos, veo en cada uno de ellos un año más de mi vida.
Y después, cuando el nubarrón prosigue su viaje y lentamente empiezan a surgir los primeros bosquejos azules del cielo, siento en mi corazón que se renueva una nueva existencia, un misterio sin resolver. ¿Al fin surgirá la esperanza que cicatrice las herida del aquel prometedor y fugaz recuerdo?
Fue hace mucho tiempo y la vivencia permanece intacta, inconclusa.
Sobre la ciudad se abatía una lluvia feroz, una cortina de agua tan cerrada que dificultaba la visión. A pleno mediodía, los automóviles circulaban con sus faros encendidos para anunciar su presencia, cuando ella llegó al conflictivo crucero por la calle de la izquierda y yo arribaba por de la derecha.
Con torpeza sin igual topamos de frente y nos abrazamos uno al otro tratando de recuperar el equilibrio. La sorpresa del encuentro nos enmudeció y avergonzados esbozamos una fugaz sonrisa ante la inesperada circunstancia. ¿Cuánto tiempo permanecimos así, unidos uno al otro? No lo sé. Había un algo entre nosotros que deseaba que nuestros cuerpos permanecieran juntos. Sin embargo, lentamente nos separamos y buscamos algún refugio donde protegernos.
Pronto nos percatamos que estábamos desamparados; no existía el resguardo de una puerta, un techo o un resquicio en donde guarecernos. Ahí estábamos. Inermes, sumisos, empapados hasta la médula. Permanecíamos de pie. Pegados a la pared, chorreando de pies a cabeza, sin desear movernos, viéndonos de reojo, titubeando en proponer algo, pero nuestras bocas permanecían mudas.
De pronto ella me tendió su mano y tomó la mía. Sus ojos castaños, risueños, lo decían todo. A la vez, miraban inquietos hacia la calle de enfrente en donde se iniciaba una frondosa alameda. La invitación me parecía una locura: atravesar el arroyo en plena carrera.
Al sentir la calidez de su mano sobre la mía, sentí que algo explotaba en mi interior. Era mi corazón que había encontrado a su alma gemela.
Sin pensarlo, asentí y ella jaló de mí. Éramos dos traviesos chicuelos que, inconscientes, nos lanzábamos a la avenida sorteando los vehículos, entre risas y sorpresas. ¡Aquello era demencial! Los bocinazos aturdían y los insultos de los automovilistas alimentaban tan loca aventura. Sin embargo, ella mantenía firme su mano y yo no deseaba soltarla.
Pronto alcanzamos a salvo la acera prometida sin dejar de reír. No obstante, poco a poco fue menguando nuestra arrebato y entonces vi a plenitud su rostro. Era bella, muy bella. Su cabello se untaba a su rostro y su piel sonrojada por su irresponsable decisión encumbraba aún más su encanto. Empero, lentamente su mano poco a poco fue soltando la mía. Lento, muy lento. Haciendo posible que cada uno de nuestros dedos sintiera la caricia ajena. Eran instantes que no deseaba olvidar, que anhelaba vivirlos por siempre. ¡Ay, ese roce de su piel…! Yo quise detenerla, no dejarla ir, pero ella estaba determinada y con fineza la retiró.
Una vez más me miró de frente levemente sonrió con un dejo de tristeza y entendí su decisión. Después se fue, se perdió entre la arboleda consciente de que no la seguiría y jamás volví a verla.
Todo acabó…
Ni una palabra ni un nombre ni una esperanza ni un adiós. Sólo la lluvia, la soledad y yo.

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